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El Constitucional en su laberinto; por Ana Carmona, catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

26/09/2025
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El día 26 de septiembre de 2025 se ha publicado, en el diario El País, un artículo de Ana Carmona en el cual la autora considera que la existencia de bloques ideológicos en el Tribunal Constitucional tiene preocupantes efectos que erosionan su razón de ser.

EL CONSTITUCIONAL EN SU LABERINTO

El clima de intensa polarización que domina el panorama político español se proyecta de modo inmediato en la composición del Tribunal Constitucional y, consecuentemente, en el ejercicio de la función de máximo garante de la Norma Suprema que le corresponde. La reciente sentencia que avala la constitucionalidad de la ley de amnistía no hace sino confirmar la creciente fractura interna que se viene constatando en el seno del Constitucional en los últimos años. La normalización de la referencia a progresistas y conservadores en relación con sus magistrados que se ha impuesto entre la clase política y en los medios de comunicación ofrece una evidente prueba sobre la politización que impera en dicho órgano. Una situación que se ha constatado regularmente con ocasión de la selección y nombramiento de sus 12 integrantes. En efecto, el ejercicio de la potestad encomendada a los distintos órganos competentes (Gobierno, Cámaras y CGPJ) evidencia una lógica colonizadora de signo partidista que, sin lugar a dudas, pone de manifiesto una indisimulada voluntad de captura del máximo intérprete de la Constitución.

La exigencia de la mayoría de tres quintos necesaria tanto en el Congreso como en el Senado para la elección de los jueces constitucionales, cuyo objetivo es lograr un consenso reforzado entre las fuerzas con representación parlamentaria, ha sido completamente desnaturalizada en la práctica. En lugar de buscar el imprescindible consenso que conduzca a la selección de las personas más capacitadas para la delicada tarea del control de constitucionalidad, los partidos recurren a un sistema de cuotas, basado en la identificación de aquellos más próximos ideológicamente y, a continuación, al reparto de los cargos. La ausencia de vetos recíprocos a las distintas candidaturas propuestas y un muy laxo entendimiento del requisito de “reconocido prestigio profesional” completan el nocivo cuadro de referencia.

El resultado derivado de tal aproximación es la ya aludida presunción de alineamiento político que se predica de los miembros del tribunal, lo que se refleja tanto en el desarrollo de los procesos constitucionales (dimensión discursiva) como en su resultado final (sentencia adoptada). La perniciosa existencia de bloques ideológicos trae consigo, pues, preocupantes efectos que erosionan la razón de ser que justifica la jurisdicción constitucional como garante de la Norma Suprema. En este sentido, cada vez con más frecuencia, se percibe la inexistencia de imprescindibles dinámicas deliberativas entre los jueces constitucionales en el desarrollo del proceso que ha de conducir a la resolución finalmente adoptada. La identificación ya de entrada de bloques ideológicos conduce a la estimación previa de cuál será la solución a favor o en contra de la constitucionalidad de la norma impugnada y, asimismo, los votos con que contará la sentencia en cuestión. El caso de la ley de amnistía es la última prueba de esta patológica situación, puesto que el borrador de resolución que se propuso al pleno del tribunal -difundido previamente por los medios- no solo fue aprobado sin cambiar una coma, sino que el plazo establecido para su discusión resultó extraordinariamente reducido, mermando sustancialmente cualquier posibilidad de un -al menos teóricamente- sosegado debate. Que la decisión sobre la constitucionalidad de una ley de tan extraordinaria transcendencia no haya venido acompañada de un debate interno en profundidad al margen de una exigua predeterminación temporal, como con su habitual brillantez puso de manifiesto Pedro Cruz Villalón en este diario, es un síntoma evidente del delicado estado de salud de nuestro tribunal.

La incapacidad para desarrollar estrategias discursivas orientadas a identificar espacios de interpretación constitucional compartidos no solo por la mitad más uno de sus miembros, sino por su amplia mayoría explica el fenómeno de la extraordinaria proliferación de los votos particulares. Concebida esta figura como un cauce de expresión de la legítima discrepancia frente a la resolución avalada por la mayoría, en la actual polarización interna ha pasado a ser una vía normalizada en la que quienes han quedado en minoría ofrecen una visión radicalmente opuesta a la predominante. En tales circunstancias, la función integradora de la jurisdicción constitucional queda sustancialmente eclipsada, dando paso a la afirmación de dos universos interpretativos paralelos entre los que no existe nexo alguno de conexión ni de identificación recíproca y en donde no se halla coincidencia alguna. Así ha sucedido con las resoluciones sobre leyes relativas a cuestiones tan sensibles como la eutanasia, la interrupción voluntaria del embarazo o los decretos que declararon el estado de alarma. Todas ellas han alumbrado un juicio de constitucionalidad -favorable o en contra- determinado por la contingente “mayoría progresista o conservadora” dominante en cada momento.

Este modo de proceder sitúa al definido como máximo garante de la Constitución -y solo a esta vinculado- en el centro de controversias políticas, mostrándolo como una correa de transmisión de las mismas. Algo que choca directamente con el sentido de la institución y su función. Muy lejos ha quedado, lamentablemente, la idea del propio Constitucional en su sentencia 11/1981 de que “la Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diverso signo”.

Para ilustrar la delicada situación, traigo a colación las certeras palabras de Manuel García Pelayo, primer presidente del Constitucional, pronunciadas en 1980 en el acto de formación pública del mismo, donde afirmó: “La jurisdicción constitucional implica necesariamente un alto grado de sumisión de la política al derecho. Asegurar esa sumisión y no producir decisiones políticas es nuestra delicada y alta tarea”. Para lograr tal finalidad, sostenía sobre sus componentes: “Unos y otros hemos de renunciar a la tentación de hacer del tribunal un órgano político”. Profundizando en esta idea capital y con la intención de ilustrar los peligros a soslayar, proseguía: “Peor que el riesgo, impensable, de que unos y otros quieran hacer presiones sobre el tribunal, es el riesgo, mucho más probable, y en cierto sentido más grave, de que unos y otros entiendan que su propio enfoque de los problemas o su propio repertorio de soluciones como los únicos constitucionalmente posibles y acudan al Tribunal Constitucional en demanda de que se declaren ilegítimos los enfoques y soluciones discordantes”. A continuación, advierte y vaticina que “el intento de resolver por vía jurisdiccional contiendas que solo por la vía política pueden encontrar solución satisfactoria es el medio más seguro para destruir una institución cuya autoridad es la autoridad del derecho”.

Cuarenta y cinco años después de tan clarividentes palabras, el estado de la justicia constitucional en España encarna la mayor parte de los males que García Pelayo instaba a neutralizar. Los avisos parecen haber caído en saco roto, y la captura partidista de la institución ha experimentado un singular agravamiento. La polarización extrema del contexto político genera una clamorosa incapacidad para lograr acuerdos básicos sobre temas capitales que a todos atañen (esos que se denominaban “los temas de Estado”). Es en tal dinámica de bloques enfrentados en la que el Constitucional debería reivindicarse activamente como árbitro imparcial y efectivo baluarte defensivo del pacto fundacional recogido en la Constitución. Un tribunal que actúe como tercera Cámara de representación política no tiene razón de ser. Para ese viaje no se necesitan las valiosas alforjas de las que se halla provista la jurisdicción constitucional.

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