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OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y DESOBEDIENCIA CIVIL; Andrés Ollero Tassara, Catedrático de Filosofía del Derecho

25/05/2005
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El día 23 de mayo, se publicó en el Diario ABC un artículo de Andrés Ollero Tassara, en el cual, el autor analiza si cabe oponer a la obediencia a una ley emanada de los poderes legítimos algún imperativo de conciencia. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y DESOBEDIENCIA CIVIL

La teoría del derecho parece haberse puesto de moda. De repente el debate de viejos colegas políticos gira en torno al programa de mi asignatura. Toda una buena noticia; claro que nunca faltan aspectos que invitan a la cautela. Por lo visto, para más de uno la objeción de conciencia es una práctica antidemocrática y la desobediencia civil un invento de Torquemada. Preguntado sobre si cabe oponer a la obediencia a una ley emanada de los poderes legítimos algún imperativo de conciencia, el teórico del derecho encontrará oportunidad de oro para remitirse a una de las lecciones de la asignatura: depende de si se es iusnaturalista o positivista. Y estos políticos que se han abalanzado inmisericordes ante un amago de objeción ¿qué son?

Si son iusnaturalistas pueden tenerlo fácil, porque tanto Aristóteles como el mismísimo Santo Tomás eran bastante mirados a la hora de dispensar de la obediencia a las leyes. Aunque se tratara de una ley injusta, habría que tener en cuenta que la estabilidad del sistema legal es ya un elemento positivo del bien común, que se vería comprometido si condicionamos nuestra obediencia a escrúpulos personales. Sólo estando muy seguros de hallarnos ante una norma corrupta la desobediencia sería disculpable.

El problema es que estos drásticos colegas son sin duda positivistas; se trata de progres de vieja estirpe, que circulan por la izquierda, como los ingleses, y se mueven sin agobios dentro de lo que Benedicto XVI ha descrito como “dictadura del relativismo”. Si al arrojo de optar por la progresía unen la audacia de ser coherentes, el asunto se les complica bastante. Los alumnos de primero de Derecho saben bien que el positivismo jurídico suscribe una tajante separación entre derecho y moral. Ello supone no sólo que ningún contenido moral tenga por tal motivo derecho a ser jurídico (valga el juego de palabras), sino también que no deriva obligación moral alguna de que la ley diga o deje de decir algo. Resultaría ridículo asumir con embeleso lo primero y negar lo segundo. Me temo que alguno de mis viejos colegas se adentra por tan intrincado jardín.

Nuestro más prestigioso positivista, Felipe González Vicén, dedicó uno de sus más enjundiosos estudios a “La obediencia al derecho”. En él deja bien claro que, a su juicio, no hay razón alguna para sentirse obligado moralmente a obedecer la ley, por el mero hecho de serla; aunque sí pronosticaba no pocos-motivos para sentirse moralmente obligado a desobedecerla. Por si alguien no muy leído —haberlos entre los políticos habíalos y haylos— se escandalizaba, no dejó de aclarar el alcance de su afirmación: “La limitación de la obediencia al derecho por la decisión ética individual significa el intento de salvar, siquiera negativamente y de modo esporádico, una mínima parcela de sentido humano en un orden social destinado en sí al mantenimiento y aseguración de relaciones de poder. Este es el sentido que tiene en las modernas constituciones la inviolabilidad de la libertad de conciencia”. No seré tan cruel como para preguntar a cuántos de los que, con voz tenante (el talante puede ser sólo facial), condenan a la hoguera a presuntos objetores les suena Don Felipe. Pocos de ellos soportarían sin embargo el sonrojo de reconocer públicamente que no saben quién es Norberto Bobbio. La verdad es que tampoco les echa una mano. Despreocupado de quienes lo enarbolaban como bandera, dejó bien claro que le sobraban arrestos para declararse positivista por partida doble, pero no estaba dispuesto a serlo en tercera instancia.

Bobbio blasonaba de ser positivista por su teoría de la ciencia, de la que derivaba un determinado “approach” o modo de acercarse al derecho. Se consideraba positivista también por su teoría jurídica, según la cual sólo es derecho el derecho positivo. Rechazó, sin embargo, siempre lo que llamó “positivismo ideológico”; es decir, la para él peregrina idea de que exista obligación moral de obedecer al derecho positivo por el mero hecho de haber sido puesto por el legitimado para ello. No le cabía duda de que por ahí se acababa en el “gulag”; que algún cardenal pudiera plagiarle no le perturbaría demasiado. Nunca negó que en la Iglesia, a la que respetaba, hubiera mucha buena voluntad.

La verdad es que ejercer de positivista e inquisidor al mismo tiempo no resulta muy ejemplar. Por supuesto, para gobernar no es preciso saber de todo; ni siquiera de aquello de lo que se habla. Pero si no se quiere erosionar en la práctica la legitimidad democráticamente adquirida resulta aconsejable no hacer el ridículo pontificando en nombre de la libertad.

Más de uno haría bien en plantearse si no va siendo hora de reflexionar sobre cómo demonios se puede defender la existencia de derechos “humanos”, si derecho es sólo lo que dice el que manda; Kelsen, que sí que era progre. no se atrevió a tanto. Así se ahorrarían pretender separar derecho y moral para, a continuación, enviar al infierno civil a quien se atreva a discrepar moralmente de un mandato legal.

La cosa no ha quedado ahí. Si se pretende ejercer sin cortapisa alguna el poder político, se hace difícil la convivencia con quien, pese a quien pese, sigue disfrutando de una provocativa autoridad moral. De ahí que a la Iglesia se le eche en cara que esté llamando a la desobediencia civil. Otra lección del programa que se pone de moda. Sobre ella ha escrito páginas encomiásticas la flor y nata de la ética y la filosofía política menos conservadora. Baste recordar a John Rawls o a Joseph Raz, que compartirá protagonismo con Habermas en el Congreso Mundial que desde mañana acogerá Granada.

A nadie le extrañó que desde las propias filas socialistas se llamara no hace tanto a la desobediencia civil contra la LOU; es bien sabido que la Alianza de Civilizaciones encuentra razonable límite en la frontera de lo intolerable. Lo que resulta preocupante es que se convierta a Torquemada en padre de tan ética figura. Quien la inventó fue el mismísimo Gandhi; aunque Tertuliano atribuiría la patente a los mártires cristianos, es bien sabido que se pasaba de devoto.

La desobediencia civil viene a sustituir a figuras más drásticas como el tiranicidio o el mero derecho de resistencia. A diferencia de éstas, que recurren a la violencia y tienen como víctima a quien malejerce el poder, propone negarse a cumplir la ley y sufrir la correspondiente sanción; será precisamente la injusticia del resultado la que mueva a la sociedad a rechazar el atropello impuesto. Se trata simplemente de invitar al martirio por lo civil, de modo paradójicamente acorde con el laicismo que hoy se nos propone.

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