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  • EDICIÓN DE 06/11/2003
 
 

TENGAMOS LA BODA EN PAZ; por Rafael Navarro Valls, catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Complutense de Madrid, secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Consejero de Iustel

06/11/2003
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El día 5 de noviembre, se publicó en el diario El Mundo un artículo de Rafael Navarro Valls, en el cual, el autor analiza el problema jurídico-canónico que surge al existir simultáneamente en España dos clases de matrimonio, el civil y el celebrado de forma religiosa católica, así como los efectos que tienen cada uno de estos matrimonios. Transcribimos íntegramente dicho artículo por su interés y actualidad.

TENGAMOS LA BODA EN PAZ

Un colega noruego, alta personalidad de la política y la vida cultural escandinava, me felicita como español por el compromiso nupcial del príncipe Felipe y de Letizia Ortiz. Al tiempo, manifiesta cierta perplejidad por el hecho de que el próximo enlace sea por el rito católico, estando la futura Reina divorciada de un previo matrimonio civil. Aprovecho la hospitalidad de EL MUNDO para intentar aclarar a sus lectores y a mi colega una cuestión jurídico-canónica de cierta entidad.

Si me lo permiten, para entender el planteamiento jurídico que la Iglesia católica hace del matrimonio civil contraído por la futura Reina de España, y que fue disuelto legalmente, deberé remontarme varios siglos en la Historia.

La aparición del matrimonio civil en Europa (ley de 1580 en los Países Bajos) es fruto de un fenómeno más religioso que civil: la ruptura protestante. Hasta entonces, la única forma de matrimonio existente en Europa era la religiosa: católica, judía o islámica. La tesis básica de los protestantes (Lutero, Calvino etc.) partía de la negación de la índole sacramental del matrimonio. De ahí concluyeron su carácter externo de “cuestión profana”, de “negocio puramente civil”, cuya regulación jurídica correspondía al Estado. Naturalmente, en las esferas geográficas inspiradas por los protestantes, el poder civil se apresuró a llenar este vacío legal, creando la forma civil del matrimonio. A este inicial iniciativa se sumaría, posteriormente, el ambiente doctrinal de la Ilustración, cuyo desenlace sería la Revolución Francesa. Para sus protagonistas, la Iglesia carecía de competencia jurídica sobre el matrimonio y la única forma válida para celebrarlo sería la civil (art. 7 de la Constitución francesa de 1791). El resto de Europa creó una fórmula de compromiso: la existencia simultánea de dos clases de matrimonio, el civil y el canónico. El primero lo celebrarían los no católicos, el segundo los que profesaran la religión católica.

Prescindiendo de multitud de matices que haría farragosa esta explicación, diré que, en España, triunfó este sistema dualista, salvo alguna breve etapa de su historia (leyes de 1870 y 1932 de matrimonio civil obligatorio). De modo que -siempre prescindiendo de matices- cada matrimonio sería regulado por la correspondiente potestad: la Iglesia, en el caso del matrimonio canónico; el Estado, en el supuesto del matrimonio civil. Por otra parte, la suma de la tradición civil española y de la existencia de acuerdos internacionales entre la Iglesia y el Estado haría que el matrimonio canónico -ahora también el judío, el protestante y el islámico- tuviera efectos civiles. Es decir, que si el matrimonio se celebra en forma religiosa, no es necesario celebrarlo, además, en forma civil, sino sólo registrarlo para la obtención de esos efectos civiles estatales.

Y así como el Estado establece, en un contexto jurídico divorcista, unas normas propias para la unión civil, que contradicen las normas canónicas (por ejemplo, desde el lado estatal, un sacerdote podría contraer matrimonio civil, aunque lo tenga prohibido por la Iglesia), también la Iglesia establece sus propias normas. Por ejemplo, de modo principal: el pedir y recibir públicamente un libérrimo consentimiento de los contrayentes como mutuo don personal para toda la vida, fiel y abierto a la vida. Así también por esto, para el Derecho canónico los católicos que no se han apartado de la Iglesia por acto formal, han de celebrar el matrimonio en forma religiosa católica, si quieren estar casados religiosamente. Si celebran solamente matrimonio civil, su unión no se considera canónicamente válida.

Lo cual no quiere decir que no se considere respetable, si no que no produce efectos religiosos, como si fuera una unión de hecho. En este contexto, Iglesia y Estado tienden a que se eviten los conflictos jurídicos, aunque no pueden -por coherencia- adaptar sus normas en su totalidad a las leyes ajenas.

Letizia Ortiz, por las razones que fuera, contrajo hace años matrimonio sólo civil. Ante el Estado este matrimonio era jurídicamente válido (eficaz), pero no ante la Iglesia, por las razones explicadas. Al contradecir sus normas, la Iglesia no lo acepta como válido, es decir, productor de efectos jurídicos. Esto no puede extrañar si tenemos en cuenta que cada ordenamiento (ya sea estatal, ya sea religioso) dispone la eficacia de los actos jurídicos siempre que, en su realización, se observen sus normas. Y al igual que, por ejemplo, ningún derecho civil occidental concede efectos plenos al matrimonio polígamo de un ciudadano musulmán (aunque su religión se lo permita), o el derecho civil español tampoco entiende válido (salvo dispensa particular) el matrimonio contraído por un menor de 18 años (aunque existan Derechos religiosos que establezcan edades menores, como el canónico), tampoco el Derecho de la Iglesia católica reconoce, generalmente, el matrimonio de un católico cuando lo contrae civilmente; es decir, contraviniendo la norma jurídica que le obliga, jurídicamente y en conciencia, a celebrarlo por la Iglesia, como testigo de su consciente, libre y fiel alianza matrimonial.

Antes he dicho que, en España, el Estado y la Iglesia procuran evitar choques jurídicos, por su diversa conceptuación del matrimonio. Y hemos visto que, al ser el matrimonio civil de Letizia Ortiz inválido (inexistente) ante la Iglesia, nada le impediría celebrar matrimonio canónico con una tercera persona, incluso aunque aquel no se hubiera disuelto civilmente. Pero, en este último caso, nos encontraríamos con una situación que los juristas llamamos “bigamia permitida”: es decir, habría dos matrimonios válidos en el campo social y jurídico: uno ante la Iglesia y otro ante el Estado. Para evitar semejante anomalía, la Iglesia, en estos supuestos, impide la celebración de un segundo matrimonio hasta que el primero no esté disuelto. Es un expediente puramente formal para lograr la igualdad de situaciones jurídicas en Derecho civil y en Derecho canónico. De este modo, el divorcio de Letizia Ortiz de su primer matrimonio no sería tal divorcio desde el punto de vista del Derecho canónico. Más bien sería un instrumento legal para permitir que Letizia pueda acceder, en el futuro, a un matrimonio ante la Iglesia. Así que, en síntesis, y siempre desde el punto de vista jurídico, el inicial matrimonio no sería tal para la Iglesia católica y el subsiguiente divorcio tampoco tendría canónicamente la carga jurídica que le otorga el Estado.

Ya sé que todas estas consideraciones a más de uno pueden sonarle a chino.

Pero no por eso dejan de ser jurídicamente ciertas. A los agnósticos me figuro que la situación jurídico-matrimonial de Doña Letizia, no les preocupará demasiado. A los católicos -siempre desde el punto de vista jurídico y teniendo en cuenta lo dicho- tampoco. Confiando en unos novios tan especiales, y tan sinceramente enamorados, y en su honrada coherencia, deseemos para ellos y para la sociedad española lo mejor y lo más alto.

Tengamos, pues, la fiesta -es decir, la boda- en paz.

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