PERFILES PARA LA PRESIDENCIA ESTABLE DE LA UE
Por fin, tras la firma del presidente de la República Checa, el Tratado de Lisboa entrará en vigor el próximo 1 de diciembre. En los últimos días, se han disparado las cábalas sobre los candidatos a cargos tan rumbosos como el Presidente del Consejo Europeo o la del Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Son las dos grandes novedades institucionales del Tratado. Hasta ahora, a diferencia de lo que ocurre con la Comisión o el Parlamento, el Consejo Europeo no se beneficiaba de una Presidencia estable; por tanto, anida en esta nueva figura un deseo de eficacia y mejor organización.
Este cargo -que los medios de comunicación ya han identificado como el de presidente de la Unión misma- es individual, separado de la rotación semestral y, por tanto, no identificada con ningún presidente de Gobierno en activo. Y su elección se hará por mayoría cualificada, aunque es obvio que se está trabajando y se trabajará en el futuro para que su elección sea fruto del consenso, a sabiendas de que no caben vetos.
Su mandato se establece por un periodo de dos años y medio, renovable una sola vez, por lo que si quien ostente el cargo no disgusta a los todopoderosos líderes de los Veintisiete, cumplirá el ciclo normal de la legislatura de la Eurocámara y de la Comisión, que es de cinco años. La Presidencia del Consejo Europeo carecerá, sin embargo, de legitimidad democrática directa o de origen, pues será elegido por los miembros del Consejo Europeo -es decir, por los jefes de Estado o de Gobierno-, que tiene las manos libres y no tiene que dar explicaciones de su elección al Parlamento Europeo. Cuando se debatió la creación de esta figura, un alocado diputado griego -que hoy es flamante primer ministro- propuso que fuera elegido por sufragio universal. En cambio, otro español (Borrell), más sensato, se conformaba con que el nombramiento fuera ratificado por el Parlamento Europeo. Yo también. Pero, finalmente, las cosas son como son.
La elección del presidente de la UE -por seguir con la terminología de los medios- dejará casi sin trabajo al presidente de Gobierno que ejerza la Presidencia rotatoria. Y el primero en sufrir este contratiempo va a ser José Luis Rodríguez Zapatero. Ni presidirá las sesiones del Consejo Europeo ni las cumbres de la UE con EEUU, o con América Latina, o con los países del Mediterráneo... Aunque, por supuesto, en las que sea anfitrión -que para eso paga la factura-, dirá las palabras de bienvenida y probablemente se sitúe en el centro de la foto. Pero el caso es que los presidentes de turno de la UE perderán a partir de ahora una oportunidad para brillar en la escena internacional, siempre y cuando estuvieran capacitados para ello. La pregunta es: ¿va a perder la ocasión de influir en esas reuniones en calidad de gestor semestral? Se vislumbra un marco de cierta tensión entre los defenestrados presidentes de turno y el presidente estable del Consejo Europeo.
Éste será un cargo difícil para quien lo asuma, que podrá caer en la tentación de creerse jefe de Estado y se estrellará contra los 27 gobernantes con mando en plaza. El presidente del Consejo Europeo no asumirá poderes efectivos ni atribuciones concretas, sino tareas o misiones de relativa amplitud: impulso, cohesión y consenso. Interesa recalcar que la Presidencia, si bien forma parte del Consejo Europeo, no tiene derecho de voto en la institución que preside. Carece de iniciativa legislativa y de poder político decisorio, pero, pese a todo, a nadie se le escapa que, con el timón de la Unión, podrá desarrollar una labor de iniciativa política e impulso de la UE.
Su influencia sobre quienes votan en el Consejo Europeo y su papel para conciliar intereses diversos es tan importante que hace irrelevante esa carencia de voto singular. Si ejerce con dinamismo de intérprete de intereses comunes, si sabe transmitir con prudencia y sagacidad la necesidad de alcanzar objetivos comunes, y si acierta a coordinar y conciliar los intereses nacionales ayudando a la formación diligente de consensos o amplias mayorías -es decir, si logra que el Consejo Europeo sea ágil y eficaz-, poco importará si puede o no votar. Pesará muchísimo más su influencia que su voto, su responsabilidad que su poder.
Es una figura ambigua, su rol es difícil de definir sobre modelos propios de los sistemas políticos nacionales. No tendrá poderes concretos pero asumirá responsabilidades difusas de extraordinaria importancia para el éxito de las numerosas atribuciones políticas y ejecutivas que asume el renovado Consejo Europeo.
¿Qué se pide de la Presidencia? Que sea una buena organizadora, una suerte de bróker, y que tenga capacidad de impulso. Que sea visible su pleno compromiso con la integración, y que forme parte de sus núcleos duros; es decir, a priori, que pertenezca a un Estado de la Eurozona, que aplique la Carta de los Derechos Fundamentales, que esté en las políticas del espacio de libertad, seguridad y justicia, y en la política exterior y de seguridad común.
A nadie se le oculta que tendrá que tener en cuenta también los intereses estatales y que, inevitablemente, será sensible a los de los tres grandes (Alemania, Francia y Reino Unido), pero, al mismo tiempo, cierto equilibrio e imparcialidad será vital para que adquiera autoridad sobre todos los estados.
La nacionalidad importa y no debería ser de un gran Estado. Y será vital que, por su personalidad, haga inútiles las especulaciones sobre los riesgos y fricciones con las otras dos figuras más relevantes: el Alto Representante y el Presidente de la Comisión.
Se están haciendo muchas cábalas sobre quién resultará finalmente elegido. Parece casi descartado el ex primer ministro británico, Tony Blair, para tranquilidad de los europeístas, ya que su perfil era justamente el opuesto al que se espera de esta figura. Como los nombres se barajan al mismo tiempo para este cargo y para el próximo Alto Representante, hay que tener muy en cuenta la diversidad ideológica y geográfica. Nada se dice sobre el género en el Tratado de Lisboa, aunque nuestros machistas políticos europeos sólo parecen estar barajando nombres masculinos. Se habrá observado que yo sólo aludo al sustantivo del cargo sin preferencia de sexo.
Si los socialistas europeos, como parece, se piden para ellos el cargo del Alto Representante (que sí debería ser de uno de los países grandes por su cometido exclusivamente exterior), el luxemburgués Jean-Claude Juncker, del Partido Popular europeo, se ajusta íntegramente al perfil, tanto por su sobrada capacidad como porque representa la continuidad al provenir de un Estado fundador. Sin embargo, como ya han dejado claro, no gusta a algunos presidentes, europeístas de boquilla, acomplejados por su brillantez, inteligencia y honradez -por no hablar de que su coherente europeísmo enerva a los británicos-. Este político cabal, que preside el Eurogrupo (los Estados del euro) y el Gobierno de su pequeño país, es la cabeza mejor amueblada para la política europea.
Benita Ferrero-Waldner, comisaria europea y antigua ministra de Asuntos Exteriores de Austria, sería otra excelente candidata y garantizaría conocimiento de las tareas, equilibrio entre lo interno y lo externo y la cohabitación con los dos otros cargos en liza -ha sido leal a Barroso y ha soportado al ególatra de Solana, ¿se puede pedir más?-.
La irlandesa Mary Robinson, ex jefe de Estado, reúne también las dotes precisas aunque es socialista. Cualquiera de estos nombres, como los del holandés Balkenende o el belga Verhofstadt -sólo pasables candidatos populares que asumirían con capacidad el cargo aunque no me provocan la misma confianza-, evitarán los celos y fricciones entre instituciones y buscarán el deseable buen entendimiento con Barroso, presidente de la Comisión.
Es sensato y plausible la buena química entre las tres figuras, en especial con el presidente de la Comisión, el tándem bimotor de la UE. La bicefalia es un riesgo peligroso que no se puede asumir. La concertación entre ambos permitiría una decisión ejecutiva rápida tal como se espera de un actor global. Una conjunción equilibrada de las dos presidencias nos conducirá a una nueva dinámica institucional, a una nueva forma de gobierno europeo basada en el tándem de los dos ejecutivos de la UE: el intergubernamental y el comunitario.