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Palabras de Rey; por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

16/02/2010
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El día 15 de febrero de 2010, se publicó, en el diario ABC, un artículo de Pedro González-Trevijano en el cual el autor opina sobre las palabras de Don Juan Carlos en pro de una ineludible política económica común. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

PALABRAS DE REY

La realidad desborda la ficción. Al menos en estos parajes nacionales. Inmersos en una severísima crisis económica, con una inasumible tasa de desempleo, una profunda recesión que dura demasiado tiempo y sin visos inmediatos de salida, con una imparable pérdida de competitividad y con unos mercados financieros que desconfían abiertamente de las medidas adoptadas, nos ponemos ahora a debatir, sesuda y hasta farisaicamente, sobre la habilitación constitucional y la pertinencia política de las recientes actuaciones y palabras de Don Juan Carlos en pro de una ineludible política económica común, de un consensuado acuerdo político y de un eficaz compromiso por parte de nuestras formaciones políticas y agentes sociales. Cuando lo que nuestra clase política, tanto la del Gobierno como la de la Oposición, la nacional y la autonómica, así como empresarios y sindicatos, deberían haber tenido es la competencia y generosidad para haber suscrito entre todos, hace meses, un amplio acuerdo de Estado en materia económica y social. Esto es lo que los ciudadanos, desencantados de tanta farfolla electoralista y aburridos del corto placismo político, tienen derecho a exigir de sus representantes. Pero no, aquí en lugar de gobernar, de dar respuesta eficazmente a las cuestiones que preocupan, nos adentramos en abstrusas disquisiciones jurídicas y politológicas sobre el sentido, la naturaleza y la competencia del Rey para hacer una llamada al inexcusable acuerdo, al inevitable consenso, al acuciante pacto, que nos permita salir, pronto y en buenas condiciones, de tan complejo atolladero económico.

Poner en duda la habilitación de Don Juan Carlos es desconocer la Constitución, el Derecho Constitucional comparado y la práctica política de estos años de régimen constitucional. Nadie pone en entredicho que en una Monarquía parlamentaria las competencias ejecutivas se encuentran en exclusividad en manos del poder del Ejecutivo -”El Gobierno dirige la política interior y exterior del Estado...” (artículo 97 CE)-, mientras que únicamente las Cortes Generales despliegan la función legislativa y fiscalizan al Ejecutivo -”Las Cortes Generales... ejercen la potestad legislativa del Estado... controlan la acción del Gobierno” (artículo 66.1 y 2)-. De aquí que se afirme que en una Monarquía parlamentaria el Rey reina, pero no gobierna, o expresado en términos académicos, que carece de potestas, pero goza de auctoritas. Mas no es esto de lo que estamos hablando. Aclarados tales perfiles constitucionales -frente a los que recelan de tales atribuciones, se encuentran también, por el contrario, los que añoran rancias potestades-, el Rey dispone por mandato constitucional explícito de sus propias competencias. Unas atribuciones que no pueden verse además sólo desde la perspectiva de su “derecho de ejercicio”, sino de una “paralela obligación de cumplir” con lo previsto en la Carta Magna de 1978. Así que ni la Jefatura del Estado es una mera figura inerte y vacía, ni un decidido y activo agente de la vida política. Don Juan Carlos actúa, pues, de acuerdo con la Constitución. Su artículo 61.1 así lo permite argumentar: el Rey prestará juramento de “desempeñar fielmente sus funciones”. ¡Si éstas se han de desempeñar fielmente, será porque se dispone previamente de ellas!

En efecto, el artículo 56.1 de la Constitución -precisamente el que abre su Título II dedicado a la Corona-, preceptúa que “El Rey... arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones... y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”. Es decir, el Monarca se halla al margen, en tanto que poder neutral -en la senda esgrimida por Benjamin Constant- y poder residual -en la clásica concepción de Dicey-, de la refriega política -situado pues au dessus de la melée-, y conformado como aquel poder moderador que Walter Bagehot concretaba en las potestades de advertir, animar y ser consultado. Unas potestades que se expresan en unas competencias de arbitraje y moderación. Dicho de otra manera, reinar no es exclusivamente, como nos recuerda gráficamente el profesor Jiménez de Parga, “contemplar el espectáculo desde el palco principal, recreándose en el juego de los autores, los agentes y los actores”, sino que se interviene “arbitrando y moderando el funcionamiento de las instituciones”. Obvio es recordarlo, dentro de las competencias concretas -no hay cabida para las viejas prerrogativas del Antiguo Régimen- que le son asignadas al Rey específicamente en la Constitución y las leyes. Es, por lo demás, lo que el Monarca lleva haciendo escrupulosamente durante todo su reinado: arbitrar y moderar. Nada, por tanto, novedoso. Nada fuera de sus tasadas y debidas competencias. Don Juan Carlos adecua sus acciones al marco constitucional. Frecuentemente tales competencias de impulso, estimulo y advertencia, se realizan -como apunta Jorge de Esteban- de manera confidencial o reservada; otras, como ahora, de forma más institucionalizada y notoria. Nunca ha habido en el hacer del Rey arrogación de competencias, ni se ha quebrantado ningún poder de decisión del Gobierno. Se ha circunscrito a cumplir lo que la Constitución le encomienda y reclama. No se añora, en suma, ningún poder de imposición, ni apoderamientos extra constitucionales, ni poderes implícitos, ni prerrogativas de reserva, sino la constitucional y contrastada capacidad de influir por parte de una Magistratura de autoridad.

Aclarada, pues, su habilitación constitucional, menos dudas plantea aún su conveniencia política. Nadie, salvo que se mueva por espúreos intereses meramente partidistas, puede minusvalorar la intensidad de la crisis. Una realidad, que según el último Informe del Centro de Investigaciones Sociológicas, angustia literalmente a los españoles. Háganse, les pido por ello, la pregunta al revés. Ante este estado de cosas, ¿es qué nada tendría que hacer, ni decir, el Jefe del Estado? ¿Es qué un Monarca parlamentario es inmóvil, ciego y mudo? ¿Debería el Rey situarse en “el palco para recrearse en el juego de la Política”? Desde luego que no. Y es que los mismos que se extrañan ahora en oír su voz, le espetarían acto seguido su silencio. Ya tuvimos ocasión de escuchar las palabras de Don Juan Carlos en el Mensaje de Navidad de 2009 -”... sumar voluntades en torno a los grandes temas de Estado, reforzando nuestra cohesión interna y proyección internacional...”-, y ahora en la entrega de los Premios Nacionales de Investigación: “Es hora de grandes esfuerzos y amplios acuerdos para superar juntos, cuanto antes y con la debida determinación, las graves consecuencias de la crisis...”. Esto es lo que el Rey puede hacer. Esto es lo que el Rey ha hecho. Esto es lo que el Rey ha dicho. Esto es lo que le demanda la Constitución. Y esto es lo que los españoles hemos presenciado y escuchado. Nada por tanto de conflictos entre poderes políticos o diferencias institucionales. Esto es, el Rey ha cumplido una vez más, acomodándose a la Constitución, con su deber.

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