NO TODO ES MÉRITO ACADÉMICO, NO TODO ES DIVERSIDAD
Donald Trump corta el grifo a Harvard. El 7 de mayo, tras varios avisos, la universidad perdió sus exenciones fiscales y el acceso a subvenciones federales. El 22, Trump revoca el programa de intercambio internacional de la universidad: no más estudiantes extranjeros, decisión bloqueada al día siguiente por una jueza federal. ¿La razón? Harvard se niega a acatar las directivas del Gobierno que exigen que las políticas universitarias se basen solo en el mérito y eliminen las iniciativas DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión). Las decisiones de Trump tendrán un impacto considerable: los estudiantes extranjeros superan el 25% del alumnado de Harvard (6.800 este curso) y las subvenciones públicas cubren un 20% de su presupuesto. Retirarlas no pone en jaque a la universidad más rica del mundo, pero supone un desafío que puede erosionar su liderazgo global y que obliga al coloso académico a exprimir su red de alumni multimillonarios y su cartera de inversiones. Mientras otros centros como Columbia o Penn han cedido, Harvard está dispuesta a librar esta batalla anti-trumpista en defensa del progresismo y la autonomía universitaria.
Las directivas de Trump están alineadas con el fallo histórico del Tribunal Supremo del 29 de junio de 2023, que prohibió considerar la raza en las admisiones. La sentencia no tocó las políticas más amplias de diversidad, como programas de apoyo para minorías, la exigencia de declaraciones DEI a potenciales candidatos o cursos específicos para profesores sobre estos asuntos, que siguieron vigentes. Las universidades han ido sorteando el fallo adoptando criterios “neutrales respecto a la raza” que evalúan el contexto socioeconómico y las dificultades personales de los potenciales alumnos. Y, como los hispanos y los afroamericanos están sobrerrepresentados en la categoría de “vidas difíciles”, se ha mantenido la diversidad, aunque menos. En Harvard, el porcentaje de estudiantes negros cayó al 14% en 2024 respecto al 18% del año anterior.
Harvard ha demandado al Gobierno por violar su libertad de expresión y su autonomía académica. Según su presidente, Alan Garber, “ningún Gobierno, sin importar qué partido esté en el poder, debe dictar qué pueden enseñar las universidades privadas, a quiénes pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden perseguir.” Puesto que la libertad de expresión es el as de picas en los tribunales estadounidenses, la demanda tiene recorrido. Pero reducir este conflicto a una simple cuestión de interferencia indebida es un error. La autonomía de Harvard, como la de cualquier otra universidad, pública o privada, es limitada. La Universidad de Misisipi no pudo invocarla cuando John F. Kennedy desplegó tropas para que James Meredith, el primer estudiante negro, ingresara por orden judicial en 1962. Las universidades son responsables de garantizar el acceso a la educación superior y formar a las élites. ¿Deben ser plenamente soberanas en estos asuntos? Claramente no. Además, asumir que Harvard posee total autonomía para gestionar sus admisiones como si fuese un club de golf impide analizar dos cuestiones clave en este asunto.
La primera es sobre la idoneidad de las iniciativas DEI para promover los objetivos que persigue. El goteo de damnificados por estas políticas ha hecho que una parte de la izquierda empiece, tímidamente, a cuestionarlas: diversidad sí, pero no así, dicen. El foco de preocupación son las declaraciones DEI que deben presentar los docentes para mostrar su compromiso con la diversidad, que se han convertido en autos de fe. Un ejemplo claro es el caso de Yoel Inbar, un profesor de Psicología cuya candidatura a la Universidad de California fue rechazada en 2023 tras la oposición de más de 50 estudiantes por críticas pasadas del candidato a las políticas de DEI. Según The New York Times, ese mismo año, en un proceso de contratación en Ciencias de la Vida en esa misma universidad, el 75% de los candidatos fueron rechazados antes de que se evaluasen sus credenciales académicas porque sus declaraciones de DEI eran inadecuadas.
Las universidades invocan su autonomía para utilizar filtros ideológicos, naturalmente. Pero imaginemos que ESADE o la Universidad Pompeu Fabra pidiesen una declaración de compromiso con el nacionalismo. La exigencia sería, como poco, una invitación a la deshonestidad para los menos escrupulosos, exactamente como ocurre en Estados Unidos. Además, no faltan estudios que apuntan a que las políticas DEI acaban generando un sesgo de atribución hostil: en lugar de fomentar la empatía, aumentan la percepción de prejuicios y fomentan la hostilidad entre grupos. ¿Son concluyentes estos resultados? Sin duda, hace falta una evaluación rigurosa y basada en datos, alejada de las trincheras culturales, de los efectos reales de estas políticas y quizá sea este el momento idóneo para emplearse a fondo en esa tarea.
La segunda cuestión es sobre el mérito en la universidad. Quienes se erigen como sus guardianes, à la Trump, olvidan muy menudo que la definición de “mérito” es fácilmente manoseable para favorecer ciertos intereses. A principios del siglo XIX, Harvard, Yale y Princeton dejaron de basarse únicamente en estándares puramente académicos e introdujeron como méritos el “liderazgo”, las “aptitudes personales” y otras categorías difíciles de objetivar para poder excluir a estudiantes judíos -que sobresalían en logros académicos- y privilegiar a los hijos de familias protestantes ricas. Hoy en día, en la Ivy League el mérito sigue funcionando como una especie de acción afirmativa para los ricos. En The Meritocracy Trap, Daniel Markovits muestra cómo los criterios aparentemente meritocráticos de admisión favorecen desproporcionadamente a los solicitantes de familias adineradas: las únicas que pueden pagar tutorías, actividades extracurriculares fetén y consultores que pulen las solicitudes de sus hijos hasta dejarlas impecables. El resultado: incluso cuando sus calificaciones son similares a las de estudiantes de ingresos medios o bajos, el 1% de los candidatos más ricos tienen un 34% más de probabilidades de ser admitidos en universidades de élite. Pero los ricos lo tienen aún más fácil: la admisión en Harvard también se hereda. Actualmente, un 15% de sus estudiantes tienen estatus de legado, son hijos de exalumnos, y un 10% forma parte de la lista de interés del decano, que incluye a hijos de donantes y otros con conexiones institucionales varias. Un estudio de 2019 reveló que un 43% de los estudiantes blancos admitidos había entrado o bien por una de estas dos vías o por otras dos de escaso mérito académico: ser atleta o hijo de un empleado de la universidad. Además, se calculó que tres cuartas partes de esos alumnos no hubiesen sido aceptados por vía ordinaria. La Ivy League es una aristocracia del mérito y eliminar la DEI no la transformará, ni mucho menos, en una meritocracia.
A Trump no le interesa transformar las universidades en auténticas meritocracias, ni entender el verdadero impacto de las iniciativas DEI, ni explorar alternativas efectivas para reducir prejuicios que él mismo fomenta. Solo quiere sustituir la ortodoxia woke por la suya propia y a la fuerza. Que sean los jueces del Tribunal de Distrito de Massachusetts quienes determinen si el presidente abusa de su poder y si Harvard ha llevado su autonomía demasiado lejos con las políticas de DEI. Puede que sean ambas cosas. Y ¿quién sabe? Tal vez se empiece por una revisión crítica de las políticas DEI y se siga por cuestionar la lista de interés del decano y el resto de categorías que perpetúan el privilegio sin siquiera disfrazarlo de mérito.