EL RAYO QUE NO CESA DE LA CORRUPCIÓN
Los escándalos de corrupción protagonizados por dirigentes de partidos que ocupan cargos públicos, así como por personas próximas a los circuitos del poder, son una suerte de rayo que no cesa, contando con una asentada tradición en nuestro país. A lo largo de los años, asistimos a un goteo continuo de procesos judiciales cuya finalidad es depurar las responsabilidades derivadas del uso espurio de fondos públicos por quienes gestionan -o deberían gestionar- el interés general.
La última manifestación de esta recurrente patología -por ahora- viene de la mano de la publicación de unas grabaciones en las que Santos Cerdán, ya ex secretario de Organización del Partido Socialista, asume un papel central en una trama de corrupción en la que están implicados Koldo García y el exministro José Luis Ábalos. La directa participación de Cerdán, según esas grabaciones, en actividades delictivas lanza un torpedo con gran potencial destructivo a la línea de flotación del Gobierno, cuyos efectos, lejos de haberse neutralizado, se han instalado en el centro del debate político y están llamados a impactar frontalmente en el devenir de la legislatura. Las condiciones en las que esta puede seguir adelante -si es que sigue- no son halagüeñas. La petición de perdón de Pedro Sánchez, así como el anuncio de una auditoría de las cuentas del partido, se muestran como remedios raquíticos, incapaces de contener la onda expansiva de la crisis desatada. Discernir las responsabilidades internas, siendo condición necesaria, no resulta en sí misma suficiente. Es solo una parte de la exigencia de rendición de cuentas que trae consigo este caso, que se proyecta tanto en el terreno político como en el jurisdiccional. En relación con este último, ya sabemos que la justicia tiene un tempo propio, proceloso y garantista que discurre por sus propios cauces, situados al margen de la controversia política.
Pero hasta cuando llegue el momento de la verdad judicial, se impone una reflexión de índole general, centrada en la consideración de los instrumentos con los que cuenta nuestro ordenamiento para hacer frente a unas conductas que no dejan de producirse. Porque lo cierto es que entre la ciudadanía se impone cada vez con más fuerza -y así lo ponen claramente de manifiesto las encuestas realizadas por el CIS- la percepción de que la corrupción está instalada en la esfera política, echándose en falta un compromiso decisivo por parte de los partidos para erradicar esta situación.
Desde la perspectiva de la calidad e integridad democráticas, el caso ahora comentado, al igual que otros que le han precedido en el tiempo (Gürtel, Malaya, ERE, etcétera), se enmarca en un sistema que no cuenta con suficientes instrumentos capaces de prevenir y neutralizar la corrupción, que extiende sus tentáculos sobre las administraciones públicas. Un primer elemento a considerar es que, en nuestro país, el principal eje articulador de la lucha contra este patológico fenómeno se centra en medidas de carácter represivo. El elenco de delitos que pueblan nuestro Código Penal cuyo objeto es el castigo de una variopinta categoría de actividades referidas a la utilización, sustracción o desviación de fondos públicos no ha dejado de aumentar. Hay un segundo hilo conductor de la estrategia represiva, el cual apunta hacia el endurecimiento de las penas. La aproximación general al tema, por lo tanto, es muy clara: más figuras delictivas y penas más duras para castigarlas. Dicho lo cual, es preciso llamar la atención sobre el hecho de que este planteamiento de fondo tropieza con una considerable carencia de medios materiales y personales, lo que lastra significativamente su eficacia. En sus informes anuales sobre el Estado de derecho, la Comisión Europea ha señalado expresamente el bajo número de jueces, magistrados y fiscales especializados con que cuenta nuestro país; en eso coincide con lo manifestado por el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa. Esta escasez de recursos trae consigo una acusada ralentización de los procesos, lo que supone, como resulta obvio, un serio obstáculo. En directa relación con esta carencia, la Comisión no ha dejado de reclamar de forma reiterada una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal orientada a agilizar la duración de las investigaciones.
Por lo que respecta a los instrumentos en el terreno de la prevención, el panorama existente en el ordenamiento español es extremadamente pobre y necesita una profunda revisión. Así lo han puesto abiertamente de manifiesto diversas instancias internacionales. La Comisión Europea ha puesto en evidencia que España carece de una estrategia global contra la corrupción, a lo que se une la ausencia de una agencia estatal de supervisión, especializada en prevenir y combatir estas actividades. En esta línea, es preciso llamar la atención sobre la existencia de una preocupante tendencia en determinadas comunidades autónomas (gobernadas por el Partido Popular con el apoyo de Vox), consistente en la supresión en sus respectivos territorios de las agencias antifraude operativas (como ha sucedido en Baleares) o en reducir significativamente sus competencias (es el caso de Valencia). Otro de los déficits estructurales, que contribuyen a agravar el problema detectado, apunta directamente al ámbito legislativo. Mención específica merece el abultado retraso acumulado en la transposición de directivas europeas para la lucha contra el fraude y la corrupción, parte central de los esfuerzos de la UE por proteger el Estado de derecho. Una consideración igualmente crítica merece la normativa vigente en materia de conflictos de interés de los empleados públicos, habiendo insistido la Comisión Europea en que debería ser más estricta y adaptada al principio de transparencia. Tampoco existe un marco legislativo en materia de grupos de interés.
Tomando en consideración la situación concurrente, no resulta extraño que España haya experimentado una notable pérdida de puntuación en el Índice de Percepción de la Corrupción publicado recientemente por Transparencia Internacional. En el mismo, nuestro país desciende 10 posiciones en el ranking con respecto a 2023, pasando a ocupar el puesto 46.º sobre un total de 180. Una situación de empeoramiento que también emerge en el último Informe del Banco Mundial sobre indicadores de gobernanza. De los cuatro indicadores utilizados (control de la corrupción, eficiencia gubernamental, calidad regulatoria y Estado de derecho), la peor calificación obtenida por España atañe precisamente al primero, disminuyendo un 11,3% con respecto al año precedente.
Concurre, pues, un contexto insatisfactorio que favorece la erosión del Estado de derecho y del sistema institucional, contribuyendo decisivamente al progresivo deterioro de la confianza ciudadana en la capacidad de los poderes públicos para prevenir y combatir eficazmente la corrupción. El avance del populismo, de este modo, recibe un indudable (e indeseable) impulso. Así no se puede seguir titulaba Soledad Gallego-Díaz un artículo publicado en este diario en el mes de febrero, reclamando a los partidos la necesidad imperativa de reaccionar y adoptar una estrategia conjunta contra la corrupción. Este último escándalo no hace sino confirmar con toda crudeza tal exigencia, porque, en efecto, así no podemos seguir. Hasta ahora, sin embargo, las reacciones de los distintos partidos en el caso comentado no apuntan en tal dirección, mostrándose ancladas en los habituales discursos de la descalificación mutua.