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EN DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN; por Fernando Álvarez de Miranda y Torres, Presidente del Congreso de los Diputados en la Legislatura Constituyente (1977-1979) y Antonio Fontán, Presidente del Senado en la misma legislatura

23/12/2005
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Ayer, día 26 de diciembre, se publicó en el Diario ABC un artículo de Fernando Álvarez de Miranda y Antonio Fontán, en el que los autores opinan que la aprobación del nuevo estatuto de Autonomía para Cataluña implicaría una subrepticia reforma de la Constitución. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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EN DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN

El anuncio o la promesa de que se iniciaba un nuevo período histórico en España, lo que luego se llamaría la Transición, fue el principal mensaje de Don Juan Carlos el 22 de noviembre de 1975, al asumir la Jefatura del Estado a título de Rey, conforme a la legalidad vigente. Dijo que la Corona estaría al servicio de la Nación y él se comprometía a ser el Rey de todos los españoles.

Esas palabras se habían dicho cien años antes por el principal artífice de la restauración del bisabuelo del actual Rey. Después fueron repetidas por Alfonso XIII, al abdicar en favor de Don Juan en un acto casi familiar, celebrado en el hotel romano donde fallecería mes y medio más tarde. Don Juan las reiteró en diversas ocasiones, manifestando que la Corona debía servir a todos los españoles, sin distinción de ideologías, partidos o proyectos políticos.

Los primeros tiempos de Don Juan Carlos a la cabeza del Estado no serían fáciles. La Monarquía y sus gobiernos tenían que acreditar ante los políticos antiguos y nuevos, ante la ciudadanía y ante el mundo esos propósitos. Tras los cinco años de la República, los tres de la Guerra Civil y los casi cuarenta del régimen de Franco, era preciso abrir las fronteras exteriores e interiores del sistema, que volvieran los exiliados -que entonces ya no eran muchos-, que no hubiera presos políticos ni personas encausadas por esa clase de motivos. Así como que se formaran, o reconstruyeran, las agrupaciones o partidos indispensables para las elecciones y para los futuros gobiernos, y que se restablecieran plenamente las libertades personales y públicas, muy especial y casi urgentemente las de expresión y asociación.

Entre diciembre del 75 y abril del 77, todas esas condiciones estaban cumplidas. Podían celebrarse unas elecciones en las que partidos y agrupaciones presentaran candidaturas y todos los ciudadanos acudieran a votar. Ese fue el resultado del primer “consenso”, el “consenso procedimental” o primer momento de la Transición. No hubo ruido de sables ni algaradas. Aquel 15 de junio sólo se oyó el lento y silencioso rumor de la caída de las papeletas en las urnas, a las que los españoles acudieron en mayor número de lo que muchos habían previsto.

Las dos fuerzas políticas que mejores resultados obtuvieron, en unas votaciones de escrutinio impecable, fueron la UCD, que agrupaba a liberales, democristianos, socialdemócratas y reformistas, que habían tenido responsabilidades en los últimos años del régimen anterior, y el renovado PSOE, que había recuperado las siglas y una mayoría de los socialistas republicanos de los años treinta.

Ambos partidos, con la aceptación de los demás parlamentarios -y apenas excepciones- acordaron que las Cortes fueran Constituyentes y elaboraran la nueva Carta Magna que la realidad de España y el futuro de la Nación, que, de hecho y de derecho había aprobado la forma monárquica de Estado, requerían para la democratización de las estructuras políticas. Ese fue el punto de partida del segundo consenso de la Transición, el “consenso constitucional”.

A los dieciséis meses de su entrada en funciones las dos Cámaras de esa Legislatura Constituyente ofrecían a los españoles para su refrendo o rechazo el texto de la tan aplaudida Carta Magna, o Constitución de la Monarquía parlamentaria que promulgaría el Rey el 27 de diciembre de 1978.

La Transición estaba terminada. El Estado español entraba en la que se suele llamar velocidad de crucero. Respetando y aplaudiendo esa Constitución han gobernado la Nación la UCD, cuatro años, el PSOE trece, el PP ocho, y ahora de nuevo, desde marzo de 2004, los socialistas con el apoyo parlamentario de los republicanos catalanes y los sucesores de los comunistas.

En el referéndum del 78 votaron a favor de esa Constitución derechas e izquierdas, liberales y socialistas, nacionalistas catalanes y también no pocos vascos, y otros partidos regionalistas, monárquicos y republicanos. Con esa Constitución, tal como es, se ha gobernado España durante veintisiete años, sin más contratiempo serio que el “terrorismo”, contra el que están de acuerdo todos los partidos democráticos y la totalidad moral de la ciudadanía.

Los más importantes -o trascendentes- preceptos de la Constitución del 78 se hallan en el llamado Título Preliminar, que contiene el núcleo de lo que los juristas suelen llamar parte “dogmática” del texto legal.

El primero de esos grandes principios es la unidad de la Nación española, que se constituye en Estado social y democrático de Derecho bajo la forma política de la Monarquía parlamentaria. La soberanía, se añade, reside en el pueblo español, que reconoce y garantiza la autonomía de nacionalidades y regiones que integran la Nación y algo tan esencial como la solidaridad entre todas ellas. Estos dos mandatos constitucionales obligan a los gobiernos y administraciones del Estado y de los regímenes autonómicos.

Los gobiernos y las Cortes Generales, así como los otros órganos ejecutivos y las asambleas o parlamentos de las comunidades autónomas, están comprometidos a guardar y hacer observar estos y los demás preceptos constitucionales salvo que sean cambiados o reformados por los cauces previstos en el capítulo final de la ley de leyes del 78.

La letra del nuevo Estatuto que la Generalitat de Cataluña ha presentado ante las Cortes Generales entra en contradicción con no pocos preceptos del 78, de modo que, si se aprobara por una ley orgánica con la necesaria mayoría absoluta de los diputados, implicaría una clara o subrepticia reforma de la Constitución de más que dudosa legalidad, para la que no estaría habilitado el Parlamento nacional.

Las constituciones no tienen que ser eternas ni de muy larga duración. En las democracias se enmiendan, se reforman e incluso se cambian; pero por los procedimientos legalmente establecidos.

Los dos principios capitales de ese título preliminar de la Constitución del 78, con que el texto del Parlamento catalán entraría en contradicción, según no pocos expertos y políticos y buena parte de la opinión pública, son la unidad de la Nación española, que no es divisible en partes, y la solidaridad entre las nacionalidades y regiones que la integran. Es decir, la naturaleza del Estado y la igualdad de los ciudadanos, sea cualquiera su lugar de residencia o de origen.

Sabiamente los constituyentes del 78 establecieron una salvaguardia especial para ese título preliminar y los artículos que le siguen hasta el 65 inclusive. Una reforma de esos preceptos constitucionales requiere una mayoría de dos tercios del Parlamento, su disolución y la ratificación del proyecto de reforma por las Cámaras que resultaran elegidas en una nueva convocatoria electoral.

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