TRIBUNAL SUPREMO
Sala de lo Contencioso-Administrativo
Sección: SEXTA
Sentencia de 3 de marzo de 2003
RECURSO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO
Recurso Núm.: 496/2001
Ponente:Excmo. Sr. D. Ramón Trillo Torres
Excmos. Sres.:
Magistrados:
D. Jesús Ernesto Peces Morate
D. José Manuel Sieira Míguez
D. Enrique Lecumberri Martí
D. Agustín Puente Prieto
D. Francisco González Navarro
En la Villa de Madrid, a tres de Marzo de dos mil tres. VISTO por la Sala Tercera del Tribunal Supremo, constituida en Sección por los señores anotados al margen, el recurso contencioso-administrativo que con el número 496/2001 ante la misma pende de resolución, interpuesto por el Procurador de los Tribunales don Manuel Fernández Castro en nombre y representación de don A.P., doña M.M., don J.P., doña M.C., doña C.A., doña M.G., don F.G., doña M.P. y doña M.N., contra el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española, publicado en el BOE de fecha 10 de julio del mismo año. Siendo parte recurrida la Administración General del Estado y el Consejo General de la Abogacía Española.
ANTECEDENTES DE HECHO
PRIMERO.- Por la representación de don A.P., doña M.M., don J.P., doña M.C., doña C.A., doña M.G., don F.G., doña M.P. y doña M.N. se ha interpuesto recurso contencioso-administrativo contra el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española, publicado en el BOE de fecha 10 de julio del mismo año el cual fue admitido por la Sala, motivando la publicación del preceptivo anuncio en el Boletín Oficial del Estado y la reclamación del expediente administrativo que, una vez recibido, se entregó a la parte recurrente para que formalizase la demanda dentro del plazo de veinte días, lo que verificó con el oportuno escrito en el que, después de exponer los hechos y alegar los fundamentos jurídicos que consideró procedentes, terminó suplicando a la Sala, en su día, dictar sentencia por la que declare la nulidad del Real Decreto 658/2001 por no ajustarse a derecho; y, subsidiariamente, declare la nulidad de los arts. 22-2-b), 22-3, 25-1-e), 25-3, 44-3, 63-1-f), 84-b), 84-f), 84-e) y 87-1-a); por no ajustarse a derecho, con imposición de costas a la parte demandada.
SEGUNDO.- El Abogado del Estado se opuso a la demanda con su escrito en el que, tras exponer los hechos y fundamentos de derechos que estimó oportunos, terminó suplicando a la Sala dictar sentencia que desestime íntegramente la demanda, con imposición a los actores de las costas del proceso.
TERCERO.- El Procurador de los Tribunales don Fernando Bermúdez de Castro Rosillo en nombre y representación del Consejo General de la Abogacía Española se opuso a la demanda con su escrito en el que, tras exponer los hechos y fundamentos de derechos que estimó oportunos, terminó suplicando a la Sala dicte sentencia desestimando la demanda en su integridad, con imposición de las costas a la parte demandante.
CUARTO.- Por Auto de fecha 16 de abril de 2002 la Sala acordó recibir el proceso a prueba, pudiendo las partes proponer los medios de prueba procedentes. El Abogado del Estado manifiesta que no interesa la proposición de medio de prueba alguna en el recurso. Por su parte, el Procurador de los Tribunales don Manuel Fernández Castro en nombre y representación de don A.P. y otros propone medios de prueba, dentro del término concedido, mediante escrito de fecha 27 de mayo de 2002.
Por Auto de fecha 10 de junio de 2002 la Sala acuerda rechazar la prueba documental propuesta por la representación procesal de Don A.P. y otros en los apartados segundo, tercero y quinto, así como la testifical, y admitir la documental de los apartados primero, teniendo por reproducidos los documentos a que se alude en éste, y cuarto, para cuya práctica se remitirá la oportuna comunicación al Ministerio de Justicia.
QUINTO.- Declarado concluso el período de practica de prueba en los presentes autos, uniéndose a los mismos el correspondiente ramo separado, y siguiendo el curso del procedimiento, habiendo solicitado la parte recurrente la celebración de vista, no oponiéndose expresamente a dicha solicitud el Abogado del Estado y habiendo solicitado la recurrida Consejo General de la Abogacía Española el trámite de conclusiones, se acuerda por la Sala la celebración de vista el día 21 de enero de 2003, en cuyo acto tuvo lugar su celebración quedando los autos vistos para sentencia.
Siendo Ponente el Excmo. Sr. D. RAMÓN TRILLO TORRES,.
FUNDAMENTOS DE DERECHO
PRIMERO.- Varios Abogados del Colegio de Elche interponen recurso contencioso-administrativo contra el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprobó el Estatuto General de la Abogacía Española, alegando como primer motivo de su pretensión de nulidad la vulneración del principio de audiencia, en función del cual consideran que los artículos 105-a) de la Constitución, el 24 de la Ley del Gobierno de 27 de noviembre de 1997, el 86-4 de la Ley del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, así como los 2-1 y 2 y 6-2 de la Ley de Colegios Profesionales han sido infringidos, primero, por no haberse oído a todos y cada uno de los Colegios de Abogados de España; segundo, por haberse omitido la audiencia a otros Colegios profesionales afectados por el Estatuto, como serían el de Gestores Administrativos, el de Graduados Sociales, el de Economistas, el de Procuradores y el de Agentes de Negocios; finalmente, por haber hecho caso omiso a la recomendación de la Secretaría General Técnica del Ministerio de Justicia de dar audiencia al Tribunal de Defensa de la Competencia.
SEGUNDO.- A partir de que el texto constitucional citado es un mandato dirigido al legislador para que regule la audiencia de los ciudadanos en el procedimiento de elaboración de disposiciones administrativas que les afecten, nuestro criterio de enjuiciamiento habrá de fundarse en el examen de si en la elaboración del Estatuto se han cumplido los requisitos de audiencia regulados en cada una de las leyes invocadas en la demanda como incumplidas.
Situados en esta perspectiva, la parte reproduce los términos de los artículos 24 de la Ley del Gobierno y 86-4 de la Ley de las Administraciones Públicas, en el primero de los cuales se dice que “elaborando el texto de una disposición que afecte a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos se les dará audiencia..... directamente, o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la Ley que los agrupen o representen y cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición”, si bien ordena, también, que no será necesario el trámite si las organizaciones o asociaciones mencionadas hubieran participado por medio de consultas o informes en el proceso de elaboración.
Por su parte, el citado artículo 86-4 se limita a hacer una llamamiento general a la posibilidad de que las Administraciones establezcan formas de participación ciudadana en la elaboración de disposiciones y actos administrativos.
Ahora bien, para ubicarnos en el problema debemos tomar como punto de partida que en el caso enjuiciado no nos encontramos ante una disposición general fundada directamente en la potestad reglamentaria del poder ejecutivo, sino ante la manifestación de una potestad normativa reconocida por la Ley a las Corporaciones colegiales y en este caso concreto a los Consejos Generales de los Colegios, a los que por mandato del artículo sexto de la Ley de Colegios Profesionales compete la elaboración de los Estatutos generales, correspondiendo al Gobierno solamente su aprobación, de modo que el criterio orientador primordial sobre el procedimiento a seguir en aquella elaboración no ha de ser el regulado con carácter general para las disposiciones que se originan en la Administración del Estado, sino que el factor esencial de dicho procedimiento habrá de ser el recogido en la propia Ley reguladora de los Colegios, que en este caso establece como única exigencia que en la elaboración del Estatuto sean oídos los Colegios, lo cual tiene evidente relación con la circunstancia de que el ámbito competencial de éstos en el orden normativo se limita a ordenar “la actividad profesional de los colegiados”, es decir, que se trata de una regulación interna de esta actividad, que solo de manera indirecta puede incidir en otras -como es el caso de las incompatibilidades y prohibiciones- pero que no por eso convierte a los demás Colegios en titulares de un derecho de audiencia en el procedimiento de elaboración de la norma, sin perjuicio, naturalmente, de que puedan hacerse oír ante el Gobierno a la hora en que éste, como titular de la facultad de aprobación, vigila la protección de los intereses generales o, en su caso, proceder a las impugnaciones que estimen pertinentes ante la jurisdicción contencioso-administrativa.
Análogas consideraciones permiten rechazar que deba de anularse el Estatuto por no haberse dado audiencia al Tribunal de Defensa de la Competencia. Las materias reguladas en el mismo pueden tocar en determinadas circunstancias -como luego tendremos ocasión de ver- a los principios de la libre competencia, pero ello no obsta a que su función primordial sea la regulación de una actividad profesional en función de los criterios de la ética y la dignidad y que por eso cualquier eventual incidencia sobre aquellos principios mercantiles no aparezca como una razón inicial de aquella potestad normativa, sin perjuicio, naturalmente, de que quien estando legitimado piense que no han sido respetados, pueda ejercitar las acciones oportunas, como acontece en este mismo proceso.
TERCERO.- Respecto al requisito de que en la elaboración del Estatuto por el Consejo General sean oídos los Colegios, alegan los actores que esta audiencia es un trámite que tiene como finalidad no solo garantizar la legalidad de la norma, sino también asegurar la participación de todos los Colegios territoriales en la decisión que se adopte, al ser un supuesto de participación funcional de los Colegios en la actividad normativa de los Consejos Generales, que debe considerarse como una derivación del mandato constitucional de que el funcionamiento interno de toda organización colegial sea democrático (artículo 36 de la Constitución), sin que conste su materialización como trámite en el procedimiento de elaboración del Estatuto por lo que, según la demanda, no debe darse por cumplido por el hecho de que los Colegios estén representados en el Consejo General a través de sus Decanos, pues la intervención en la actividad normativa de toda estructura colegial debe residenciarse en las Juntas Generales de los Colegios correspondientes.
Sobre este punto, por la representación del Consejo General, -que es la única que se manifiesta sobre el mismo, pues el Abogado del Estado en nada lo ha aludido- se indica en la contestación a la demanda que según el artículo 7-4 de la Ley de Colegios Profesionales, los Decanos asumirán la representación legal del Colegio, por lo que teniendo en cuenta que la representación legal implica el ejercicio de todas las facultades y funciones no excluidas o reservadas a otro órgano y que la Ley no establece ningún órgano concreto distinto para la audiencia de los Colegios en la elaboración de los Estatutos, se ha de considerar sobradamente cumplimentada la misma con la intervención de sus representantes legales en la elaboración. Señala en este sentido el Consejo General que ésta es la tesis que apoya el Consejo de Estado en su informe y que está reconocida también por el Tribunal Supremo en sentencias de 6 de octubre y de 29 de diciembre de 1982.
Posteriormente, en el acto de la vista, insistió el Letrado del Consejo General en la realidad de que el proyecto de Estatuto había sido conocido y debatido cumplidamente en todos y cada uno de los Colegios, aún cuando este debate no hubiese sido documentado en términos formales.
Nuestra decisión sobre este tema ha de tener en cuenta que el principio de audiencia en el ámbito del procedimiento administrativo se rige, en analogía con lo que ocurre en el campo procesal, por el criterio antiformalista de ser un requisito que solo podrá alzarse como determinantes de una declaración de nulidad si realmente su función de no dejar a nadie indefenso no ha llegado a conseguirse por cualquier medio eficaz en orden a satisfacer esta exigencia.
En este caso, por nadie negado que los Decanos de todos y cada uno de los Colegios intervinieron en la elaboración del estatuto, con exacto conocimiento de su contenido y no constando que Junta colegial alguna haya puesto de manifiesto que la intervención representativa del respectivo Decano no fuese acorde con la voluntad de la respectiva Junta, concluimos que en términos irregulares, pero con irregularidad insuficiente para declara una nulidad, se ha cumplido el mandato legal de oír a los Colegios sobre el proyecto de Estatuto.
CUARTO.- Piden a continuación los recurrentes la nulidad radical del apartado 2-b) del artículo 22 del Estatuto, por infracción del principio de reserva de ley que recoge el artículo 36 de la Constitución, al disponer que la Ley regulará las peculiaridades propias de los Colegios Profesionales y el ejercicio de las profesiones tituladas, por lo que al establecer el Estatuto prohibiciones e incompatibilidades que actúan como requisitos para ejercer la profesión e inciden en profesiones y ámbitos regulados por otras normas, se estaría vulnerando aquella reserva.
Este sería el caso del citado artículo 22-2-b), al declarar absolutamente incompatible el ejercicio de la Abogacía con el de la profesión de Procurador, Graduado Social, Agente de Negocios, Gestor Administrativo y cualquier otra cuya propia normativa reguladora así lo especifique, lo cual no tendría suficiente cobertura en el artículo 6º de la Ley de Colegios Profesionales, que el enunciar el contenido propio de los Estatutos colegiales, no comprendería la posibilidad de que se establezcan por vía reglamentaria supuestos de prohibición e incompatibilidades que puedan suponer límites al acceso a la profesión de Abogado.
Esta posición de los demandantes no aparece avalada por la jurisprudencia de este Tribunal Supremo, que con un criterio claramente opuesto al por ellos patrocinado, ha indicado que el artículo 9 de la Ley de Colegios Profesionales da a los Consejos Generales las atribuciones que el artículo 5º otorga a los Colegios, en cuanto tengan ámbito o repercusión nacional, y entre ellas se encuentran las de ordenar “la actividad profesional de los colegiados, velando por la ética y dignidad profesional y por el respeto debido a los derechos de los particulares”, de donde se ha derivado que a través de estas normas de rango formal de Ley ha quedado autorizada por ésta la potestad reglamentaria para establecer incompatibilidades en cuanto al ejercicio simultáneo de más de una profesión, atendiendo precisamente a los fines de vigilancia de la ética y dignidad profesional y de respeto a los derechos de los particulares que se expresan en la norma legal atributiva de la competencia (sentencias de 26 de diciembre de 1984, de 26 de abril de 1989 y de 26 de mayo de 1999).
QUINTO.- Postulan también los demandantes la nulidad de los artículos 25, 84-b), 85-e) y 87-1-a) del Estatuto, por entender que infringen las normas reguladoras de la publicidad y de la libre competencia, en cuanto en ellos se considera contrario a las normas deontológicas de la abogacía la publicidad que suponga hacer referencia directa o indirecta a clientes del propio abogado, ordenando también que los abogados que presten sus servicios a empresas deberán exigir que las mismas se abstengan de efectuar publicidad respecto de tales servicios que no se ajuste a lo establecido en el propio Estatuto General.
Alegan los recurrentes que la Ley de Colegios Profesionales, después de la modificación introducida por la Ley 7/1997, establece que “el ejercicio de las profesiones colegiadas se realizará en régimen de libre competencia y estará sujeto, en cuanto a la oferta de servicios y fijación de su remuneración a la Ley sobre Defensa de la Competencia y a la Ley sobre competencia desleal”, así como que el artículo 2-4 de la propia Ley de Colegios Profesionales dispone actualmente que “los acuerdos, decisiones y recomendaciones de los Colegios con trascendencia económica observarán los límites del artículo 1 de la Ley 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia”.
Por eso concluyen que al tener la publicidad del abogado una clara funcionalidad económica, la restricción a que se somete en esos preceptos es contraria al articulo primero de la Ley de Defensa de la Competencia.
Sobre esta cuestión tenemos algún antecedente muy preciso, como es el contenido en sentencia del Tribunal Supremo de 29 de mayo de 2001, en la que se trataba de la legalidad de la sanción impuesta a un Abogado del Colegio de Barcelona que había remitido un determinado número de cartas a personas que no eran sus clientes, ofreciendo sus servicios como especialista en materia de expropiaciones, haciendo constar los nombres y direcciones de personas a quienes había llevado asuntos en esta materia y los éxitos obtenidos por su mediación.
Con relación a estos hechos, la sentencia consideró que la norma colegial aplicada para subsumir la conducta del Abogado no resultaba alterada por el Real Decreto-Ley 5/1996, de 7 de junio, de Medidas Liberalizadoras en materia de Suelo y de Colegios Profesionales, por entender que la prohibición de publicidad contenida en la misma se proyectaba específicamente a la captación desleal de clientes, por “reflejar éxitos profesionales, dando nombre de sus clientes o establecer comparaciones con otros abogados y permitiendo que ésta se haga sin rectificarla”.
Lo escueto de la argumentación de la sentencia de esta Sala a la que hemos aludido no está en desarmonía con la desarrollada en la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 24 de febrero de 1994, que resulta a la vez ambigua y compleja, puesto que el tema de la publicidad de los Abogados y de su eventual restricción por las organizaciones colegiales se había planteado desde el punto de vista de la libertad de expresión garantizada en los artículos 20 de la Constitución y 10 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, no obstante lo cual hizo alusiones muy concretas a la incidencia del caso en los principios de la competencia desleal y en las peculiaridades de la profesión de Abogado, partiendo de la afirmación de que el Abogado que ejerce a título liberal ocupa una situación central en la administración de justicia, como intermediario entre el justiciable y los tribunales, lo que explica a la vez las normas de conducta impuestas con carácter general a los miembros del Colegio y los poderes de supervisión y de control que corresponden a los consejos de los Colegios.
De todos modos anota que la reglamentación de la profesión de Abogado en el dominio de la publicidad varía de un país a otro en función de las tradiciones culturales, no obstante constatar que en la mayor parte de los Estados europeos, incluido España, se aprecia una evolución hacia la flexibilización, en razón de los cambios en sus sociedades y muy particularmente por el papel creciente de los medios de comunicación.
En definitiva, concluye la sentencia que el gran abanico de reglamentaciones y las diferencias de ritmo en los Estados miembros del Consejo de Europa, demuestran la complejidad del problema, por lo que entiende que debido a sus contactos directos y constantes con sus miembros, las autoridades de cada país se encuentran mejor colocadas que el juez internacional para precisar donde se sitúa, en un momento dado, el justo equilibrio entre los diversos intereses en juego: el imperativo de una buena administración de justicia, la dignidad de la profesión, el derecho de toda persona a recibir información sobre asistencia jurídica y la posibilidad de una abogado de hacer publicidad de su despacho.
Por otra parte, con anterioridad, la Corte europea, contesta al argumento de que la prohibición de publicidad daría lugar a una discriminación entre los abogados que ejercen a título liberal y los que trabajan como asalariados, funcionarios o profesores de Facultad, porque para los primeros la publicidad sería el único modo de acceder a la clientela, mientras que los segundos poseerían medios suplementarios para hacerse conocer de potenciales clientes, gracias a los puestos o funciones que desempeñan. Por añadidura, la prohibición de publicidad no valdría para los grandes despachos a escala internacional ni para las compañías de seguros que también ofrecen servicios de asistencia jurídica, por lo que lejos de representar una medida de salvaguarda de los abogados “liberales”, constituiría una forma de preservar los intereses de algunos profesionales privilegiados.
La Corte contesta a esta argumentación señalando que las disposiciones colegiales objeto de debate tendían a proteger los intereses del público dentro del respeto a los miembros del Colegio, por lo que desde este punto de vista es preciso tener en cuenta la naturaleza especial de la profesión que ejerce el abogado, que en su calidad de auxiliar de la justicia, se beneficia del monopolio y de la inmunidad de sus alegaciones, pero debe dar testimonio de discreción, de honestidad y de dignidad en su conducta. Las limitaciones a la publicidad encuentran tradicionalmente su origen en estas particularidades.
Señala también la Corte que la publicidad constituye para el ciudadano un medio de conocer las características de los servicios y de los bienes que le son ofrecidos, pero que sin embargo puede ser a veces objeto de restricciones destinadas especialmente a impedir la competencia desleal y la publicidad engañosa. En ciertos contextos, incluso la publicidad de mensajes publicitarios objetivos y verídicos podría sufrir limitaciones derivadas del respeto a los derechos de terceros o fundadas en las particularidades de una actividad comercial o de una profesión determinada.
SEXTO.- Ubicados en este ámbito jurisprudencial, que acepta la potestad colegial para establecer ciertas limitaciones a la publicidad de los abogados, resulta claro, sin embargo, que en nuestro ordenamiento las eventuales restricciones que se impongan por esta vía reglamentaria no podrán constituir, a su vez, una vulneración del artículo primero de la Ley de Defensa de la Competencia, que es el que los demandantes consideran infringido por los citados preceptos relativos a la publicidad.
A este respecto cabe señalar que este precepto, al prohibir todo acuerdo, decisión o recomendación colectiva que tenga por objeto, produzca o pueda producir el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia, no constituye una norma aislada, de valor absoluto e ilimitado, sino que se integra en un sistema que ha de aceptar la presión del resto del mismo, como específicamente reconoce la propia Ley de Defensa de la Competencia, al señalar en su artículo segundo que las prohibiciones del primero no se aplicarán a los acuerdo, decisiones, recomendaciones y prácticas que resulten de la aplicación de una Ley o de las disposiciones reglamentarias que se dicten en aplicación de una Ley.
En este sentido, reconocida la potestad reglamentaria del Colegio para regular aquellos aspectos que impliquen velar por la ética y dignidad profesional y por el respeto debido a los derechos de los particulares, según hemos recordado en el fundamento de derecho cuarto, tenemos que resolver si ratificamos o modificamos el criterio que sobre este punto litigioso ya sostuvimos en nuestra citada sentencia de 29 de mayo de 2001.
El Abogado del Estado articula su oposición a la nulidad de los preceptos que prohíben hacer publicidad con referencia directa o indirecta a clientes del propio Abogado en que si esto se admitiese serían factores metajurídicos y metaprofesionales -identificar quien consume el producto-, que no cualifican necesariamente los servicios desde un punto de vista profesional, los que pasarían a ser lo relevante, de modo que “como si de un detergente se tratara -a cuyo producto no es equiparable la abogacía, en absoluto- el abogado pretende ser requerido porque la vecina ha demandado sus servicios; o porque lo ha hecho determinada celebridad o personaje popular; e, incluso, empresa conocida o de renombre en el sector. No le cabe duda a esta parte que el conocimiento de la identidad y composición de la cartera de clientes del abogado no expresa, menta o significa cualidades del servicio o de quien lo desempeña”.
Hemos reproducido literalmente esta parte de la contestación del Abogado del Estado, porque aún admitiendo que no sea cierta una identidad plena entre cartera de clientes y calidad del servicio, como con tanta expresividad se manifiesta en dicho escrito, sin embargo no cabe desconocer la realidad social de que la permanencia de determinados y cualificados clientes recibiendo los servicios jurídicos de un abogado constituye un poderoso índice de acreditación de su solvencia profesional.
Entendemos por eso que mayor trascendencia para justificar esta restricción es el deber de discreción y secreto profesional que, en términos en que se expresa la representación procesal del Consejo General, “constituye piedra angular del ejercicio de la Abogacía”.
En este sentido cabe notar que tanto el respeto debido a los clientes particulares como la propia dignidad del Abogado son apoyo suficiente para afirmar que la concreta restricción a la publicidad que aquí se estudia justifica que consideremos que el caso está comprendido en el artículo segundo de la Ley de Defensa de la Competencia, desde el momento en que la revelación del cliente implica hacer pública una relación de servicios que normalmente se desenvuelve en el ámbito de una discreción de la que solamente éste podría relevar al Abogado y que por eso incluso podría originar situaciones en las que se intentara obtener esta autorización mediante precio o bien que favoreciese a abogados cuyos clientes fuesen menos escrupulosos en cuanto a la publicidad de sus relaciones con aquellos, originando así peligros ciertos de desigualdad o mercadería de la discreción, que no serían propias de la dignidad en que han de moverse las relaciones entre el abogado y su cliente.
Terminaremos indicando que el artículo 25-3, en cuanto establece que los abogados que presten sus servicios en forma permanente u ocasional a empresas individuales o colectivas, deberán exigir que las mismas se abstengan de efectuar publicidad respecto de tales servicios que no se ajuste a lo establecido en este Estatuto General, constituye un mero complemento de la prohibición general que hemos reseñado, que no tiene más fin que el jurídicamente relevante de procurar una razonable igualdad en este punto de todos los abogados, lo sean o no de empresas y que además en absoluto implica una obligación directa impuesta reglamentariamente a éstas, lo que no estaría al alcance del Estatuto, sino un mero mandato dirigido a los abogados, que en su caso serán esto los que hayan de imponérselo a la empresa al contratar con ellas sus servicios.
SÉPTIMO.- La parte demandante también considera que es nulo el artículo 84-f), por infringir el artículo 21-1 de la Constitución, al atentar contra el derecho fundamental de libre asociación; que debe ser regulado por Ley.
El precepto reglamentario declara que son infracciones muy graves la constitución o pertenencia a asociaciones, cuando tengan como fines o realicen funciones que sean propias y exclusivas de los Colegios.
Vistos los términos del texto, no puede aceptarse que invada la regulación del derecho de asociación reservada a la Ley, porque su punto de partida es ésta, al remitir el espacio de las actividades exclusivas de los Colegios a lo que se regule por el propio ordenamiento, de modo que en absoluto introduce restricción alguna al derecho de asociación, sino que se limita a garantizar el respeto al ámbito atribuido por la Ley a aquellos con el carácter de propio y exclusivo.
OCTAVO.- Se demanda, asimismo, la nulidad el artículo 63-1-f) del Estatuto, según el cual constituyen, entre otros, recursos ordinarios de los Colegios de Abogados “los derechos de intervención profesional, en la cuantía y forma que en su caso establezca cada Colegio para sus colegiados”.
Respecto a esta cuestión debemos de indicar que gran parte de la argumentación desplegada por los recurrentes gira en torno a la identificación entre dicho concepto recaudatorio y el desaparecido requisito procesal del bastanteo de poderes, siendo así que esta identificación no puede aceptarse que se haya producido en el nivel normativo en que nos movemos -otra cosa serán eventuales aplicaciones prácticas-, si tenemos en cuenta que la propia Exposición de Motivos del Estatuto constata expresamente el hecho de la desaparición legal del bastanteo. Esto nos lleva a concluir que ni siquiera cabe entrar a considerar más razones que se fundan en una identidad que la propia autoridad corporativa que elabora el Reglamento manifiesta que es inexistente.
Es por eso que en realidad el único argumento digno de ser atendido en cuanto a este punto es el que alude a la prohibición de la Ley del Gobierno, en el sentido de que prohíbe que los reglamentos establezcan cánones u otras cargas patrimoniales de carácter público.
Pero la norma legal aquí aplicable es el artículo 6-3-f) de la Ley de Colegios Profesionales, que autoriza a los Estatutos generales de los Colegios regular “el régimen económico y financiero y fijación de cuotas y otras percepciones”, de modo que en principio los llamados derechos de intervención profesional serían una categoría de estas denominadas “otras percepciones”.
Ahora bien, si ésta es la cobertura legal de la disposición reglamentaria que comentamos, no cabe admitir que la misma se ejercite por el Consejo General en términos tan amplios y abstractos que hagan imposible determinar sus características jurídicas y su eventual cuantificación en el caso de que se establezcan por los Colegios, de modo que el efecto jurídico producido es el de que se pasa en bloque a cada uno de los Colegios la potestad otorgada por la Ley solamente al Consejo General por la vía del Estatuto General, siendo por ello ilegal y nula la disposición reglamentaria a la que nos referimos.
NOVENO.- Por último, pretenden los demandantes que declaremos la nulidad del artículo 44-3 del Estatuto, en el que se dispone que “se prohíbe en todo caso la cuota litis en sentido estricto, entendiéndose por tal el acuerdo entre el abogado y el cliente, previo a la terminación del asunto, en virtud del cual éste se compromete a pagarse únicamente un porcentaje del resultado del asunto, independientemente de que consista en una suma de dinero o cualquier otro beneficio, bien o valor que consiga el cliente por ese asunto”.
Queda así claro que lo que prohíbe el texto reglamentario no es que los honorarios sean distintos según que el proceso resulte más o menos favorable a los intereses del cliente, sino el pacto de que aquellos consistirán exclusivamente en un porcentaje de lo obtenido en el asunto, de modo que no haya lugar a que el Abogado cobre cantidad alguna en el caso de que el pleito se pierda.
Por lo que se refiere a este precepto, la argumentación de los recurrentes se articula en dos niveles, uno formal o procedimental y otro de fondo.
En cuanto al primero, se tacha al precepto impugnado de que su texto haya sido introducido en el procedimiento de elaboración del Reglamento después de que el anteproyecto hubiera sido sometido a informe del Consejo General del Poder Judicial, de la Dirección General de Servicios Jurídicos del Estado y de la Secretaría General Técnica, que en consecuencia no tuvieron ocasión de pronunciarse sobre su legalidad.
Aquí hay que recordar lo que hemos afirmado en el primer fundamento de Derecho de esta sentencia, en el sentido de que el Estatuto no es un Reglamento ejecutivo de una Ley, sino la manifestación de una potestad normativa reconocida a las Corporaciones colegiales, que son las encargadas de elaborar las normas que se incorporarán al ordenamiento jurídico mediante el acto de su promulgación por Real Decreto del poder ejecutivo, de modo que aquellas audiencias e informes, centrados fundamentalmente en criterios de legalidad, servirán al ejecutivo para tomar o no su decisión homologadora, pero no tienen la esencialidad en la formación de la norma que ofrecen en el caso de disposiciones generales preparadas por la propia Administración, por lo que consideramos que el defecto apuntado no es determinante de nulidad, más cuando la alegación de fondo que se le opone alude exclusivamente a una razón jurídica revisable jurisdiccionalmente, cual es la de que la prohibición del pacto de cuota litis en sentido estricto no respetaría el antes citado artículo primero de la Ley de Defensa de la Competencia, “puesto que el motivo de pactar una cuota litis con un cliente no tiene otro objeto que percibir más emolumentos o en su caso, captar más clientela al poder ésta beneficiarse de este sistema de pago, por lo que su trascendencia económica y comercial es evidente”.
Nos encontramos así con el argumento sustancial de la pretendida nulidad de la norma, que prácticamente se limita a afirmar su trascendencia económica, pero sin describir cual es su dimensión exacta de oposición al mencionado artículo primero de la Ley de Defensa de la Competencia, siendo de notar en este punto que es cuando menos dudoso que el pacto prohibido impida percibir más emolumentos según la suerte del proceso para el clientes, puesto que el artículo 44-3 del Estatuto no prohíbe en términos absolutos que éstos sean proporcionales a lo obtenido por el cliente en el proceso, sino simplemente que la retribución en estos términos sea la única.
Al igual que hicimos al tratar de la publicidad, debemos recordar aquí que la Ley de Defensa de la Competencia aplicable a la fijación de las remuneraciones de los Abogados lo es en toda su integridad y que por lo tanto también aquí son válidas las excepciones a su artículo primero que merezcan la calificación de “conductas autorizadas por Ley” que se regulan en su artículo segundo, siendo por eso que -según hemos recordado el exponer nuestro criterio sobre ciertas restricciones a la publicidad de los Abogados-, si la Ley de Colegios Profesionales autoriza a éstos a reglamentar las respectivas profesiones “velando por la ética y por el respeto debido a los derechos de los particulares”, la eventual colisión de intereses entre la libre competencia que por mandato legal ha de presidir la fijación de las remuneraciones de los Abogados y las potestades reglamentarias que la Ley otorga a las Corporaciones colegiales, han de resolverse atendiendo a determinar si efectivamente la delimitación del supuesto normativo concreto que se reglamenta encuentra justificación legal que permita integrarlo, desde el punto de vista de la competencia, en la noción de conducta autorizada por Ley, habida cuenta que ésta comprende también las descritas en “las disposiciones reglamentarias que se dicten en aplicación de una Ley”.
Pues bien, ateniéndonos a estos parámetros, nos encontramos que dentro de nuestro sistema jurídico la actividad del Abogado ha sido calificada con uniforme reiteración como un supuesto del contrato de arrendamiento de servicios, con las modulaciones y especialidades derivadas de que esta figura contractual se desarrolla en el delicadísimo ámbito de auxiliar o cooperador esencial de la Administración de Justicia a que hemos aludido al comentar la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 24 de febrero de 1994.
Esta caracterización de las prestaciones que el Abogado hace a su cliente en la vía procesal, por su propia naturaleza excluye en nuestro sistema la idea de convertir al abogado en titular de un contrato de obra o de empresa, en el que su papel de prestador de un servicio esencial para el correcto funcionamiento del poder judicial del Estado lo convierta en exclusivo financiador del riesgo que siempre implica la decisión de iniciar un proceso, pudiendo llegar así a comprometer implícitamente su independencia de criterio al asesorar al cliente, al hacer pasar a primer plano no el riesgo de éste, sino el asumido personalmente por él.
Es por esta razón que situados en el contexto de la concepción de la Abogacía que rige en nuestro sistema, la mínima restricción a la libre competencia que supone la prohibición del pacto de cuota litis en sentido estricto halla suficiente respaldo legal en que su admisión no es que atentase a la dignidad de la Abogacía, sino que sobre todo desdibujaría el concepto mismo de tal actividad profesional y no respetaría debidamente los derechos de los particulares, que en determinadas circunstancias podrían verse abocados a constituirse en meros instrumentos de la conducta empresarial de los abogados.
DÉCIMO.- No ha lugar a especial declaración sobre las costas.
Por todo lo expuesto, en nombre de su Majestad el Rey y por la autoridad que nos confiere la Constitución,
F A L L A M O S
Que estimando en parte el recurso contencioso-administrativo interpuesto por don A.P., doña M.M., don J.P., doña M.C., doña C.A., doña M.G., don F.G., doña M.P. y doña M.N. contra el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española, declaramos la nulidad del artículo 63-1-f), en cuanto establece que constituyen recursos ordinarios de los Colegios de Abogados “los derechos de intervención profesional, en la cuantía y forma que en su caso establezca cada Colegio para sus colegiados”. Sin costas.
Publíquese este fallo en el Boletín Oficial del Estado a los efectos previstos en el artículo 72-2 de la Ley 29/1998, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.
Así por esta nuestra sentencia definitivamente juzgando lo pronunciamos, mandamos y firmamos
VOTO PARTICULAR que, conforme a lo ordenado por el artículo 206 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, formula el Magistrado Excmo. Sr. Don Jesús Ernesto Peces Morate, quien venía designado anteriormente como ponente en el recurso contencioso-administrativo 496 de 2001, y que, al disentir del criterio de la mayoría, declina la redacción de la sentencia, que ha pronunciado la Sala con fecha 3 de marzo de 2003 en dicho recurso contencioso-administrativo:
PRIMERO.- Antes de exponer las razones por las que, en contra del parecer mayoritario de la Sala, considero que el recurso contencioso-administrativo sostenido por un grupo de abogados del Colegio de Elche contra el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española, debería ser estimado por haberse prescindido del trámite de audiencia exigido por los artículos 105 a) de la Constitución, 24 de la Ley del Gobierno de 27 de noviembre de 1997, 86.4 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, 2.1, 2.2 y 6.2 de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios y Profesionales, modificada por Ley 74/1978, de 26 de diciembre, por el Real Decreto Ley 5/1996, de 7 de junio, y por la Ley 7/1997, de 14 de abril, me parece necesario hacer una breve referencia a la naturaleza normativa de los Estatutos Generales de las profesiones colegiadas, y concretamente a si son reglamentos de carácter general o meramente normas corporativas.
El contenido del artículo 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales estableciendo un procedimiento bifásico para su elaboración y aprobación, desarrollada la primera en sede colegial y la segunda en el seno de la Administración, permite afirmar que los Estatutos Generales de las profesiones colegidas tienen una naturaleza híbrida porque en su producción concurren dos potestades, la colegial y la gubernamental, de modo que la decisión corporativa no se incorpora al ordenamiento jurídico hasta tanto no recae la aprobación de la Administración, y concretamente del Gobierno, calificándose por la doctrina de binomio normativo, de modo que el Estatuto General de una profesión colegiada es simultáneamente una norma estatal y una regla corporativa, para cuya elaboración y aprobación definitiva han de seguirse los trámites establecidos para cada una de dichas normas, lo que requiere cumplir en su tramitación no sólo el procedimiento previsto en la Ley de Colegios Profesionales sino también el establecido para el ejercicio de la potestad normativa del Gobierno, quien, en definitiva, aprueba el Estatuto, que así queda integrado en el ordenamiento jurídico como una disposición de carácter general que no sólo obliga a los que ejercen la profesión colegiada sino a todos los ciudadanos en cuanto les sea aplicable.
Tal carácter normativo híbrido ha sido reconocido por esta Sala del Tribunal Supremo en sus Sentencias de 16 de marzo de 1996 (R.J. 2778), 6 de mayo de 1996 (R.J. 3955) y 17 de mayo de 1996 (R.J. 4628), al declararse en ellas que “con arreglo a esta norma (artículo 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales), la aprobación de los Estatutos por el Gobierno no es sólo un elemento de forma, cuya eventual infracción pueda asimilarse a la de los enjuiciados en las sentencias citadas en el motivo, sino que es una condición legal de la misma existencia de los Estatutos en cuanto norma jurídica”.
Desde antiguo la doctrina jurisprudencial (Sentencias del Tribunal Supremo de 27 de octubre de 1978, 6 de octubre de 1982, 13 y 22 de diciembre de 1982 y 16 de mayo de 1983) entendió que el procedimiento de elaboración de disposiciones generales de la Ley de Procedimiento Administrativo era aplicable para la aprobación de los Estatutos Generales de las profesiones colegiadas (R.J. 3403/78, 6342/82, 7990/82, 8081/82 y 2951/83).
De lo expuesto deduzco, como seguidamente expondré, la imperiosa necesidad de oír en el procedimiento de elaboración y aprobación del Estatuto General de la Abogacía Española no sólo a todos los Colegios de Abogados sino también a los Consejos Generales o Colegios Nacionales de otras profesiones colegidas, a las que alcance la vigencia del citado Estatuto, cuyo defecto acarrea inexorablemente la nulidad de pleno derecho del Real Decreto impugnado.
SEGUNDO.- Los recurrentes han postulado la declaración de nulidad de pleno derecho del Real Decreto impugnado por conculcarse en su tramitación lo dispuesto concordadamente en los artículos 105 a) de la Constitución, 86.4 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, 2.1, 2.2 y 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales y 24 de la Ley del Gobierno.
Esta Sala en la Sentencia que ahora pronuncia elude declarar la nulidad del Real Decreto impugnado por el defecto de audiencia denunciado con el argumento de que los Colegios de Abogados han sido oídos por formar parte del Consejo General de la Abogacía los Decanos de cada uno de ellos, quienes, por imperativo del artículo 7.4 de la propia Ley de Colegios Profesionales, ostentan la representación legal del Colegio, mientras que la norma aprobada es de naturaleza corporativa y no un reglamento ejecutivo o disposición de carácter general, cuya elaboración y aprobación deba seguirse por la tramitación prevista en el artículo 24 de la Ley del Gobierno.
TERCERO.- La conculcación en el procedimiento de elaboración del Estatuto General de la Abogacía Española de lo ordenado categóricamente por el artículo 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales, me parece ostensible y manifiesta porque la representación legal que, por imperativo del artículo 7.4 de esta misma Ley, ostentan los Decanos, quienes, en su condición de tales, forman parte del Consejo General de la Abogacía Española, es intranscendente en cuanto al cumplimiento del requisito esencial de audiencia de todos los Colegios de Abogados de España, que tampoco puede eludirse con el argumento, usado al contestar la demanda por el representante procesal de dicho Consejo, de que la elaboración del Estatuto General contó con la suficiente publicidad como para que los Colegios interesados hubieran presentado las alegaciones que hubiesen estimado oportunas.
Las alegaciones sólo pueden formularse a la vista del concreto proyecto de que se trata, que debió ser remitido a cada uno de los Colegios para que éstos tuvieran la oportunidad de adoptar decisiones colectivas a través de sus propios órganos, ya que no se puede olvidar que por imperativo constitucional (artículo 36 de la Constitución) el funcionamiento de los Colegios Profesionales debe ser democrático, cuya regla de funcionamiento se desconoce si la formación de la voluntad colectiva se sustituye por el criterio o parecer de los respectivos Decanos por mucho que éstos detenten la representación legal del Colegio, ya que, como en cualquier comunidad, asociación o corporación no se puede confundir el órgano que las representa con el sistema de formación de la voluntad colectiva, que requiere la convocatoria del órgano competente, que en el caso enjuiciado no pudo llevarse cabo por no haberse solicitado el parecer de cada Colegio de Abogados, con lo que no se les dio oportunidad a éstos de pronunciarse por mucho que sus respectivos Decanos formasen parte del Consejo General llamado por la Ley a elaborar el Estatuto de la profesión.
Es más, la presencia de todos los Decanos, en su condición de tales, en el órgano que elabora el Estatuto presupone que la audiencia no puede entenderse cumplida con la expresión de su parecer y la emisión de su voto en la deliberación colectiva, sino que la determinación legal que exige la referida audiencia de todos los Colegios requiere una alteridad que se ha incumplido, pues la competencia para decidir sobre cualquier cuestión o materia después de dar audiencia presupone que ésta ha de darse a otro distinto al que decide, sin posible confusión entre quien oye y el que debe ser oído.
En este caso se ha soslayado el mandato legal de audiencia con el subterfugio de que el que debe oír representa al que debe ser oído, incurriendo en una confusión entre las atribuciones del Consejo General y las de los Colegios contraria a la letra del comentado artículo 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales y a la finalidad perseguida por éste, que no es otra que hacer realidad el funcionamiento democrático de los Colegios Profesionales, que no se lograría si la voluntad colegial se personifica en el Decano, a pesar de que éste ostente la representación legal del Colegio, la que no le autoriza a sustituir la formación de la voluntad colectiva de dicho Colegio.
La mayoría de los magistrados entiende que la falta de audiencia de todos los Colegios es una irregularidad insuficiente para producir la nulidad del procedimiento de elaboración del Estatuto General de la Abogacía Española, mientras que, por el contrario, pienso que, al tratarse de la omisión de un trámite esencial, categóricamente impuesto por el artículo 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales, constituye un vicio sustancial que acarrea la nulidad del acuerdo aprobatorio de dicho Estatuto.
CUARTO.- La naturaleza normativa y la eficacia general del Estatuto aprobado por Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, requiere también que en el trámite de elaboración o en el subsiguiente de aprobación ante el Consejo de Ministros se hubiese oído a los Consejos Generales o Colegios nacionales cuyas profesiones resultan afectadas por el Estatuto aprobado como consecuencia de las incompatibilidades en él establecidas, en cumplimiento de lo dispuesto en los artículos 105.a) de la Constitución, 24 de la Ley del Gobierno, 86.4 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común y 2.2 de la Ley de Colegios Profesionales.
Este último precepto exige taxativamente que los Consejos Generales o los Colegios de ámbito nacional informen preceptivamente los proyectos de disposiciones de cualquier rango que se refieran al régimen de incompatibilidades con otras profesiones, defecto que tampoco puede entenderse subsanado porque los Consejos Generales o Colegios de Gestores Administrativos, Procuradores y Agentes de Negocios hubiesen podido hacerse oír como lo hicieron los Economistas o los Graduados Sociales, ya que el mencionado artículo 2.2 de la Ley de Colegios Profesionales no se limita a permitir la audiencia de los Consejos o Colegidos afectados por el régimen de incompatibilidades sino que dispone categóricamente que “informarán preceptivamente.....los proyectos de disposiciones de cualquier rango que se refieran..... al régimen de incompatibilidades con otras profesiones”.
Este vicio procedimental, agravado por la reserva de ley contenida en el artículo 36.1 de la Constitución, debe generar también, en contra del parecer de mis colegas, la declaración de nulidad de pleno derecho del Real Decreto aprobatorio del Estatuto General de la Abogacía Española.
Abundando en argumentos justificativos de esta tesis que sustento, he de señalar que la llamada del artículo 36.1 de la Constitución a la ley, en cuanto a la regulación de las peculiaridades propias del régimen jurídico de los Colegios Profesionales y el ejercicio de las profesiones tituladas, sólo puede considerarse cumplida con la Ley de Colegios Profesionales si en la elaboración de los Estatutos Generales se respeta estrictamente lo dispuesto por los artículo 2.2 y 6.2 de dicha Ley, de manera que el régimen de las condiciones generales de las funciones profesionales y el de incompatibilidades con otras profesiones sólo pueden entenderse válidamente establecidos cuando respecto de aquéllas hayan tenido la oportunidad de dejarse oír todos los Colegios de una misma profesión y en cuanto a éstas se hayan emitido los preceptivos informes por todos los Consejos Generales o Colegios de ámbito nacional afectados por el régimen de incompatibilidades.
El defecto, tanto de audiencia de los Colegios de Abogados como del informe de los Consejos Generales o Colegios Nacionales cuyas profesiones han resultado afectadas por el régimen de incompatibilidades, no sólo supone la nulidad del procedimiento de elaboración y aprobación del Estatuto General de la Abogacía, sino también, como más adelante indicaré, de la regla que establece dichas incompatibilidades, contenida en el artículo 22.2 b del mencionado Estatuto.
Debo recordar que esta Sala anuló en su Sentencia, antes citada, de 22 de diciembre de 1982 (R.J. 8081) el Estatuto General de los Colegios de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria, aprobado por Real Decreto 1613/1981, de 19 de junio, por falta de audiencia del Consejo General de Gestores Administrativos de España, a quienes afectaba dicho Estatuto.
QUINTO.- Otra de las razones esgrimidas por los demandantes para reclamar la nulidad del Real Decreto impugnado por vicios sustanciales en el procedimiento de tramitación y aprobación del Estatuto General de la Abogacía es la vulneración de lo dispuesto por el artículo 2.1, párrafo segundo, de la Ley de Colegios Profesionales, en relación con el artículo 24 de la Ley del Gobierno.
Como indiqué antes, la Sala, siguiendo el criterio del Abogado del Estado y del Consejo General demandando, ha entendido que la falta de audiencia del Tribunal de Defensa de la Competencia, a pesar de la recomendación efectuada por la Secretaría General Técnica del Ministerio de Justicia (folio 655 del expediente), no es un vicio del procedimiento tramitado porque el Estatuto de la Abogacía no es una disposición de carácter general sino una norma corporativa que se elabora en el seno de la propia organización, significado que no comparto por las razones expresadas anteriormente y además porque los abogados, antes que titulados, son ciudadanos a los que vinculan los preceptos contenidos en aquél, y no sólo a ellos les obligan sino a los demás titulados incompatibles y a todos los ciudadanos que precisen de los servicios de un abogado, lo que requiere para su elaboración y aprobación idénticas garantías procedimentales que para cualquier otra disposición de carácter general, y una prueba de cuanto acabo de afirmar está en las modificaciones que el Real Decreto Ley 5/1996, de 7 de junio, introdujo en los apartados 1 y 4 del artículo 2 de la Ley 2/1974, reguladora de los Colegios Profesionales, finalmente redactados por Ley 7/1997, de 14 de abril.
El párrafo segundo del artículo 2.1 de la Ley 2/1974, después de la modificación introducida por la citada Ley 7/1997, establece que el ejercicio de las profesiones colegiadas se realizará en régimen de libre competencia y estará sujeto, en cuanto a la oferta de servicios y fijación de remuneración, a la Ley sobre Defensa de la Competencia y a la Ley sobre Competencia Desleal.
La sujeción específica a estas Leyes demuestra su incidencia en el ejercicio de la Abogacía, singularmente en el ámbito que ambas regulan, y en la primera se le atribuye al Tribunal de Defensa de la Competencia (artículo 26) una trascendental función consultiva para informar los anteproyectos de normas con rango de Ley que afectan a la competencia así como la de dirigir informes a cualquier poder u órgano del Estado y estudiar o someter al gobierno las propuestas para modificación de la Ley conforme a los dictados de la experiencia en la aplicación del Derecho nacional y comunitario, de modo que, regulando el Estatuto General de la Abogacía el régimen del ejercicio de esta profesión, resultaba preceptivo el previo informe del mentado Tribunal de Defensa de la Competencia, bien en la inicial fase de elaboración bien en la sucesiva de aprobación gubernamental, en orden al respeto del principio de libre competencia, a la oferta de servicios y a la fijación de la remuneración, trámite que, de haberse cumplido, evitaría situaciones tan indeseables como las sanciones que dicho Tribunal ha impuesto al Consejo General de la Abogacía Española en sus resoluciones de 18 de enero de 2000 y 26 de septiembre de 2002, intimando en esta última a dicho Consejo para que, en el plazo de tres meses, proceda a modificar el artículo 16 del Código Deontológico de la Abogacía, liberando de la ilegal prohibición que ahora contiene a la fijación de los honorarios de los Abogados, que deben quedar a la libre negociación entre abogado y cliente.
Considero, pues, que el informe del Tribunal de Defensa de la Competencia en el trámite de elaboración o de aprobación del Estatuto General de la Abogacía era obligado y su omisión es un vicio sustancial del procedimiento que determina, al igual que los antes examinados, la nulidad de pleno derecho del Real Decreto aprobatorio de dicho Estatuto General.
SEXTO.- Lo hasta aquí expuesto es, a mi parecer, justificación suficiente para estimar la pretensión principal ejercitada en la demanda por los abogados recurrentes y, por consiguiente, para declarar nulo de pleno derecho el Real Decreto impugnado 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española, pero, dado que la Sala ha entrado a examinar cada uno de los preceptos del citado Estatuto, cuya nulidad singular se postula con carácter subsidiario en la demanda, y estando en desacuerdo también con la declaración de ser conformes a derecho los que han sido objeto de esa concreta impugnación, debo expresar las razones de mi discrepancia con el parecer mayoritario, ante todo por haber sido el ponente inicialmente designado hasta quedar relevado de tal cometido por mostrar mi desacuerdo con la tesis mayoritaria (artículos 205.5 y 206 de la Ley Orgánica del Poder Judicial).
SÉPTIMO.- No comparto las razones por las que se declara ajustado a derecho el apartado 2 b del artículo 22 del Estatuto aprobado por Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, ya que, como he indicado, se ha omitido el informe preceptivo de los Consejos Generales o Colegios de ámbito nacional acerca del régimen de incompatibilidad que dicho precepto establece respecto de las profesiones de procurador, graduado social, agente de negocios y gestor administrativo, único modo, a mi entender, de dar cumplimiento a la reserva de Ley establecida en el artículo 36 de la Constitución, evitando así la antinomia que supone que el Estatuto General de la Abogacía declare incompatible el ejercicio de abogado con el de gestor administrativo, mientras que el Estatuto Orgánico de los Gestores Administrativos, modificado por Real Decreto 2532/1998, no establezca dicha incompatibilidad para los gestores administrativos, respecto de los que esta Sala del Tribunal Supremo ha declarado en su Sentencia de 5 de noviembre de 2001, al resolver el recurso contencioso-administrativo interpuesto por el Consejo General de la Abogacía Española contra aquél, que las atribuciones profesionales que realice un Estatuto General no suponen necesariamente una presunta exclusividad que derogue las facultades previstas en otros Estatutos para otras profesiones, sin que la abogacía tenga atribuido en exclusiva el ejercicio de la asesoría.
Si bien es cierto que esta Sala en su Sentencia de 16 de marzo de 1989 declaró que la Ley de Colegios Profesionales presta habilitación suficiente a los Colegios para determinar limitaciones deontológicas a la libertad de ejercicio profesional, también lo es que la más reciente de 5 de noviembre de 2001, recordando lo expresado en la de 17 de marzo de 1999, ha señalado que las funciones de los profesionales que se comprenden en los Estatutos Profesionales no pueden alterar el ámbito legal de la profesión, y sólo resulta posible armonizar el régimen de incompatibilidades profesionales mediante el estricto cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 2.2 de la Ley de Colegios Profesionales, que no se ha cumplido en la elaboración y aprobación del Estatuto General de la Abogacía, por lo que en éste no es posible establecer unas incompatibilidades concretas sin haber recabado el informe de las Corporaciones afectadas por dicha incompatibilidad, y, por consiguiente, al no haber así procedido, el precepto que declara incompatible el ejercicio de la abogacía con la profesión de gestor administrativo, extremo singularmente impugnado en la demanda presentada, debe ser anulado por ser contrario a derecho.
OCTAVO.- En la sentencia se declara ajustada a derecho la prohibición, impuesta a los abogados por el artículo 25.2 a) del Estatuto General de Abogacía, de hacer referencia directa o indirecta a clientes del propio abogado así como el deber, que el número tercero del mismo artículo 25 les impone, de exigir que las empresas individuales y colectivas se abstengan de efectuar publicidad respecto de tales servicios que no se ajuste a lo establecido en el Estatuto General.
Tal conformidad a derecho la deduce de sendas sentencias, una dictada por esta Sala y otra por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que, a mi entender, no sirven de apoyo a la tesis restrictiva de una publicidad legítima y mucho menos a la exigencia impuesta a terceras personas, que no están sometidas a la disciplina corporativa, como son las empresas que utilizan de forma permanente u ocasional los servicios de un abogado.
Esta extralimitación sería suficiente razón para declarar contrario a derecho el apartado 3 del artículo 25 del Estatuto General de la Abogacía, ya que, a través de un deber impuesto al abogado, establece una norma concreta a seguir por las empresas en las que aquéllos prestan sus servicios, lo que desborda los límites impuestos a las Corporaciones Profesionales por los artículos 36 de la Constitución y 1.3 de la Ley de Colegio Profesionales.
Termina la Sala declarando que la restricción a la publicidad, impuesta por los apartados 2.e) y 3 del artículo 25 del Estatuto General de la Abogacía, está comprendida en el artículo 2 de la Ley de Defensa de la Competencia, con lo que, en primer lugar, viene a reconocer a los Estatutos Generales de las profesiones tituladas el carácter de disposición general que antes les ha negado para justificar un procedimiento sin ajustarse a los trámites de elaboración y aprobación de éstas y, además, declara que el Estatuto puede suponer una excepción a lo dispuesto en el artículo 1 de la propia Ley de Defensa de la Competencia cuando, por el contrario, de acuerdo con el artículo 2.1 de la Ley de Colegios Profesionales, el ejercicio de las profesiones colegiadas ha de realizarse en régimen de libre competencia y ha de estar sujeto, en cuanto a la oferta de servicios, a la Ley de Defensa de la Competencia y a la Ley sobre Competencia Desleal, de manera que son estas normas las que deben ser respetadas por los Estatutos, sin que en ellos quepa establecer excepciones a lo preceptuado en aquéllas.
Las dos Sentencias invocadas por la Sala para justificar las limitaciones impuestas a los abogados por el artículo 25.2.e) y 3 del Estatuto General de la Abogacía se enfrentaron a actos singulares del Colegio de Abogados de Cataluña. En la primera se contemplaba una conducta descrita y tipificada con anterioridad a la modificación introducida en la Ley reguladora de los Colegios Profesionales por el Real Decreto Ley 5/1996, de 7 de junio, y en la que se prohibía la captación desleal de clientes mediante la comparación con otros abogados sin rectificar la información, y la otra del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, más explícita que la anterior, se limitó a declarar que las prohibiciones a la publicidad de una actividad profesional puede violar el derecho a la libertad de expresión contenida en el artículo 10 del Convenio, si bien en el caso enjuiciado consideraba que no lo vulneraba dada la diferente evolución social en cada uno de los Estados miembros del Consejo de Europa y sus respectivas tradiciones culturales, por lo que los tribunales de cada país se encontraban mejor situados que el juez internacional para precisar dónde se sitúa, en un momento dado, el justo equilibrio entre los diferentes intereses en juego, cual son el imperativo de una buena administración de justicia, la dignidad de la profesión, el derecho de toda persona a recibir información acerca de la asistencia jurídica y la posibilidad de que un abogado haga publicidad para su gabinete o despacho.
Pues bien, son precisamente todas estas circunstancias señaladas en la aludida sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pronunciada el 24 de febrero de 1994, y, por consiguiente, con anterioridad a la modificación introducida por el Real Decreto Ley 5/1996, de 7 de junio, las que me llevan a una conclusión opuesta a la acogida por la decisión mayoritaria.
En la propia sentencia del Tribunal Europeo de Derecho Humanos se apunta que el Gobierno español ha comenzado a examinar un proyecto de nuevo Estatuto de Abogados de España que liberaliza la materia en cierta medida, aperturismo anunciado que, teniendo en cuenta los preceptos ahora combatidos, no resulta consecuente con el principio de libre competencia que debe imperar en los servicios de asesoramiento y asistencia jurídica.
Considero, por tanto, que, al regirse el ejercicio de la profesión de abogado por el principio de la libre competencia y estar sujeto en cuanto a la oferta de servicios a lo dispuesto por la Ley de Defensa de la Competencia y por la Ley sobre Competencia Desleal, son estas normas, y la Ley General de Publicidad o la de Protección de Datos de carácter personal, las que únicamente pueden establecer los límites a ese régimen de libre competencia y a la oferta de servicios, por lo que la mera referencia directa o indirecta a clientes del abogado o la publicidad de sus servicios, que realicen las empresas en que los prestan, no puede estimarse contraria a la deontología siempre que se respete el secreto profesional y lo establecido en las citadas leyes.
En conclusión, las reglas contenidas en los apartados 2.e) y 3 del artículo 25 del Estatuto General de la Abogacía son contrarias a lo dispuesto por los números 1, apartado segundo, y 4 del artículo 2 de la Ley de Colegios Profesionales porque obstaculizan innecesariamente la libre concurrencia por cuanto tienen por objeto impedir o restringir la competencia en el mercado de servicios de asistencia jurídica y además invaden el ámbito reservado, con carácter general, a la Ley General de la Publicidad y a las normas especiales que regulan determinadas actividades publicitarias, sin que sea justificación a tal limitación una supuesta “desigualdad o mercadería de la discreción”, a que se alude en la sentencia, impropias de la dignidad en que han de moverse las relaciones entre el abogado y su cliente, ya que la información veraz permite conocer mejor la trayectoria profesional de la persona en cualquier ámbito o actividad, también en el de la asistencia jurídica, el cual no es ajeno, obviamente, a las leyes del mercado, y así la inclusión en el “curriculum” de un abogado de los asuntos en que ha intervenido es el único modo de posibilitar la información de los clientes, lo que, en definitiva, redunda en una bien entendida igualdad entre quienes ejercen la profesión.
NOVENO.- Finalmente, la Sala declara ajustado a derecho el artículo 44.3 del Estatuto aprobado por el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, que, como se expresa en la sentencia, se impugna tanto por razones de forma como de fondo, rechazándose aquéllas con el argumento, ya utilizado al examinar los aspectos denunciados en el procedimiento de elaboración y aprobación del Estatuto General, de que no estamos ante un reglamento ejecutivo o disposición de carácter general sino ante una norma corporativa que se incorpora al ordenamiento jurídico mediante su promulgación por Real Decreto, criterio este que, como ya expuse, no comparto, por lo que considero que la regulación contenida en el artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía ha sido sustraída de la audiencia preceptuada por los artículos 105.a) de la Constitución, 24, apartados 1.c) y d) de la Ley 50/1997, de 25 de noviembre, de Organización, Competencia y Funcionamiento del Gobierno, 86.4 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, 2.2 y 6.2 de la Ley de Colegios Profesionales, y del dictamen previsto por el artículo 22 de la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, ya que, si bien los Estatutos son normas corporativas que regulan las profesiones colegiadas, no se puede negar su naturaleza de reglamento o disposiciones de carácter general que, en definitiva, desarrollan o ejecutan lo establecido en el artículo 36 de la Constitución y en la Ley de Colegios Profesionales y deben atenerse, al regular el ejercicio profesional en cuanto al régimen de libre competencia, oferta de servicios y fijación de retribución, a la Ley de Defensa de la Competencia y a la Ley sobre Competencia Desleal, como dispone expresamente el aludido artículo 2.1, párrafo segundo, de la Ley de Colegios Profesionales, por lo que, en definitiva, constituyen en esas concretas materias auténticos reglamentos ejecutivos, que no pueden sustraerse del dictamen del Consejo de Estado, ni de la audiencia de los Colegios de la misma profesión, así como de aquellas agrupaciones y asociaciones interesadas en la forma de retribuirse los servicios prestados por los abogados, ni tampoco del informe del Tribunal de Defensa de la Competencia por cuanto que, entre otros, el precepto, ahora examinado, afecta directamente al ejercicio de la libre competencia, como lo demuestra la intimación y la sanción que dicho Tribunal de Defensa de la Competencia impuso en su resolución de 26 de septiembre de 2002 como consecuencia de la aprobación el 30 de junio de 2000, en sesión plenaria del Consejo General de la Abogacía Española, del artículo 16 del Código Deontológico de la Abogacía, cuyo contenido es prácticamente idéntico al del artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía, a pesar de lo cual la redacción de este precepto se sustrajo a los informes del Consejo de Estado y del Tribunal de Defensa de la Competencia por no haberse interesado el de éste y por haberse introducido en el texto, definitivamente aprobado, después del dictamen preceptivo de aquél.
Como indiqué anteriormente, la doctrina jurisprudencial vino considerando aplicable al procedimiento de elaboración y aprobación de los Estatutos Generales Profesionales las reglas establecidas en la Ley de Procedimiento Administrativo, por lo que para la aprobación del Estatuto ahora enjuiciado, la Administración siguió los trámites previstos en el artículo 24 de la citada Ley 50/1997, de 25 de noviembre, de Organización, Competencia y Funcionamiento del Gobierno, si bien, después del dictamen del Consejo de Estado, se introdujo una modificación sustancial en su texto, cual es la contenida en el artículo 44.3, que prohíbe la cuota litis en sentido estricto.
Es mi parecer que tal modificación sustancial, introducida después del dictamen del Consejo de Estado y sobre la que no se pidió informe al Tribunal de Defensa de la Competencia ni fueron oídos los Colegios de Abogados, debe considerarse nula de pleno derecho por no haberse observado el procedimiento legalmente establecido para su aprobación, como solicitan los demandantes.
Aunque ni en el escrito de demanda ni en la vista del pleito se aludiese a ello, no se puede negar que el precepto contenido en el artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía incide directamente en el coste de los servicios por la asistencia jurídica que demandan los ciudadanos, lo que requiere respetar también la perceptiva audiencia de las Asociaciones de Consumidores y Usuarios más representativas requerida por el artículo 22.1 y 2. b) de la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, por lo que su omisión abunda en la ilegalidad del procedimiento de aprobación de dicho precepto prohibitivo de la cuota litis, razones todas que me llevan a la conclusión de que procede estimar la pretensión ejercitada de nulidad radical del referido precepto por razones formales o procedimentales.
DÉCIMO.- También creo que por razones de fondo es nulo el precepto contenido en el artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía.
Es notoria la polémica que, desde planteamientos teóricos, envuelve este modo de retribución de los servicios de asistencia jurídica, aunque la práctica es demostrativa de su aceptación general a pesar de las proclamas contenidas en los Códigos Deontológicos, por lo que no deja de ser un contrasentido que éstos, y ahora el nuevo Estatuto aprobado, continúen prohibiendo un modo de retribuir los servicios profesionales de los abogados que es comúnmente admitido y que, como intentaré explicar, no sólo no afecta a su independencia, sino que favorece la efectividad del derecho a la tutela judicial y garantiza la libre competencia, principio este que debe regir como en las demás profesiones colegiadas en virtud de lo dispuesto por el artículo 2.1 y 4 de la Ley de Colegios Profesionales, sin que esté justificado eludir su cumplimiento con el argumento de la función que cumplen los abogados en orden a una más recta e imparcial administración de justicia, pues cualquier otro profesional titulado debe ejercer su cometido con idéntica rectitud estando sujeto a ese principio de libre competencia.
La cuota litis es la única forma de que los ciudadanos puedan reclamar ante los tribunales de justicia pequeñas cantidades que les son debidas por terceros o que les han sido detraídas por vía de impuestos o de cualquier otra forma recaudatoria por las Administraciones Públicas, realidad que no requiere de más explicaciones por ser tan evidente que nadie promueve un pleito para reclamar una suma que va a resultar absorbida por los honorarios del letrado que le asista, sin que este argumento pueda enervarse con la invocación de los riesgos de incremento de la litigiosidad o de la posibilidad que los ciudadanos tienen de agruparse para ejercitar colectivamente sus acciones, porque ni esto es siempre factible ni los tribunales de justicia están exclusivamente para atender reclamaciones de gran cuantía o de singular trascendencia jurídica o social, dado que el acceso a la justicia no puede quedar condicionado al “status” económico y social de quien pretende el reconocimiento de un derecho, habiendo sido esta circunstancia la determinante del uso generalizado de la cuota litis en sentido estricto en determinados y concretos ámbitos de la asistencia jurídica.
Tal realidad no es contraria a lo dispuesto en el artículo 17.2 de la Ley de Competencia Desleal, que prohíbe la venta a pérdida, puesto que dicha venta sólo se reputa desleal por el aludido precepto cuando pueda inducir a error a los consumidores, desacredite la imagen de un producto o establecimiento ajeno o cuando forme parte de una estrategia para eliminar del mercado a los competidores, circunstancias que no concurren en el pacto de cuota litis, pues cuando se contratan los servicios de un abogado los resultados son inciertos y los costes desconocidos, de modo que, aunque el abogado se comprometa a no cobrar si pierde el pleito, el pacto no puede reputarse como una venta a pérdida si el asunto efectivamente se perdiese.
La independencia del abogado en su ejercicio profesional está garantizada por el ordenamiento jurídico, mientras que el argumento de que el pacto de cuota litis supone “una asociación del abogado con su cliente” con menoscabo de su independencia encubre una afirmación inexacta, ya que el precepto contenido en el artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía no impide que el abogado se asocie con su cliente sino que, por el contrario, prohíbe exclusivamente que esa asociación se haga de modo que el cliente sólo se comprometa a pagarle un porcentaje del resultado del asunto, pero lo tolera si se obliga a pagarle una cantidad mínima.
El propio precepto impugnado admite el pacto de cuota litis, si bien no autoriza las últimas consecuencias de tal pacto, con lo que, en definitiva, incurre en la exigencia, cuestionada por los demandantes, de establecer unos honorarios mínimos, lo que constituye una práctica contraria a lo dispuesto en el artículo 1.1.a) de la Ley de Defensa de la Competencia, y con ello perjudica a los abogados que se inician en el ejercicio de su profesión y tienen que abrirse paso en un mercado saturado de despachos profesionales sólidamente establecidos, a los que no interesa un pacto que no cubre los costes profesionales cuando no ganen los asuntos a ellos confiados, realidad que, por notoria, no merece insistir en ella.
La Sala, al examinar la legalidad del artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía, repite el argumento, usado anteriormente al desestimar otro de los motivos alegados por los demandantes, de que el artículo 2 de la Ley de Defensa de la Competencia excepciona las prohibiciones del artículo 1 en virtud de la aplicación de acuerdos, decisiones, recomendaciones y prácticas que resulten de la aplicación de una disposición reglamentaria que se dicte en aplicación de una ley, y aduce también que la relación entre abogado y cliente se encuadra en el contrato de prestación de servicios.
En cuanto a lo primero ya dije que, además de venir a reconocer el carácter de disposición reglamentaria en aplicación de la Ley que tiene los Estatutos Generales de las profesiones colegiadas, ha sido el propio legislador, mediante la promulgación del Real Decreto Ley 5/1996, de 7 de junio, y de la Ley 7/1997, de 14 de abril, quien ha dispuesto que el ejercicio de las profesiones colegiadas se realizará en régimen de libre competencia y estará sujeto, en cuanto a la oferta de servicios y fijación de remuneración, a la Ley de Defensa de la Competencia y a la Ley sobre Competencia Desleal (artículo 2.1, párrafo segundo, de la Ley de Colegios Profesionales), ordenando que “los acuerdos, decisiones y recomendaciones de los Colegios con trascendencia económica observarán los límites del artículo 1 de la Ley 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia, sin perjuicio de que los Colegios puedan solicitar la autorización singular prevista en el artículo 3 de dicha Ley”, y, por consiguiente, no cabe excepcionar la aplicabilidad de lo dispuesto por el artículo 1 de la referida Ley de Defensa de la Competencia en virtud de una regla contenida en un Estatuto General, que es lo que, en definitiva, viene a hacer el precepto contenido en el artículo 44.3 del Estatuto General de la Abogacía, por lo que dicho precepto, a mi parecer, es contrario a lo establecido en el citado artículo 1 de la Ley de Defensa de la Competencia y, por tanto, es nulo y así lo debería declarar esta Sala.
El otro argumento usado por la Sala, relativo a la naturaleza del contrato entre abogado y cliente, tampoco me parece relevante para declarar ajustado a derecho el precepto combatido, dado que la libertad de pactos establecida por el artículo 1255 del Código civil permite configurar la relación entre el abogado y su cliente como un contrato de ejecución de obra, en el que sólo la consecución de un resultado legitima el cobro del precio, libertad de estipulaciones que el precepto del Estatuto examinado impide en aras de la independencia del abogado en su ejercicio profesional, que, según lo expuesto, no resulta afectada tanto si se pacta una cuota litis en sentido amplio, permitida por dicho precepto, como si se conviene la cuota litis en sentido estricto, según la denomina el propio Estatuto, y que, como hemos dicho también, viene a convertirse en una forma encubierta de fijar honorarios profesionales mínimos, en contra de lo dispuesto por el artículo 1 a) de la Ley de Defensa de la Competencia, sin que se pueda negar que con la cuota litis, permitida por el precepto cuestionado y por el apartado 3 del artículo 16 del Código Deontológico de la Abogacía Española, se está configurando el contrato entre abogado y cliente como un arrendamiento de obra, pues salvo ese mínimo coste del servicio, que tendrá que pagar el cliente, el resto de la retribución se puede convenir en atención al resultado de la encomienda, pleito o gestión, de modo que, con toda razón, afirma el Tribunal de Defensa de la Competencia en el fundamento séptimo de su resolución de 26 de septiembre de 2002 que quien ha desnaturalizado el carácter de contrato de prestación de servicios que venía siendo propio de la relación entre abogado y cliente, aproximándolo al contrato de obra, ha sido el propio Consejo General de la Abogacía Española al permitir el pacto de cuota litis en los términos que lo hace el mencionado apartado 3 del artículo 16 del Código Deontológico de la Abogacía Española, aprobado en su sesión plenaria de 30 de junio de 2000, razones todas por las que el artículo 44.3 del Estatuto de la Abogacía Española, aprobado por el Real Decreto impugnado, resulta contrario a derecho y procede, en consecuencia, declarar su nulidad.
UNDÉCIMO.- En cuanto a la impugnación de los preceptos contenidos en los apartados b y e del artículo 84 del Estatuto General, los demandantes no aducen razón alguna para justificar la declaración de nulidad que postulan del artículo 84.e, no siendo nulo el precepto contenido en el apartado b) del mismo precepto porque sólo lo son, según los propios recurrentes solicitan, los apartados 2.e y 3 del artículo 25 del Estatuto, quedando, por consiguiente, vigentes los demás preceptos contenidos en dicho artículo, a los que, con carácter general, se remite el citado artículo 84 b), y otro tanto cabe decir del precepto contenido en el artículo 87.1,a), también impugnado.
La sentencia debería estimar la pretensión principal esgrimida en la demanda y declarar nulo de pleno derecho el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española al adolecer el procedimiento seguido para su elaboración y aprobación de vicios sustanciales que acarrean dicha nulidad, y, en cualquier caso, procedería declarar radicalmente nulos por ser contrarios a derecho, además del artículo 63.1.f, de dicho Estatuto, declarado nulo en la sentencia a la que se formula este voto particular, los preceptos contenidos en los artículos 22.2 b en cuanto declara incompatible el ejercicio de la abogacía con el ejercicio de la profesión de gestor administrativo, 25.2 e) y 3 y 44.3 del mentado Estatuto General de la Abogacía Española, sin hacer expresa condena respecto de las costas procesales causadas al no apreciarse temeridad ni mala fe en la actuación de las partes.
Dado en Madrid, en la misma fecha de la sentencia de la que se disiente.
PUBLICACIÓN.- Leída y publicada ha sido la anterior sentencia, juntamente con el voto particular, por el Excmo. Sr. Magistrado Ponente, estando la Sala celebrando audiencia pública en el mismo día de su fecha de lo que como Secretario, certifico.