ALERTA, CIUDADANOS
He compartido reuniones y responsabilidades en el Consejo Fiscal con Álvaro García Ortiz (y antes con Dolores Delgado) durante casi tres años. Ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido y desde la actitud observada, especialmente la del primero, en el Consejo Fiscal, no tengo dudas de que su mandato responde no a una simple gestión de la institución de la Fiscalía, sino a un proyecto de cambio dirigido al control de la Fiscalía, bajo la dependencia gubernamental socialista, por el tiempo más extenso que sea posible.
De la ausencia de escrúpulos del citado García Ortiz eran expresión, antes de su nombramiento, las infames maniobras perpetradas contra el fiscal Ignacio Stampa, que, una vez descubiertas, habrían supuesto para cualquier fiscal respetuoso con su función el abandonar, por lo menos, cualquier tipo de responsabilidad. García Ortiz, entonces fiscal jefe de la Secretaría Técnica de quien le nombró, la entonces fiscal general Dolores Delgado, prorrogó una investigación que sufría Ignacio Stampa por revelación de secretos (gran requiebro del destino) “sugiriendo” al instructor del expediente, en varias ocasiones y sin título alguno para ello, la práctica de diligencias absolutamente inútiles que retrasaron varios meses el archivo de las mismas. Todo ello se supo gracias a que el instructor de esas diligencias de investigación de la Fiscalía, que era consciente de la suciedad de la maniobra, incorporó al expediente esas “sugerencias” de García Ortiz y a que dio copia de las mismas al investigado antes de que se “expurgara” el expediente de dichas “sugerencias”. Todo ello ocurrió y supuso reiteradas condenas de la Fiscalía en los tribunales de lo Contencioso-administrativo a instancias de Stampa (ha escrito un libro donde se relata con todo detalle lo que entonces ocurrió), así como la condena en costas también a la Fiscalía General del Estado.
Ya nombrado fiscal general, en su actuación en el Consejo Fiscal (órgano de asesoramiento del fiscal general del Estado que tiene, sin embargo, algunas funciones decisorias y otras no vinculantes, pero de indudable relevancia), la protección que García Ortiz ha hecho de los intereses gubernamentales ha sido una constante, como lo ha sido la protección que ha disfrutado el afectado del Gobierno (el presidente se ha referido a García Ortiz como “su” fiscal general). Uno diría que, bueno, esto ya ha pasado antes y todo acabará cuando el Gobierno cese, como ha ocurrido otras veces. Pero es que si algo ha distinguido la gestión de García Ortiz ha sido la decisión de transformar la orientación ideológica de la cabeza de la Fiscalía constituida fundamentalmente por la Junta de Fiscales de Sala, y eso no puede ser una cuestión únicamente surgida de la cabeza politizada del fiscal general.
Es cierto que la politización de la Fiscalía, fenómeno terrible para la imagen de imparcialidad de la institución, que se ha ido construyendo a lo largo de décadas, tiene su fundamento en que -de manera alternativa al mérito y la capacidad como criterios determinantes de los ascensos- los nombramientos se orientan hacia fiscales afines a los partidos políticos de los Gobiernos.
Ese problema nunca se ha querido afrontar políticamente ni tampoco en el seno de la Fiscalía, y así llevamos décadas. Pero ahora es diferente. Ahora existe un Gobierno que está transformando de manera muy relevante ciertos aspectos que considerábamos esenciales en un Estado de derecho. La amnistía, las acusaciones de lawfare a jueces y fiscales, la introducción masiva de fiscales y jueces sustitutos en los escalafones de las carreras o la ocupación ideológica y gubernamental de las instituciones de control sometiéndolas a obediencia, y, entre ellas, claro, de la Fiscalía.
Hoy sabemos que el Gobierno pretende atribuir la investigación de los delitos a la Fiscalía, sin despolitizarla previamente: al contrario, reforzando los poderes del fiscal general del Estado, es decir, de “su” fiscal. Que se planea la incorporación de varios cientos de profesionales sustitutos a las plantillas de jueces y fiscales sin las mismas condiciones que las exigidas para quienes sacrifican muchos años de su juventud estudiando. Hoy sabemos que el fiscal general considera que el mérito y la capacidad no son los únicos aspectos a considerar en los nombramientos discrecionales, sino que ha sostenido y reafirmado que “las necesidades de la Fiscalía y ciertos equilibrios que hay que mantener” son también relevantes. Pero como no ha dicho nunca cuáles son esas “necesidades” ni esos “equilibrios”, en la práctica son criterios que le sirven para poder nombrar a quien mejor le cuadra.
Hoy tenemos -convenientemente filtrado- el borrador de resolución del Tribunal Constitucional sobre la Ley de Amnistía, concedida a cambio de los votos que los amnistiados otorgaban al presidente del Gobierno para su investidura. En el borrador esta norma es considerada, a pesar de ese hecho, o peor aún, soslayándolo, como constitucional. Y todo ello, sin Presupuestos, por carecer de la mayoría para ello; y, sobre todo, en plena eclosión de casos de corrupción que afectan tanto a las cloacas del Gobierno como al entorno familiar y político del mismo presidente.
Que ahora se haya acordado la incoación de procedimiento abreviado del fiscal general del Estado y de la fiscal jefe de Madrid es todo menos irrelevante. No es, desde luego, mi intención entrar a examinar el auto del instructor, de quien, sin embargo, debo decir que ha conducido una investigación garantista, independiente y valiente, considerando el hecho de que el investigado, el fiscal general del Estado, ha utilizado reiteradamente sus poderes para valerse de la misma Fiscalía en su propia defensa, y ello desde el mismo comienzo de la investigación.
Ya en abril de 2024, tras la querella contra varios fiscales por la nota informativa de la Fiscalía de Madrid del 14 de marzo, afirmó públicamente que “estaba informado de los acontecimientos y de la publicación de un comunicado que se limitaba a desmentir informaciones falaces e interesadas”, pero ocultando que no es que “estuviera informado”, sino que él mismo era el impulsor de la nota en cuestión (“es imperativo sacarla”, “nos van a ganar el relato”), datos que solo aparecieron después, tras la investigación judicial. Por supuesto, las protestas de indefensión, de desproporción, de los “secretos de Estado” que contenía el teléfono de García Ortiz cuando fue clonado a instancia judicial eran humo: había borrado todos los datos de su terminal y, además, lo había cambiado cuando se incoaron diligencias penales contra él en el Tribunal Supremo.
El auto que sitúa al fiscal general del Estado a las puertas del juicio oral, en mi criterio, evidencia la extraordinaria gravedad de la situación. El Gobierno podría, sobre la base de lo que establece el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, proceder a la remoción de García Ortiz por incumplimiento grave de sus funciones. O quizá, alternativamente, debería aclarar a través de quién recibió el famoso correo que constituye el secreto revelado antes de que fuera utilizado en la Asamblea de Madrid contra la presidenta de la Comunidad. No ha hecho ni una cosa ni la otra. Así, es forzoso concluir que la falta de tacha de García Ortiz, y, por tanto, de la misma Fiscalía General no es más importante para el Gobierno ni para García Ortiz que su continuidad en el cargo. ¿Y eso por qué? Desde mi punto de vista, porque el actual fiscal general del Estado ha demostrado gran eficacia en la defensa del Gobierno y de algunas de las causas que afectan al entorno del presidente del Gobierno, así como en la configuración de una jerarquía de la Fiscalía que se ajusta a la línea ideológica gubernamental.
Lo que tenga que suceder con el Ministerio Fiscal y el proceso penal está en las manos de García Ortiz, las mejores desde el punto de vista del Gobierno. Creo que eso convierte a García Ortiz, ante toda España, en una marioneta del Gobierno, arrastrando con ello a la Fiscalía. Pero tampoco eso es más importante que lo que hace el fiscal general por quien le nombró. Esto no es algo que se limite al estrecho episodio de un fiscal general sobre el que recaen graves sospechas de la comisión de un delito contra un particular y en favor del “relato” gubernamental; con pleno respeto a la presunción de inocencia del investigado, que solo puede ser destruida tras una sentencia condenatoria, esto es, en mi opinión, un episodio más de un cambio profundo en nuestro Estado de derecho, que resulta al fin la garantía fundamental de la interdicción de la arbitrariedad.
Esas reglas del Estado de derecho, que incluyen la separación de poderes, la existencia de contrapesos o el respeto a la legalidad, están o deben estar por encima de ideologías. Son patrimonio de todos, y todos tenemos que defenderlas. Porque hoy mandan unos, pero mañana lo harán -presumiblemente- otros. Y esas reglas nos protegerán también, salvo que acaben destruidas, de los eventuales abusos o tentaciones de abusos de otros. Por ello, creo que hay motivo para la alarma en los ciudadanos.