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  • EDICIÓN DE 18/11/2003
 
 

SOBRE LA PROLIFERACIÓN LEGISLATIVA; por Aurelio Menéndez Menéndez, catedrático de Derecho Mercantil y Profesor Emérito de la Universidad Autónoma de Madrid

18/11/2003
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El día 17 de noviembre se publicó en el diario ABC un artículo de Aurelio Menéndez Menéndez, en el cual, el autor analiza los nuevos procedimientos de racionalización normativa. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

SOBRE LA PROLIFERACIÓN LEGISLATIVA

Todos los estudiosos del Derecho y una buena parte de los ciudadanos no cesan en sus críticas a una proliferación legislativa que amenaza con perturbar si no destruir la seguridad jurídica como fin primordial del Derecho. La vida colectiva se organiza, en efecto, con un ordenamiento jurídico que permite a cada individuo saber a qué atenerse en su comportamiento personal y social. La justicia y la seguridad jurídica se mueven en planos distintos. El Derecho como sistema de normas regulador de las relaciones con el otro (relaciones de alteridad) puede ser justo o injusto, y no por ello deja de ser Derecho. El hombre, como animal racional, puede elevarse a las más altas cotas de la virtud, o degradarse y caer en los crímenes más abyectos, pero tan hombre es uno como otro. Si vemos en la justicia, no la esencia, sino la instancia de valoración del Derecho, es precisamente porque en ese terreno la misma experiencia y la observación de la realidad no desmienten, por desgracia, la existencia de ordenamientos o normas jurídicas que cumplen su función de seguridad a pesar de ser ordenamientos o normas notoriamente injustas.

Lo que el Derecho garantiza, y si es Derecho lo garantiza siempre, es la seguridad jurídica, un sistema normativo que asegura el ámbito de nuestra libre convivencia y nos defiende frente a la arbitrariedad; es decir, frente a las decisiones sobre nuestra conducta humana sin sujeción a una norma. Pues, bien, esta seguridad se ve amenazada en nuestro tiempo por una proliferación legislativa, cada vez más creciente, en razón de la compleja realidad social en cuya regulación concurren distintos ordenamientos (el autonómico, el estatal y el comunitario) y muy abundantes normas del más variado rango (leyes, decretos, órdenes, circulares, directrices...). Este “cúmulo salvaje de leyes” al decir de unos, esta “legislación motorizada”, al decir de otros, es un grave mal que conduce al desaliento, cuando no a una cierta desesperación. En no pocas ocasiones las normas legales no sirven de cauce para ordenar la concurrencia de intereses en la convivencia colectiva, sino que acaban convirtiéndose en un obstáculo o una compleja red que, en lugar de canalizar, entorpece el normal desarrollo de esa convivencia. Con frecuencia el ciudadano se queda perplejo ante esta oleada de normas y enmudece cuando se entera de que, como proclama el artículo 6.1 del Código civil, “la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimento”, principio que como escribía no hace mucho Eduardo García de Enterría suena “casi como un sarcasmo, pues no hay persona alguna, incluyendo a los juristas más cualificados que pueda pretender hoy conocer una minúscula fracción apenas de esta marea inundatoria e incesante de Leyes y Reglamentos, entre cuyas complejas mallas hemos, no obstante, de vivir”.

Si el Derecho ha de cumplir su función de seguridad y si ese viejo principio sobre la “ignorancia de las leyes” ha de ser respetado, forzoso es pensar en los medios o procedimientos que hemos de ensayar para que cuidando la técnica legislativa y facilitando el conocimiento de aquella avalancha legislativa se pueda lograr un sistema de normas que tenga la estabilidad, la claridad, la coherencia y la publicidad oportunas.

Por todo ello parece necesaria una voluntad renovadora que valore los ensayos que se vienen haciendo en otros países, como sucede por citar algún ejemplo con las “especiales técnicas de codificación sistemática” en los Estados Unidos o con la llamada “segunda codificación” francesa, para asegurar la certeza del Derecho y facilitar el conocimiento de las normas. Así lo reclama la necesidad de determinar el cauce que deben seguir las propias conductas personales y así lo exige la mejor solución de los conflictos jurídicos. Ante la marea legislativa que venimos padeciendo conviene reparar en varios extremos. Por un lado en el deber que recae sobre los poderes públicos de cuidar o atender a todo el proceso de producción de las normas, y a velar por la calidad de las leyes y su adecuada reordenación formal. No sólo porque es el mejor modo de contribuir a la paz social, sino también, me parece, por el alto precio que una sociedad tiene que pagar cuando no cuida su ordenamiento; cuando, en otras palabras, no se hace nada para evitar la multiplicación de conflictos que genera permítase la expresión un “ordenamiento desordenado”.

Algo hemos de hacer, además, para recuperar la calidad de las leyes, ya sea estimulando el desarrollo de la “Ciencia de la legislación”, ya sea estableciendo mecanismos públicos adecuados para tan importante tarea. Ha de reconocerse la necesidad de que los poderes públicos presten la mayor atención a la creación de centros especializados en estos estudios y a la incorporación de la teoría y la técnica de la legislación a los trabajos de las Facultades de Derecho, sin descartar la posibilidad de una cierta profesionalización (los redactores de normas que atiendan a la calidad y la oportuna reordenación racional de las leyes). Por último, debemos examinar y comparar las soluciones adoptadas en nuestro entorno, en el que la recodificación formal parece presentarse como la fórmula más atractiva, que por añadidura, tiene visos de ser la más eficaz.

Interesado en el estudio de estos problemas, el Colegio Libre de Eméritos ha celebrado con la colaboración de nuestras dos prestigiosas Academias de Ciencias Morales y Políticas y de Jurisprudencia y Legislación, un seminario público titulado “La proliferación legislativa: un desafío para el Estado de Derecho”. Todo ello con el claro propósito de compartir esta preocupación con cuantos sienten la necesidad de examinar cuidadosamente la materia y unirse a las voces de alarma sobre tamaña cuestión. En todo caso, no me parece dudoso que la necesidad de velar por la mejora de nuestro ordenamiento es una cuestión jurídica y social de primera magnitud. La “descodificación” desordenada y anárquica, los ataques a la coherencia y armonía del ordenamiento, la invasión y la degradación de las normas de distinto rango, la generalización de las llamadas “leyes ómnibus”, la pluralidad de iniciativas con el proceso formativo de las leyes... son todas razones muy poderosas para llamar la atención, desde el ámbito académico e intelectual, sobre la necesidad de que los poderes públicos asuman esta tarea como una tarea urgente y de interés nacional. Esta en juego el fin primario de la certeza jurídica, la necesidad de superar como antes insinuaba los males de un “ordena, miento desordenado” en favor de nuevos procedimientos de racionalización normativa. Y aún me atrevería a insistir en que esta tarea se va a presentar cada vez más como un deber del Estado, porque tampoco me parece dudoso, que es al Poder Público, como guardián del ordenamiento, a quien corresponde velar por una aplicación sencilla y cuidadosa de la normativa vigente.

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