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NUEVE ESCORPIONES EN UNA BOTELLA; por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense de Madrid, Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Director de la Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de Iustel

14/07/2005
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Ayer, día 14 de junio, se publicó en el Diario El Mundo un artículo de Rafael Navarro-Valls, en el cual, el autor analiza la figura del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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NUEVE ESCORPIONES EN UNA BOTELLA

Hay noticias escondidas en las páginas de Internacional cuyo impacto levanta olas muy distintas que vienen a morir a playas muy distantes. Esto ocurre con la vacante producida en el Tribunal Supremo de Estados Unidos por la dimisión de la juez Sandra Day O'Connor. Pocas designaciones repercuten en todo el mundo con la intensidad que lo hace un nombramiento para el Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos. Las opiniones de los jueces elegidos afectan el curso de toda la sociedad y la vida de millones de ciudadanos, incluidas las generaciones venideras de americanos.

Basten algunos ejemplos. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos ordenó a Nixon entregar las cintas grabadas en el Despacho Oval, precipitó su dimisión por el escándalo Watergate, con resultados incalculables en la geopolítica mundial. De hecho, la subida al poder de Ford cambió profundamente el impacto del coloso norteamericano en Vietnam, China, Europa, Israel, etcétera. La decisión del Supremo de detener el recuento de los votos decisivos de Florida catapultó a la Presidencia a George W. Bush produciendo un verdadera revolución en las relaciones internacionales. La Guerra de Irak condujo a una crisis en las relaciones EEUU-Europa que aún perdura; España irrumpió en la escena internacional de un modo absolutamente inédito, impulsada por el maridaje Bush-Aznar; la política ecológica de medio mundo cambió. Incluso las políticas antiterroristas sufrieron un impacto que revolucionó su propia concepción. Cuando en 1973 el Tribunal Supremo amplió el aborto con su sentencia Roe vs. Wade, no sólo desató una avalancha de abortos en Estados Unidos (unos 50 millones hasta los datos de 2003, es decir, casi dos millones de abortos anuales), sino que produjo un efecto dominó en decenas de legislaciones extranjeras. En fin, en el tiempo que emplea el presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos el Día de la Proclamación en tomar juramento al nuevo presidente, se produce una transferencia de poderes que no tiene igual en la Historia.

El carácter vitalicio de los nueve magistrados del Tribunal Supremo explica el dicho que reza que “el pueblo puede cambiar el Congreso, pero sólo Dios puede cambiar la Suprema Corte”. Y explica que cuando, excepcionalmente, se produce una dimisión como es el caso de Sandra D. O'Connor (y, previsiblemente, pronto la de Rehnquist, el actual presidente del Supremo) se desate una auténtica batalla en los medios políticos de Washington ante la atenta mirada de las cancillerías de medio mundo. No obstante, esas batallas no siempre hacen honor a la orientación que tomará el candidato designado por el presidente. Es difícil prever qué postura tomarán sobre problemas concretos una vez nombrados. Antes de su nombramiento por Roosevelt en 1936, el juez Frankfurter tuvo la oposición de los sectores conservadores por sus posiciones abiertamente liberales (en el sentido norteamericano del término) y su simpatía por el New Deal. Sin embargo, cuando se incorporó al Tribunal Supremo, se convirtió en el jefe del sector conservador. Al contrario, Black, también nombrado por Roosevelt, y con fama de estar encuadrado en la derecha (durante un tiempo había pertenecido al Ku Klux Klan), se puso a la cabeza del grupo de los liberales. Por último -y los ejemplos podrían multiplicarse-, el conservador Eisenhower siempre se quejó amargamente de haber nombrado a Earl Warren como Presidente del Supremo en 1953. Su personalidad dominó el Tribunal hasta 1970. Y pese a su pasado conservador, bajo su Presidencia se ampliaron los límites de las libertades de prensa, expresión, y religiosa, y la protección de los derechos y libertades públicas pasó a ser el centro de la actividad judicial.

Los magistrados que integran el TS suelen presentarse como “nueve escorpiones encerrados en una botella”. Esta imagen era cierta cuando las decisiones verdaderamente se discutían en torno a una mesa. Hoy ese sentido colegial ha perdido fuelle. Ahora cada magistrado decide y escribe sus opiniones aisladamente, con la colaboración de los tres o cuatro asistentes (graduados en Derecho que normalmente han trabajado antes para un juez federal o un tribunal inferior) a los que tiene derecho. Esto hace que la intensidad de la controversia en el seno del Tribunal descienda en virulencia. No obstante, las divisiones en la actual composición son evidentes, produciendo sordos enfrentamientos. Todavía los escorpiones tienen aguijón. Sin embargo, no suelen utilizarlo contra la prensa que les critica. Recientemente, un agudo trabajo compara la dureza de la crítica al Tribunal por los medios y la doctrina con la falta de reacción de los jueces criticados, que procuran estar apartados “de la maraña de la política”. Como se apunta, el que rara vez repliquen a la prensa -ni recurran a mecanismos de defensa corporativa, administrativa o judicial- es la consecuencia de que ven la crítica a sus decisiones como un elemento más de la democracia.

No se olvide que la composición del actual Tribunal Supremo es el precipitado de nombramientos efectuados desde hace 33 años. Durante este periodo, los republicanos han ganado cinco elecciones presidenciales frente a tres de los demócratas. Así, cuatro presidentes republicanos han confirmado a 10 magistrados, incluyendo dos presidentes, mientras que el demócrata Clinton sólo ha elegido dos magistrados. Seis de los actuales nueve magistrados fueron designados por Reagan y Bush padre. De este modo, la mayoría conservadora (Rehn-quist, Thomas, O'Connor, Scalia y Kennedy) parece llevar la batuta en las decisiones. Digo parece, porque no siempre las decisiones de este quinteto son tan conservadoras como podría suponerse. El revuelo producido por la dimisión de O'Connor -que, cuando fue nombrada en 1981, pasó a la Historia “como la primera hermana de los nueve hermanos”-proviene de dos causas. La primera, que su actuación después de ser confirmada no respondió en todo a las esperanzas puestas en ella por los republicanos. Sus posiciones liberales en materia de discriminación sexual y derechos individuales motivan que los republicanos quieran un nuevo juez “sin contaminaciones”. La segunda, que en todo caso Bush desea que se mantenga la mayoría (aparente o real) que le llevó a la Presidencia. No quiere sorpresas, como las que ha deparado el solitario y enigmático juez Souter, que, nombrado por Bush padre, a la postre ha resultado un centrista demasiado respetuoso del precedente judicial.

Pero la sustitución de la plaza vacante habrá de hacerla George W. Bush con habilidad si no quiere reproducir la furiosa batalla desencadenada en 1987 a raíz del nombramiento del sustituto del juez Powell. En esa ocasión, Reagan intentó nombrar a Robert Bork, un implacable crítico de la línea seguida por el Tribunal Warren. La lucha del presidente con el Senado fue memorable. Al final perdió Reagan, que hubo de nombrar a un centrista como Anthony Kennedy. Por eso Bush se muestra inicialmente conciliador, aunque los contendientes del segundo escalón toman posiciones. Progress for America, un grupo conservador que desembolsó millones de dólares en mensajes publicitarios durante las elecciones de 2004, adelantó que destinará 18 millones de dólares para respaldar al candidato del presidente George W. Bush al Tribunal Supremo. Frente a él, la organización izquierdista People for the Armerican Way (Ciudadanos por el estilo de vida estadounidense), tiene preparada “una sala de guerra” con 40 computadoras y 75 líneas de teléfono para bombardear al candidato de Bush.

La verdad es que, como dice Henri Pierre, “nueve togas negras desde su templo de mármol de Vermont” (la majestuosa sede del Supremo) son un recordatorio constante para los presidentes de que su primer deber es respetar la Constitución. El problema es que las interpretaciones posibles de ese cuerpo legal (como el de todos) son varias.

Los jueces son humanos, sus sentencias beben de estados de opinión que subyacen en las corrientes políticas y económicas de cada época. Cada presidente quiere que el Supremo coincida con su visión de las necesidades del país. De ahí las batallas que preceden a los nombramientos.

Ciertamente no hay verdadera libertad sin un Poder Judicial independiente del Legislativo y del Ejecutivo. Hamilton decía que la judicatura era la “menos poderosa de las tres ramas del poder estatal”, ya que “el poder judicial no tiene ni la potencia de la espada ni la del dinero”. Se equivocaba. La Historia del Supremo demuestra que nunca un ente tan pequeño ha desempeñado tanto poder.

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