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Desmanes y encubrimientos; por Consuelo Madrigal Martínez-Pereda, ex fiscal general del Estado y Académica de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

11/06/2025
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El día 11 de junio de 2025 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Consuelo Madrigal Martínez-Pereda, en el cual la autora considera que el anteproyecto de reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal legaliza una gravísima amenaza para la seguridad jurídica, la igualdad y el derecho de los ciudadanos a un juicio justo con todas las garantías.

DESMANES Y ENCUBRIMIENTOS

La pretendida reforma del EOMF (Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal) evidencia que los avances en el terreno de la libertad no están nunca definitivamente logrados y corren siempre el riesgo de perderse. El anteproyecto aprobado lamina el diseño constitucional del Ministerio Fiscal, su integración en el poder judicial y su autonomía funcional, pendientes aún de completa materialización en el terreno de la gestión y la autonomía presupuestaria que reclaman hace años tanto los términos del art. 124 CE como los estándares europeos de independencia de la institución.

La rapacidad política sobre las instituciones básicas del Estado de Derecho ilustra hasta qué punto se han debilitado el ethos público y el peso intangible de los valores, las normas y las virtudes cívicas como mecanismos de control democrático en nuestra sociedad.

Desde su sospechosa urgencia y su pretendida justificación en los contrarios requerimientos de instancias europeas hasta las restricciones de la actividad asociativa de los fiscales, pasando por la vía de la arbitrariedad y el sectarismo que se abre para orillar las exigencias constitucionales de mérito y capacidad en el acceso a funciones y cargos públicos mediante el insólito control gubernamental en el acceso a la carrera fiscal, el privilegio de la preparación oficial de las oposiciones, la injusta ventaja del “cuarto turno” sobre el turno libre y un estrafalario proceso de estabilización de sustitutos... Todo en la propuesta de reforma entraña un trágico retroceso al régimen dictatorial de Primo de Rivera que alumbró el EOMF de 1926 y que estuvo vigente durante todo el franquismo, cuando el ministro de Justicia podía dar órdenes al fiscal. Sería ahora el ministro del Interior el que impartiría sus instrucciones generales a la Fiscalía.

Cierto que la legitimidad democrática de la actuación de los fiscales conecta constitucionalmente con la del Gobierno que designe al fiscal general del Estado (FGE), pero hemos asistido en los últimos años a la disolución de esa legitimación al esfumarse de facto los requisitos de idoneidad y reconocida competencia de los candidatos con el cruce de puertas giratorias, el desprecio a los presupuestos de compatibilidad, la desviación de poder o la ausencia de objetividad de aquel reconocimiento. A todo ello se suma la desafección ciudadana ante el permanente cuestionamiento público de actuaciones del FGE sospechosas de parcialidad. Sin embargo, en lugar de reforzar las garantías de independencia, equiparándolas como mínimo a las exigidas para presidir el Tribunal Supremo o dirigir la Fiscalía Europea, el anteproyecto mantiene los actuales términos de nombramiento del FGE que se han demostrado eludibles sin consecuencias, y guarda silencio sobre el espinoso tema de sus relaciones con el Gobierno, que deberían limitarse a un mínimo tasado y someterse a publicidad y rendición de cuentas.

Además de asegurar el completo control gubernamental de la composición del Ministerio Fiscal, la reforma se centra en el fortalecimiento del poder interno del FGE en sus dos aspectos nucleares. En primer lugar, respecto a nombramientos, ascensos, apreciación de causas de incompatibilidad y régimen disciplinario de los fiscales, anulando completamente las escasas atribuciones de contrapeso que en tales materias tiene actualmente el único órgano representativo, el Consejo Fiscal, cuya composición y previsibles mayorías se alteran para crear la falsa apariencia de apoyo interno, con una modificación del sistema de elección de los vocales, carente de justificación en criterios de representatividad.

En segundo lugar, en lo referido a los procedimientos de adopción de decisiones y solución de controversias sobre la interpretación y aplicación de las leyes, lejos de introducir la racionalidad y los mecanismos prudenciales y deliberativos que se vienen demandando hace años, el anteproyecto libera para la jerarquía el reparto de trabajo y las atribuciones de relevo de funciones, avocación de asuntos y designación de fiscales ad hoc, manteniendo intactas las exorbitantes posibilidades actuales de intervención directa del FGE en asuntos concretos, cuya aplicación práctica es la principal fuente de cuestionamiento público y comprensible descrédito de la institución. Tales prodigalidades no se compensan ni maquillan con el refuerzo de la Junta de Fiscales de Sala, pues una escandalosa política de nombramientos ha asegurado en los últimos años el apoyo monolítico de las dos terceras partes de sus miembros.

Tan férrea articulación de la jerarquía interna olvida que unidad de actuación y jerarquía son principios secundarios e instrumentales para la aplicación de los principios esenciales de legalidad e imparcialidad, a cuyo imprescindible fortalecimiento y garantía no presta ninguna atención el prelegislador.

Comparece aquí el núcleo de la cuestión que el proyecto mantiene intacto: ¿es admisible en democracia un poder sin responsabilidad? Las apelaciones a la legalidad e imparcialidad son una falsa cobertura si sus deberes inherentes y su concreción práctica permanecen exentos de prevención, control y responsabilidad por incumplimiento. Se atribuya o no la instrucción al fiscal, es ya indispensable adecuar la responsabilidad de los fiscales y, muy especialmente, del FGE a la trascendencia del inmenso poder de iniciar y prolongar investigaciones penales, de acusar o abstenerse de hacerlo y de representar “objetivamente” la legalidad en defensa de los derechos de los ciudadanos y el interés público tutelado por la ley.

A diferencia de lo que ocurre con jueces y magistrados, no existe el delito de prevaricación del fiscal por la dolosa arbitrariedad o injusticia de su proceder. Podría el FGE cometerlo en el ámbito administrativo, pero incluso ante la jurisdicción contenciosa son pocos los que se animan a recurrir sus decisiones. Recientes sentencias del TS, ya anulando sucesivamente un mismo nombramiento o apreciando la desviación de poder en algún otro, se refieren solo a los supuestos más clamorosos. Su responsabilidad disciplinaria ni siquiera está contemplada y hasta se le pretende injustificadamente exento de las previsiones de la LOPJ sobre suspensión automática de funciones en caso de procederse judicialmente en su contra por delito cometido en su ejercicio. En esta tesitura, la imposibilidad fáctica de su cese, introducida en 2007 como un avance en la autonomía institucional, permite al gobierno de turno declinar cualquier responsabilidad por actuaciones polémicas o partidistas. Esto es, no existe tampoco responsabilidad política del FGE ni del Gobierno que lo designó. Estamos, pues, ante un poder del Estado, de formidable incidencia en los derechos de los ciudadanos, exento de rendición de cuentas y de responsabilidad.

Así, la prolongación del mandato del FGE por cinco años solo generaría disfunción, sin añadir nada a las escasas garantías de independencia de la maltrecha figura ni alcanzar a encubrir las posibilidades de apoderamiento institucional que el anteproyecto habilita.

El insensato fortalecimiento de tan peligrosa anomalía democrática ha de verse a la luz de la inveterada sumisión material y presupuestaria en que se mantiene a la Fiscalía, pese a las reiteradas advertencias y reproches de instancias europeas y a los informes del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa. La dependencia del Gobierno, que algún político ha exhibido cínicamente, puede ser también política e ideológica, según la disposición personal de cada FGE; ilumina la propuesta de reforma y la presenta como lo que es: fortalecimiento del control del Gobierno - de cualquier Gobierno - sobre la acción de la Justicia ante los Tribunales.

El éxito de esta proposición legislativa no solo impediría la atribución de la instrucción a los fiscales y alejaría la reforma racional del proceso que necesitamos; también legalizaría una gravísima amenaza para la seguridad jurídica, la igualdad y el derecho de los ciudadanos a un juicio justo con todas las garantías.

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