TÍTULOS, TITULITIS Y JUECES
Los fuegos no sólo devoran campos, también noticias. Ha bastado que se concatenen unos cuantos para reducir a pavesas la escandalera que les precedió, la de esos políticos que lucen titulaciones sólo existentes en sus currículos. Así va trabajándose la mente y opinión de este pueblo tan olvidadizo: no ha digerido un escándalo cuando otro nuevo lo traslada al reino del olvido y si, pertinaz, se mantiene en el tiempo -en la lógica política, una media de tres telediarios, nada mejor que revelar que el adversario padece la misma cojera. Eficaz disolvente es untar en la mente ciudadana con un poco de “pero si todos son iguales”. Por “todos” se sobreentiende políticos y partidos.
Pero el fuego no ha borrado de mi mente el escándalo de esos mentirosos que lucen licenciaturas, ingenierías, arquitecturas o doctorados inexistentes o que, todo lo más, incoaron unas carreras luego abandonadas para no privarnos de sus servicios y entrega, políticos rapaces, aspirantes a trapaceros, que parecen decirnos “¿el título? no lo tengo, pero como si lo tuviera”. Esto sonroja y ya sabemos que quien actúa sin vergüenza acaba transustanciado en sinvergüenza. Sube de tono el reproche si lo falso no es el currículo sino el mismísimo título, eso que enmarcado se cuelga en la pared, en cuyo caso estamos ante un delincuente.
En países que consideramos serios y no torrenteros ya se sabe que tales trapacerías cuestan el cargo o la carrera política, pero lo que se castiga es la mentira. Ahora, sin flagelarnos, me pregunto -les pregunto- para ser político ¿realmente hay que tener un título académico, en particular universitario? Mi respuesta -al menos la mía- es que no. Exigirlo padecería de esa titulitis tan propia de las ansias de la clase media nacida en los sesenta del siglo pasado. La única titulación exigible es una que no dan las universidades: ser persona decente. La consecuencia es que un sinvergüenza, un amoral, carece de esa titulación no documentable en una historiada cartulina, pero que debería acreditarse a golpe de coherencia, respeto a la palabra dada, espíritu de servicio y otras asignaturas que, superadas, te dan el mejor doctorado para dedicarse a la política: la honradez.
Pero entiéndanme bien, por favor. Para la política tener una formación académica y, además, profesional, es bueno, muy bueno, pero no imprescindible. Ciertamente -al menos para la Administración del Estado- la ley reguladora del régimen de “alto cargo” tiene como idóneos a quienes reúnan honorabilidad, formación y experiencia en una materia dependiendo del cargo que se vaya a desempeñar. Pero no es un requisito de elegibilidad, sino un consejo, un deseo: una pauta. Y no habla de títulos.
El buen hacer político no exige una recluta entre primeros números en las oposiciones, sino otras habilidades y para mí que el político prudente -aparte de decencia- debe tener, sobre todo, la capacidad -¿humildad?- de hacerse con un buen equipo, de rodearse de personas cualificadas en lo técnico, personas competentes o, mejor, más competentes que el jefe. Pienso en Corcuera. Se censuró que careciese de estudios universitarios, pero fue un político decente y, además, coherente e hizo algo inaudito: promotor de la ley de Seguridad Ciudadana -aquella de “la patada en la puerta”- dijo que dimitiría si se declaraba inconstitucional, el Tribunal Constitucional la tumbó y él cumplió su palabra.
Ahora reparo en otra cosa. Si repasamos a los tres poderes del Estado concluiremos que para ser parlamentario -Legislativo- la experiencia muestra que no hace falta ser titulado universitario, acaso -y no es poco- saber leer y escribir; tampoco para ser presidente, ministro o secretario del Estado -Ejecutivo-, sí de subsecretario para abajo. Y nos queda un tercer poder del Estado, el Judicial, el único para el que se exige al menos la licenciatura o grado en Derecho. Como excepción por sus reducidas competencias, está la Justicia de Paz y cosa distinta es ser Jurado: en ese caso se participa de un poder del Estado, no se ejerce.
Que ese tercer poder del Estado sólo puedan ejercerlo personas especialmente cualificadas -jueces- y que para ello deban demostrarlo, lleva a tres consecuencias. Una, que la lógica del juez es jurídica no política, luego la forma de concebir la lucha política o de valorarla no sirve para valorar la actuación judicial: el del juez es un quehacer de base jurídica, eso le legitima, luego criticarlo no puede ventilarse con criterios políticos. Otra consecuencia más: que el juez deba tener una formación jurídica no queda en alardes de tecnicismo jurídico, se le exige un fondo ético. Y la tercera: que, por ejercer un poder jurídico, es rechazable aflojar en la exigencia de conocimientos. Esto va por quien gobierna, empeñado en llevar a la Justicia esquemas contagiados de esa mentalidad propia de políticos trapaces, dados a la mediocridad, a lucir currículos de cartón piedra.