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LA ONU Y SUS REFORMAS; por José María Beneyto, Catedrático de Derecho Internacional Público y Derecho Comunitario Europeo de la Universidad San Pablo–CEU

20/09/2005
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El día 19 de septiembre se publicó en el Diario ABC, un artículo de José María Beneyto, en el cual el autor analiza el proceso de reformas comenzado en la ONU.

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LA ONU Y SUS REFORMAS

¿ES la ONU reformable? ¿Cuál debe ser la función de esta organización en el siglo XXI, ante los nuevos desafíos de una globalización económica acelerada que crea mayores oportunidades para todos, pero también en ocasiones mayores desequilibrios, y ante las crecientes amenazas a la seguridad del terrorismo? ¿Cómo conjugar la aspiración a la universalidad, la defensa de los derechos humanos basados en la igual dignidad de toda persona, con el pluralismo cultural, la emergencia de las nuevas potencias y la creciente presencia en el escenario mundial de la diversidad cultural y religiosa? ¿Cómo conseguir integrar los intereses de la única superpotencia en el marco de una acción conjunta y eficaz?

Entre el 14 y el 16 de septiembre se han reunido en Nueva York, en el famoso Palacio de Cristal sede de Naciones Unidas, un centenar de jefes de Estado y más de setenta primeros ministros, para celebrar la que bien pueda llamarse la mayor cumbre de la historia, con la que se ha querido conmemorar el 60 aniversario de la única Organización Internacional de alcance global. El objetivo principal cuando se concibió la cumbre era poder sellar de modo solemne el ambicioso proyecto de reforma que se fijó el actual secretario general de la ONU, Kofi Annan, al comienzo de su mandato. Se trata de adaptar una organización surgida del fin de la Segunda Guerra Mundial a un escenario estratégico radicalmente distinto, que no se halla presidido por la polarización de la Guerra Fría ni el enfrentamiento Norte-Sur, sino por el terrorismo y la criminalidad internacional, el peligro real de la proliferación de armas de destrucción masiva (nucleares, químicas, biológicas), las amenazas globales a la salud y al medio ambiente, las abruptas desigualdades económicas con el aumento de la pobreza y el hambre, y la peligrosa puesta en cuestión de las instituciones básicas de determinados Estados.

La culminación de las reformas iniciadas en 1992 debía llevar a una nueva estructura para el Consejo de Seguridad, en un intento de responder a las exigencias de una mayor representatividad geográfica y demográfica de este órgano. A la vez, el secretario general pretendía con su propuesta de refundación de la ONU no sólo consolidar el vínculo entre los tres pilares actualizados de la acción de Naciones Unidas -paz y seguridad; derechos humanos y democracia; desarrollo económico y social-, sino también dar acogida formal en el marco de la Organización a algunos de los más novedosos desarrollos en el campo del derecho internacional. Junto a ello, Annan perseguía reforzar los poderes del secretario general y facilitar los procesos de toma de decisión de una organización que en no pocas ocasiones recuerda las escenas más surrealistas de “El Castillo” de Kafka. Una reforma que sentara las bases de una entidad más eficaz y menos burocrática, con mayores recursos para convertirla en el eje de la gobernanza global y responder así al fuego cruzado de las críticas a las que se ve sometida la ONU desde los años ochenta. “Una libertad más amplia”, ese es el lema que Annan, en un intento por favorecer el consenso, ha proclamado para la reforma.

La distancia entre las buenas intenciones y la dura realidad ha sido siempre una marca de la casa, y en esta ocasión con mayor razón. Ciertamente, el contexto de los últimos años no ha sido propicio; a la negligencia mostrada para sofocar los genocidios de los Balcanes o de los Grandes Lagos y a la impotencia exhibida con motivo de la guerra de Irak, se une ahora el grave escándalo de corrupción en el programa Petróleo por alimentos, que ha salpicado al propio secretario general. Tras extensas y agotadoras discusiones hasta el último minuto, la cumbre partía con el texto pactado de una declaración final de 35 páginas que contenía apenas un consenso de mínimos. Las minuciosas enmiendas aportadas a finales de agosto por el recién llegado embajador norteamericano, John Bolton, se vieron acompañadas por un número no menor de propuestas alternativas realizadas en los últimos días por un grupo de países árabes encabezados por Pakistán, Irán, Egipto y Siria, acompañados por dos extravagantes socios, Cuba y Venezuela. Sin embargo, y a pesar de los reducidos logros respecto a las ambiciones iniciales, el texto final no carece de sustancia.

Como era de esperar, no existe acuerdo sobre la reforma del Consejo de Seguridad, ante la negativa de los cinco grandes a modificar el derecho de veto y el rechazo de los países africanos a la propuesta del Grupo de los Cuatro (Alemania, Japón, India y Brasil) de ampliar a diez el número de los miembros permanentes. La reforma del Consejo de Seguridad queda por tanto aparcada por falta de consenso. El documento final exhorta a que se continúe el proceso, sin establecer plazo par ello.

Tampoco ha sido posible un acuerdo sobre una definición precisa del terrorismo, aunque de ella depende la elaboración de un Convenio internacional para luchar contra este principal desafío a la seguridad. España, quizá el país más interesado en que se logre el acuerdo, acepta, en principio, que hay terrorismo cuando se pretende “convertir deliberadamente en objetivos a civiles”, pero rechaza obviamente la excepción, que plantean los palestinos y algunas antiguas colonias, relativa a “los que luchen por su independencia o por el derecho a la autodeterminación”.

Otra de las cuestiones centrales, la ratificación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio pactados en 2000, que supone redoblar los esfuerzos para reducir a la mitad en 2015 los más de mil millones de personas que viven con menos de un euro al día, de las que no tienen acceso a agua potable y de los niños no escolarizados, ha salido debilitada en comparación con los acuerdos de Monterrey de 2002. Se ha aceptado finalmente la mención de estos objetivos, pero sin compromisos concretos, y existe una razonable resistencia en algunos países a comprometerse a un 0,7 por ciento del PIB en su ayuda exterior para el final de ese período si la ayuda al desarrollo no corre pareja con la lucha contra la corrupción y el fortalecimiento de las instituciones internas que haga posible que los fondos se destinen a sus objetivos últimos de forma eficaz.

El gran logro de la cumbre ha sido establecer el principio de responsabilidad internacional para asegurar la protección de los ciudadanos de cualquier país contra genocidios, crímenes de guerra o limpiezas étnicas con los medios apropiados y necesarios, allí donde las autoridades nacionales no garanticen esta protección e incluyendo -a pesar de las fuertes resistencias de algunos países del Tercer Mundo, en particular, la India- el uso de la fuerza. No se ha recogido ninguna mención a la acción preventiva frente a amenazas inmediatas o graves, ni en materia de desarme y no proliferación, con lo que uno de los mayores fracasos de la cumbre es posiblemente la falta de bases comunes para hacer frente a los desafíos de Corea del Norte e Irán. Lo que sí parece medianamente garantizado es la creación de una comisión para la Consolidación de la Paz, que supervise las numerosas operaciones de reconstrucción civil actualmente en curso, y la sustitución de la actual comisión de Derechos Humanos, que Cuba o Libia han sabido manejar tan a su gusto, por un consejo de Derechos Humanos con más capacidad de acción.

Con la cumbre, y a pesar de sus obvias carencias, Naciones Unidas ha iniciado el proceso de su adaptación a un vertiginoso escenario internacional. Más allá del cinismo de las declaraciones o de sus propias deficiencias de actuación, la ONU sigue siendo el foro principal de la comunidad internacional. No deja de ser significativo que los que han expresado una mayor satisfacción con los exiguos resultados alcanzados hayan sido Kofi Annan y, de forma quizás inesperada, pero no por ello menos relevante, el propio George Bush, quien asumió un apasionado discurso a favor de la lucha contra la pobreza, la apertura recíproca de las barreras agrícolas y comerciales y la lucha contra el terrorismo no sólo con las armas sino con las ideas, mientras que Hugo Chávez descalificaba con su acostumbrada vehemencia a la Organización y acusaba a los Estados Unidos de “terrorismo de Estado”. Qué duda cabe que John Bolton y Kofi Annan tienen por delante un largo camino que recorrer, pero también que del éxito final del proceso de reformas comenzado depende la relevancia futura de la ONU.

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