LA GOBERNACIÓN ACELERADA
Permita EL veraniego lector que abandone por un rato el comentario del estéril reñidero político patrio y dirija su atención a facetas más abstractas de la política, en concreto a la influencia que tiene sobre ella el tiempo, el señor de todas las vidas.
El tiempo, que parecía hasta hace poco un factor constante en la política, se ha convertido hoy en una de las variables que más condicionan aquella, hasta el punto de que afirma Daniel Innerarity que “toda teoría de la sociedad debe ser hoy una teoría del tiempo”. ¿Y qué le ha pasado al tiempo? Probablemente nada en su esencia, pero sí algo muy importante en su impacto social, como lo es la sensación generalizada de que el tiempo y la historia se han acelerado últimamente. Es la percepción del tiempo (la durée, que diría Bergson), lo que ha sufrido una profunda alteración: para la mente humana el tiempo es lo que hay entre dos movimientos o sucesos, a mayor velocidad en la sucesión de estos, menor duración del presente.
Hubo una época en que las aceleraciones de la historia fueron saludadas con alborozo (“locomotoras de la historia”, las llamaba Marx); ahora, por el contrario, vivimos en una de aceleración continua carente de todo referente a un futuro discernible. Una cultura de la urgencia en la que nada permanece, pero tampoco cambia nada esencial: es una aceleración vacía, un Presente inestable.
Pues bien, la sensación de aceleración del tiempo es, según los politólogos, una de las más relevantes causas de fenómenos políticos tan significativos como la pérdida de confianza de los ciudadanos en sus dirigentes, la desafección política hacia el sistema o el declive de la capacidad del Estado para intervenir eficazmente en la marcha de la sociedad. Y este artículo trata de comentar con un poco más de detalle esa relación entre la aceleración de la experiencia y el mal gobierno.
En primer lugar, se produce en la contemporaneidad democrática una especie de rebelión del tiempo corto del gobierno contra el tiempo largo de las instituciones de control y contrapeso. Manda la actualidad y se cuestionan abiertamente las cautelas y controles que las instituciones del Estado de derecho interponen para realizar la voluntad inmediata de los ciudadanos y sus gobernantes. ¿Por qué existen reglas constitucionales, cotos vedados a las mayorías o todas esas limitaciones que generaciones pasadas impusieron a las vivas? ¿Por qué no admitir que en democracia no hay nada vedado a la voluntad de ahora? ¿Por qué no efectuar una interpretación constructiva de la Constitución que la vuelva flexible ante las necesidades del momento?
Es la ansiada primacía del momento, porque una de las características de nuestras sociedades presentistas y urgentes es la de privilegiar la satisfacción inmediata de las necesidades sobre cualquier consideración restrictiva proveniente del pasado y, sobre todo, del futuro. La postura del ciudadano normal con respecto al presente tiene algo de predatorio: explotar el presente y dilatar al futuro los problemas consecuentes. Es la rapiña del futuro por parte de la más fuerte de las coaliciones políticas existentes: la coalición de los vivos.
Si en algo se nota esta rebelión del temps court es en el vuelco copernicano de lo que eran las leyes, las normas generales y abstractas y dotadas de vocación de permanencia que los legisladores establecían con ponderación reflexiva. Eso desapareció. Las leyes se han vuelto poco más que decisiones muy concretas y temporales de los gobernantes, que reaccionan ante situaciones muy particulares y mudables. Las leyes son todo menos permanentes: son poco más que operaciones de imagen con las que la política intenta atolondradamente sincronizarse con el presente y con sus exigencias.
Pero es una sincronización imposible, por lo menos sin devaluar seriamente el valor de la ley. De ser una institución social que buscaba reducir la incertidumbre, el azar y el riesgo del futuro para que fuera posible ejercer la autonomía personal (Francisco Laporta), la hiperactividad legiferante provocada por la aceleración del tiempo trae consigo más inseguridad y más inestabilidad.
Desde otro punto de vista, la presentación inmediata que los medios de comunicación hacen de los cambios constantes y de la opinión social ante ellos parece (sólo parece) hacer que, ¡por fin!, el gobernante pueda conocer en tiempo real la opinión pública, pueda discernir cuál es la voluntad social. Habríamos llegado a una época en que sería posible algo así como la democracia instantánea: gobernar siguiendo la voluntad común con reactividad fiel, gracias a los instrumentos técnicos disponibles y a la actuación de los medios: no sería la inefable democracia directa, pero por lo menos valdría como democracia en directo. Una ilusión que se desmorona no bien constatamos que lo que llega por esos cauces no es nada que merezca el calificativo de voluntad sino, como sentenció E. Renan hace siglos, el capricho del momento. Lo que llega son los humores, temores, miedos y demás sensaciones poco reflexionadas que inspira en la sociedad el cambio acelerado.
Aun así, el gobernante acelerado es capturado por esta presentación constante de los humores sociales y tiende indefectiblemente a intentar seguirla. No a crearla o dirigirla, sino a seguirla. Una gestión cortoplacista inspirada en datos como los de “si hoy se celebraran elecciones” que en realidad hace desaparecer cualquier separación entre los tiempos electorales y los tiempos de gobierno.
Más aún: otra consecuencia relevante de la transmisión pública inmediata de los humores sociales en los sistemas acelerados es la fragmentación del espacio público. Lo que emerge de los medios no es una voluntad general, sino muchas voluntades particulares, constituidas por demandas y exigencias sesgadas y contradictorias nacidas de conflictos puntuales. No hay tiempo para pararse a imaginar y construir desde el gobierno una política global coherente y largoplacista, sino sólo para correr a atender a grupos particulares de damnificados con medidas ad hoc.
Además, esa urgencia por los problemas desestructurados hace que el estilo de política que se valore positivamente sea la política de la proximidad. Lo que se aprecia en el político no es la formulación de una propuesta coherente de futuro, sino el hecho de que sea sensible a los desastres puntuales, se muestre empático y cercano, sea capaz de hacer creíble su sinceridad o su preocupación. Pero al actuar así, lo que provocan los políticos es sólo realimentar la aceleración recíproca. Porque, aunque suene muy frío decirlo, la buena política reclama hoy más lejanía entre gobernantes y gobernados, más reflexión y menos compasión (F. Ankersmith). Los subsistemas económicos, tecnológicos y expresivos marchan a un ritmo tan acelerado que el subsistema de producción de decisiones generales, el político, no puede alcanzarlos y se perjudica al intentarlo futilmente. Hay que retrasar el ritmo político para ser eficaz, pero la opinión no lo permite.
La falta de liderazgos sólidos en nuestras democracias tiene aquí su explicación sistémica: más allá del azar generacional o cultural, el liderazgo se ha vuelto incompatible con los requerimientos de la manera acelerada de gobernar. La política reactiva, seguidista, defensiva, siempre temerosa de la siguiente elección, genera un tipo de política que recuerda a la de unos bomberos que llegan siempre tarde y mal a los incendios sociales. Incompetentes y autistas, así se percibe a los políticos.
El liderazgo actual consistiría, si realmente existiera, en la capacidad de un político para dar malas noticias al público. Algo impensable para nuestros gestores, que huyen como de la peste de ese papel, sean de izquierdas o derechas, que en esto los males son comunes. Hay enormes sectores de nuestra institucionalidad social y económica que se han convertido en tabúes; nadie osaría siquiera acercarse a ellos de verdad porque sería su tumba política. El papel de Casandra no vende.
Otro día del verano, si les parece, observaremos la última consecuencia de esta inestabilidad del tiempo presente que experimentamos, que no es sino el recurso al pasado como único tiempo estable capaz de soportar nuestras querellas, hasta recaer en el surfeit of memory.