EL ESTATUTO FISCAL: UNA CONTRARREFORMA
El Anteproyecto de ley de reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (EOMF) que acabamos de conocer se enmarca en una iniciativa gubernamental dirigida al cambio de modelo de proceso penal para atribuir la dirección de la investigación criminal al Ministerio Público, una cuestión que llega en el peor momento dada la evidente dependencia que actualmente se percibe respecto al Poder Ejecutivo y la pérdida de confianza de la ciudadanía en la institución.
La situación de deterioro institucional en la que se encuentra el Ministerio Fiscal es verdaderamente insólita y constituye un importante obstáculo para poner en marcha esta propuesta. A la incoación de una causa penal contra el fiscal general del Estado, se unen otras actuaciones duramente censuradas por los tribunales: la condena por desviación de poder de la Sala 3.ª del Tribunal Supremo en relación con el nombramiento y ascenso de una fiscal, el rol defensivo adoptado con algunos ciudadanos particulares incursos en procesos penales por delitos de corrupción cuando nuestra función es promover la persecución de los delitos, o la parcialidad en la política de nombramientos de algunos de los cargos más relevantes de la institución, apartándose del informe mayoritario de los órganos consultivos, que ha sido corregida en varias ocasiones por la jurisdicción contencioso-administrativa, son una buena muestra de las razones por las cuales no es recomendable colocar al fiscal al frente de la instrucción penal en este contexto.
Una primera reflexión. El cambio de modelo de proceso penal no será posible sin un consenso político e institucional muy amplio porque hablamos de una reforma procesal profunda que pretende puede afectar sustancialmente a normas, principios, derechos y valores constitucionales, una asignatura pendiente desde hace casi cuatro décadas. Un cambio estructural de esta naturaleza obligará a abordar modificaciones de notable calado, no solo en cuanto a su diseño procesal, sino también desde la perspectiva estatutaria mediante reformas legales que limiten el omnímodo poder del fiscal general del Estado en materia de nombramientos y en la emisión de instrucciones particulares en investigaciones y procedimientos penales, que fortalezcan la independencia de su actuación como institución y en el desempeño de sus funciones por sus miembros, y que alejen de una vez por todas las permanentes sospechas de intromisión y dependencia del poder ejecutivo, a las que contribuyen singularmente las declaraciones de muchos responsables políticos.
La realidad es que esta es una reforma absolutamente inviable y seguramente desaconsejable en las circunstancias actuales, ya que la atribución de la dirección de la investigación penal al Ministerio Público podría generar un doble efecto altamente negativo y perjudicial: la sospecha de que la actuación del fiscal esté condicionada para favorecer al Gobierno en aquellos asuntos que le puedan afectar y el riesgo de utilizar a la institución para perseguir al adversario político.
La primera e imprescindible reforma legal es la revisión en profundidad del procedimiento de selección y nombramiento del Fiscal General del Estado (FGE), cuestión esta sobre la que el anteproyecto de ley presentado por el Gobierno pasa de puntillas al incorporar únicamente la ampliación del mandato del FGE hasta un plazo de cinco años. Esta modificación en sí misma no constituye garantía de nada porque el establecimiento de un plazo superior al mandato del Gobierno solo sería aceptable extremando las exigencias y cautelas respecto al nombramiento que asegurasen el prestigio profesional del candidato y sus garantías de independencia. De esta manera, la propuesta del Gobierno debería ser consensuada para evitar nombramientos de fiscales generales del Estado cuya inidoneidad es manifiesta, y los graves problemas que podrían derivarse del mantenimiento en el cargo con un Gobierno de diferente signo político.
No existe en el texto constitucional ninguna referencia ni al plazo del mandato ni a las condiciones exigibles para poder ser nombrado. Los requisitos reglados que establece el Estatuto en su art. 29 se refieren exclusivamente a que sea un jurista con más de 15 años de reconocida competencia, que no aseguran en absoluto la elección de un candidato con las necesarias condiciones de autoridad, neutralidad, independencia, preparación y competencia.
Para ello sería obligado fortalecer los mecanismos de su selección y nombramiento incorporando algunas previsiones mínimas: 1) La equiparación con los requisitos para ser elegido presidente del Tribunal Supremo: ostentar la condición de Fiscal de Sala del Tribunal Supremo con más de 3 años de antigüedad en la categoría o ser un jurista con más de 25 años de reconocido prestigio; 2) Que el candidato ofrezca suficientes garantías de imparcialidad e independencia (como se exige con el Fiscal General Europeo) valorando muy especialmente a tales efectos no haber desempeñado cargos políticos y los méritos profesionales del candidato.
Como era de esperar, el proyecto omite cualquier previsión normativa sobre la situación actual del FGE y las medidas a adoptar cuando este se encuentre incurso en un proceso penal. Grave omisión que no parece ser un simple lapsus, y que otorga al FGE una patente de corso frente a la actuación de los tribunales quebrando meridianamente el principio de igualdad ante la ley al exonerarle de la suspensión de funciones aplicable para magistrados y fiscales incursos en causas penales en los supuestos que contempla la LOPJ (arts. 383 y 384).
Los cambios normativos necesarios en la legislación orgánica y estatutaria no son menos importantes: 1) El reforzamiento de las garantías de inamovilidad e independencia para los fiscales en el desempeño de sus facultades de investigación; 2) La limitación de la previsión que contiene el art. 25 del Estatuto Orgánico y que permite al FGE dar órdenes o instrucciones particulares en cualesquiera asuntos o procedimientos en los que intervenga; 3) La revisión del mecanismo de resolución de controversias en los casos de discrepancia con las órdenes dictadas por la Jefatura de la Fiscalía al amparo del principio de dependencia jerárquica, potenciando la función decisoria y no meramente consultiva de las Juntas de Fiscalía; y 4) El reforzamiento de las facultades de control del Consejo Fiscal en cuanto a los nombramientos discrecionales.
Pues bien, el anteproyecto ha optado por el camino contrario: desapodera por completo al Consejo Fiscal de cualquier función decisoria o informe vinculante, y refuerza sin controles ni contrapesos al fiscal general del Estado favoreciendo un ejercicio autoritario del poder.
Segunda reflexión. Los cambios normativos no sirven de nada sin reformas estructurales sólidas que garanticen la eficacia funcional, de manera que sería igualmente imprescindible la autonomía o singularización presupuestaria reclamada desde hace décadas por los órganos representativos de la institución y por las asociaciones de fiscales. Una cuestión sobre la que el proyecto de reforma guarda un silencio sepulcral.
Ninguna de estas propuestas que acabamos de mencionar se incorpora al anteproyecto que se pretende alumbrar. Al contrario, se apuntala el poder discrecional del fiscal general del Estado en los nombramientos y se parchea el actual diseño orgánico, funcional e institucional al no acometer una reforma profunda que consolide y modernice el modelo constitucional de órgano integrado en el Poder Judicial como paso obligado para asumir una función tan trascendental en un Estado de Derecho. En realidad, es una auténtica contrarreforma.
Tampoco se alcanzan a comprender las razones de urgencia -tan injustificadas como injustificables- sin permitir a los órganos consultivos del Estado ni a la propia institución afectada un análisis sosegado, detallado y crítico sobre la idoneidad, alcance, contenido y consecuencias de la susodicha reforma. El anteproyecto en cuestión, a diferencia de otras reformas, se ha redactado a espaldas de la institución y sin contar en su elaboración con la opinión técnica de sus órganos internos.
En resumen, la reforma es precipitada, incluye medidas que suponen en realidad un retroceso en el desarrollo del modelo constitucional, no cumple con los estándares mínimos que establece la UE y no garantiza una verdadera autonomía o independencia funcional respecto al Gobierno. La sospecha de dependencia va a seguir ahí; y lo que es peor, va a crecer a tenor de las últimas e inexplicables actuaciones del Ministerio Público en algunos casos judiciales de actualidad.