Diario del Derecho. Edición de 12/11/2025
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Yo, Pedro, te absuelvo; por Javier Gómez de Liaño, abogado

12/11/2025
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El día 12 de noviembre de 2025 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Javier Gómez de Liaño en el cual el autor opina que el pronunciamiento de inocencia o culpabilidad de Álvaro García Ortiz tiene una gran enjundia jurídica.

YO, PEDRO, TE ABSUELVO

Dos notas del autor. Primera, que visto el personaje es inevitable que el título de este artículo recuerde la novela ‘Yo el Supremo’ que el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos dedicó a Gaspar Rodríguez de Francia, aquel fanático y cruel dictador que gobernó en Paraguay desde 1816 a 1840. Segunda, que, como el lector podrá observar, algunos pasajes serán de ficción. Comienza el relato. El pasado jueves 6 de noviembre, fecha en que se honra, entre otros santos y beatos, a san Severo, que sufrió martirio insertándole un clavo en la cabeza, el presidente del Gobierno de España, don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, se enfundó la toga que le había facilitado Félix Bolaños, se subió al estrado, tomó asiento en el lugar destinado a la presidencia del tribunal, tocó la campanilla y tras ordenar al agente judicial que diera la voz de audiencia pública, se dirigió a los presentes y con su habitual expresión impostada, dijo:

-Yo, en nombre del pueblo del que la Justicia emana, declaro la inocencia del acusado al no existir el mínimo indicio de que Álvaro García Ortiz, el gran fiscal general del Estado, que de mí depende, haya cometido el delito que le imputan unas acusaciones facinerosas y que los jueces que digan lo contrario serán condenados a las penas del infierno por prevaricadores.

Otras crónicas no fabuladas aseguran que el apóstol Pedro lo que quiso decir fue que la imputación a don Álvaro de un delito de revelación de secretos era una siniestra operación política y que el proceso seguido contra él una maniobra de la “internacional ultraderechista bien articulada”, lo mismo que eran las acusaciones que pesaban sobre su querida esposa y su dilecto hermano. También señaló que, con lo visto en las tres primeras sesiones de juicio, él, un jurista de prestigio reconocido en todos los foros jurídicos, estaba en condiciones de afirmar que respecto a su fiel vasallo no se daban los elementos objetivo ni subjetivo del tipo penal de revelación de secretos y que, en todo caso, a don Álvaro le era aplicable la excusa absolutoria de perseguir a un delincuente.

Después de escuchar al presidente, lo primero que uno piensa es que eso de la sintaxis en la lengua oral no va con él y que cuando dice lo que dice lo hace mal, pues lo que le pasa es que es un mentiroso que quiere callar la verdad hablando a tontas y a locas sin que ni siquiera sus devotos feligreses lo corrijan. O sea, lo que nos espetó en enero de 2024, cuando ante los reproches recibidos por sus constantes contradicciones a propósito de la amnistía a los condenados del ‘procés’, con una osadía descomunal, citó a Aristóteles para decir que “la verdad era la realidad”, con lo cual demostró que hasta en eso falta a la verdad, aunque quizá la clave de esa farsa sea que jamás ha leído a Aristóteles. Y es que se ponga como se ponga el sumo don Pedro, la última palabra sobre la inocencia o culpabilidad de don Álvaro García Ortiz corresponde al tribunal que lo juzga y que está compuesto por siete miembros -para ser exactos, cuatro magistrados y tres magistradas-, todos de extraordinaria solvencia jurídica, gran experiencia en el difícil arte de juzgar al prójimo y sabedores de que hay mucho rábula y zurupeto expertos en la técnica del intrusismo y la competencia desleal.

Dicho lo cual, previa advertencia de que trataré de evitar el fárrago y ser breve, mi opinión, dirigida no sólo a juristas, sino a la gente lega en Derecho pero con sano sentido común, es que el pronunciamiento de inocencia o culpabilidad de Álvaro García Ortiz tiene una gran enjundia jurídica. Al fin y al cabo, el núcleo de la cuestión es si el muy alto juicio de probabilidad de que el fiscal general incurriera en el delito de revelación de secretos, y así resulta de los indicios encontrados por el magistrado instructor, tendrá para el tribunal sentenciador el rango de certeza más allá de toda duda razonable.

No se olvide que en la mayoría de los casos la verdad judicial se obtiene después de incesantes esfuerzos y, en ocasiones, por datos que no se demuestran, pero los percibe la conciencia del juez. De ahí el artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que recomienda al tribunal “apreciar, según su conciencia, las pruebas practicadas en el juicio”. Lo dijo Francisco Tomás y Valiente, que fue presidente del Tribunal Constitucional: “Sólo la certeza desvirtúa la presunción de inocencia. Sólo desde el convencimiento firme se puede condenar, no desde la duda”.

Doy por seguro que la defensa del fiscal general sustentará la absolución de su cliente en la falta de prueba directa de cargo y que no ha existido actividad probatoria suficiente para condenar. También supongo que las acusaciones esgrimirán que la prueba indiciaria puede sustentar un pronunciamiento de condena sin menoscabo del derecho a la presunción de inocencia, lo cual es técnicamente correcto siempre que los hechos constitutivos de delito se establezcan no sobre la base de sospechas, rumores o conjeturas, sino a partir de hechos plenamente probados o indicios, mediante un proceso mental razonado y acorde con las reglas del criterio humano. O sea, que si la culpabilidad del acusado se infiere de la prueba indiciaria, el engarce entre el hecho base y el hecho consecuencia ha de ser coherente, lógico y racional, de tal modo que se descarte que el razonamiento empleado en la valoración probatoria ha sido arbitrario, irracional o absurdo.

Un estudioso de los almanaques católicos asegura que san Severo, como buen mártir por la fe, defendía, a modo de eximente, que los gobernantes como Pedro Sánchez no pueden pecar, pero esto es una ingenuidad del santo.

-Un momento, que siempre ha habido clases. Los políticos como yo que tenemos el privilegio de ser supremos nunca pecamos porque es incomprensible que con nuestra infinita grandeza podamos equivocarnos en los sensatos veredictos que emitimos.

-Muy bien. ¿Quiere usted añadir algo más? -Sí. Que yo soy el mejor presidente del Gobierno que ha parido madre. Que yo soy el Supremo. Que soy más justo que nadie y que nada me importa que no se me reconozca porque lo que prevalece es mi razón.

Pero volvamos a hablar en serio. La frase de Pedro Sánchez, entrecomillada en la portada de ‘El País’, absolviendo por las buenas al fiscal general del Estado, es estremecedora en sí misma. Vale la pena reproducirla: “El fiscal general es inocente, y más aún tras lo visto en el juicio”. Cosas como esta son las que decían los dictadores ya idos y dicen los dictadores aún vivos. Para quienes conocemos algo de esas historias, las palabras del presidente Sánchez tienen ecos sombríos y repercusiones funestas. Con su sentencia anticipada está legitimando aquello de que el fin justifica los medios y verbaliza su obsesión por ser superior al Tribunal Supremo.

En fin. No hace mucho, Pedro Sánchez decía que “se está judicializando la política”. Pues claro, presidente. ¿Ve usted ahora lo que tiene promover la confusión de los tres poderes en beneficio del poder propio y personal? Esto es lo que usted quiere: despiezar a Montesquieu para hacer de su capa un sayo ‘sanchista’ y enterrarlo en el jardín de La Moncloa. Pero he aquí que Secondat siempre termina recomponiéndose y resucita, porque Montesquieu es eterno.

QUE este año no se vaya a celebrar el tradicional mercadillo de Navidad de la ciudad alemana de Magdeburgo -en el que el año pasado un yihadista atropelló a la multitud y asesinó a seis personas- supone una derrota del mundo libre que no debemos asumir a la ligera. La empresa organizadora del mercadillo ha recibido una carta de la administración estatal en la que comunica que las medidas de seguridad que había planeado no eran suficientes y exigían unos requerimientos que la entidad asegura no poder cumplir. Esto ha llevado a la suspensión del simbólico evento. El hecho de que una empresa no pueda asumir un despliegue de seguridad suficiente y las fuerzas del Estado no se hagan cargo esconde una verdad desagradable. Se trata de la desasosegante realidad de asistir a cómo el terrorismo consigue su propósito principal, que es el de amedrentar y coartar la vida de sus víctimas.

El terrorista de Magdeburgo, que está siendo juzgado estos días, podría haber atentado en otro lugar, y cualquier otra reunión de personas puede convertirse hoy mismo en escenario del terror de los que pretenden terminar con nuestra manera de vivir, con nuestra manera de pensar, nuestras tradiciones y creencias. Sin embargo, existen lugares como la sala de conciertos Bataclan en París, las Ramblas de Barcelona, los fuegos artificiales de Niza o el propio mercadillo que se han convertido en símbolos vivientes que deberíamos poder mantener frente a la amenaza siempre presente de la barbarie que vocifera más allá de los muros y que daña el corazón de Occidente siempre que tiene ocasión. Esos lugares se han convertido, a su pesar, en templos de la libertad que debemos mantener abiertos y luminosos, para que quienes los atacan sepan que pueden acabar con la vida de algunos de nosotros, pero que, como sociedad, somos invencibles y no estamos dispuestos a dar un paso atrás.

La suspensión del mercadillo (que corre el riesgo de convertirse en viral en Alemania, sobre todo en aquellas localidades pequeñas) supone, en un primer plano de lectura, un ejercicio que equivale a otorgar la razón a los que aplican el terror en cuanto les cede una victoria muy poderosa. Significa validar el mal de una cierta manera en la que la amenaza logra sus propósitos y puede indicar a futuros terroristas que sus terribles acciones dejan la huella que se proponen. Que pueden cambiar y destruir aquello que en el fondo odian, que su ejercicio es útil. En segundo lugar, extiende el terror a otros ámbitos que se muestran como vulnerables. Si no existe seguridad suficiente para acudir a un mercadillo de Navidad, ¿en qué medida las personas pueden seguir acudiendo al cine, a misa, a conciertos, a centros comerciales en los que se acumula el gentío? ¿Pueden salir a la calle en Navidad? ¿Tampoco los Estados se van a hacer responsables de su seguridad y pretenden que los europeos, que están constantemente amenazados, se queden encerrados en casa?

Debemos asumir que sembrar el terror está al alcance de cualquiera y que vivimos en sociedades frágiles, pero dignas y decididas a prevalecer. Estas comparaciones hacen absurda la decisión estatal de prohibir estos eventos en cuanto otros también pueden ser objeto de la rabia de los que buscan hacer el mal. Por último, este derrotismo da la razón a los populismos ultras que pretenden que nuestra idea de Europa ha sido derrotada, que los actuales gobiernos no defienden su esencia con suficiente brío y proponen soluciones más radicales, cuyo ascenso provoca aún sorpresa en los que los arman de razones.

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