¿ES POSIBLE OBLIGAR AL GOBIERNO A PRESENTAR UNOS PRESUPUESTOS?
En estos días primaverales ha florecido cierta controversia sobre cómo interpretar el artículo 134 de la Constitución, que establece “El Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. Para el Gobierno, esta disposición constituye una obligación política que se cumplirá si se logra un pacto que garantice su aprobación en las Cortes. “Una cuestión de tiempo”, ha afirmado el Presidente; o una “ventana de oportunidad”, en palabras de la Vicepresidenta y Ministra de Hacienda. En cualquier caso, ha precisado el Ministro de Justicia, la prórroga está prevista en la Constitución “con total normalidad”. En contraposición, hay quien ha sugerido que su incumplimiento podría constituir un delito de prevaricación ya que este se consuma no solo con la aprobación de una resolución injusta, sino también cuando, debiendo adoptarla, no se dicta.
A mi juicio, la verdad jurídica pasa entre estos Escila y Caribdis que han marcado el Gobierno y sus críticos más acérrimos. No es una obligación meramente política, pero tampoco es posible estirar el concepto de “asunto administrativo” del artículo 404 del Código Penal para incluir un acto tan evidentemente de “dirección política” como es la elaboración y presentación de los Presupuestos. Este último punto es claro y no requiere mayor comentario. Más complejo resulta determinar si la presentación de los Presupuestos en el Congreso es una verdadera exigencia porque la Constitución no sanciona su incumplimiento. De ahí que algunos juristas destacados y el propio Gobierno hayan considerado que no es una obligación estrictamente jurídica.
Sin embargo, esta conclusión no es acertada. Aunque es cierto que las normas suelen componerse de dos partes -un mandato y una sanción en caso de incumplimiento-, un mandato no pierde su carácter normativo por carecer de sanción explícita; simplemente es una norma incompleta. La Constitución contiene numerosas normas de este tipo, que a veces se completan en la legislación inferior y a veces no, pero su vinculación no se cuestiona. Recordemos, por ejemplo, la obligación del rey de sancionar en quince días las leyes aprobadas por las Cortes. Pues bien, cuando en varias ocasiones -como en 1985, 2010 y 2023- asociaciones católicas pidieron al monarca que no sancionara leyes polémicas relacionadas con el aborto, ningún jurista respaldó esa petición; al contrario, todos resaltamos la obligatoriedad del mandato constitucional.
¿Y qué más da -podría argumentar un observador realista- que la presentación de los presupuestos sea una obligación política o una obligación jurídica si en caso de incumplimiento no hay sanción alguna? Sutilezas de académicos aburridos que se entretienen en el cielo de los conceptos, ajenos a la realidad terrenal. Sin dejar de ser aburridos, lo cierto es que podemos replicar a esa crítica porque sí que tiene trascendencia: si se trata de una norma jurídica, se podrá buscar en nuestro Estado de Derecho alguna herramienta que permita corregir, si no sancionar, ese incumplimiento.
De hecho, ya existe un precedente útil para abordar esta cuestión, paradójicamente propiciado por el PSOE. Cuando en 2016 el Gobierno de Rajoy se negó a informar de una reunión de la OTAN solicitada por varios grupos políticos, alegando brumosas razones sobre su carácter de Gobierno en funciones, el Congreso (presidido por Patxi López) presentó un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional. Este, lejos de señalar que la función de control del Gobierno del artículo 66 de la Constitución era un flatus vocis jurídico, sentenció ¡por unanimidad! que el Ejecutivo vulneró esa “función de control político atribuida constitucionalmente al Congreso de los Diputados” (STC 124/2018, de 14 de noviembre). Me parece indiscutible que si un Gobierno incumple el artículo 66.2 por no someterse a una petición de comparecencia, igualmente incumplirá ese mismo artículo por no someter a las Cortes un proyecto de presupuestos, impidiendo así que estas cumplan su función de aprobar los Presupuestos, más si recordamos los término imperativos del artículo 134 de la Constitución.
Llegados a este punto, podríamos redondear nuestro análisis jurídico mirando atrás para ver cuáles han sido los usos y costumbres de nuestra democracia parlamentaria en situaciones similares de prórroga presupuestaria. Por ejemplo, Felipe González disolvió las Cortes en 1996 cuando su proyecto presupuestario naufragó en el Congreso. Por su parte, Pedro Sánchez, como líder de la oposición, exigió una cuestión de confianza o una elecciones generales en 2018 cuando el Gobierno Rajoy no consiguió que las Cortes le aprobaran los suyos porque “un Gobierno sin cuentas es tan útil como un coche sin gasolina”.
Pero esos eran otros tiempos; ahora, en lo que vengo denominando parlamentarismo difuminado, no hay lugar para los precedentes y sí solo para la interpretación literal de la Constitución: como en ninguno de sus artículos se ordena que en caso de falta de presupuestos -ni siquiera cuando haya transcurrido media legislatura- se disuelvan las Cortes, pues “se prorrogan, sin ninguna duda” (el Presidente dixit). Para mis adentros de granadino algo pesimista, añado que menos mal pues a saber el precio que los del peix al cove exigirían para aprobar unos nuevos. Ya vimos en el otoño de 2022 que los Presupuestos de 2023 costaron, como mínimo, la derogación de la sedición y el abaratamiento de la malversación. Como nos enseñó Cervantes: Peor es meneallo, amigo Sancho.