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La confusión entre la responsabilidad política y la judicial; por Elisa de la Nuez, abogada del Estado en excedencia

29/01/2025
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El día 29 de enero de 2025 se ha publicado, en el diario El Mundo un artículo de Elisa de la Nuez, en el cual la autora considera que inquieta que el Poder Judicial se perciba a sí mismo como última trinchera para que se den responsabilidades políticas que, en una democracia sana, se asumirían de forma natural y no inducida por sentencias.

LA CONFUSIÓN ENTRE LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA Y LA JUDICIAL

Siempre me había llamado la atención la facilidad con que algunos de los máximos dirigentes políticos de países supuestamente democráticos (básicamente de Sudamérica) pasaban de la presidencia a la cárcel casi sin solución de continuidad. Casos famosos como el de Alberto Fujimori en Perú, que pasó de ser presidente a -fuga y extradición mediante- ser condenado por la Corte Suprema de su país por distintos cargos relacionados con la corrupción y la vulneración de derechos humanos, no son tan excepcionales. De hecho, en Perú esto no es la excepción sino más bien la regla general: recordemos que la empresa brasileña Odebrecht y sus sobornos llevaron a la cárcel a otros ex presidentes peruanos como Alejandro Toledo o Pedro Castillo. El dos veces presidente Alan García se suicidó.

En otros países se han sucedido casos parecidos. Lula da Silva, actual presidente de Brasil, fue condenado a prisión por corrupción pasiva por un juez brasileño; la sentencia fue revocada por la Corte Suprema y él fue luego reelegido. En Ecuador, el ex presidente Rafael Correa fue condenado en ausencia a ocho años de cárcel. En Argentina se pueden mencionar los casos de Carlos Menem o Cristina Fernández. Y la lista puede seguir con varios mandatarios de los países centroamericanos.

De ahí que no sea tan extraño que la manida expresión lawfare la hayamos importado precisamente de este ámbito geográfico. Tampoco que sea utilizada frecuentemente por los políticos -particularmente de izquierdas- para denunciar supuestas conspiraciones judiciales destinadas a revocar a presidentes o gobiernos legítimos. En este punto es importante recordar que, a diferencia de lo que ocurre en una democracia parlamentaria como España, las democracias americanas eligen directamente a sus presidentes, lo que amplifica el supuesto choque entre la “voluntad popular” o “el pueblo” y los tribunales de Justicia a los que nadie ha elegido y que, si encarcelan a políticos progresistas, son tachados sistemáticamente de fachas y acusados de intentar revertir el resultado de las urnas a través de procedimientos judiciales torticeros. Por cierto, si ocurre al contrario no se suele hablar tanto de lawfare.

Estos supuestos que, según pensábamos algunos -con cierta ingenuidad-, eran un tanto exóticos y propios de democracias poco consolidadas tienen su origen directo en la falta de controles preventivos al Poder Ejecutivo (los famosos checks and balances) y en la paralela falta de asunción de cualquier tipo de responsabilidad política incluso en supuestos especialmente graves, como la corrupción sistémica o la vulneración de derechos fundamentales. De ahí que la única manera de exigir algún tipo de responsabilidad sea conseguir una condena judicial, preferentemente penal. Máxime cuando en no pocas ocasiones las urnas revalidan la elección de presidentes que incurren en este tipo de conductas.

Sin necesidad de entrar ahora a debatir sobre la mayor o menor profesionalidad e independencia de las Cortes supremas hispanoamericanas, lo que sí es interesante señalar es que estas reacciones judiciales -con cárcel incluida- se suelen producir después de la pérdida del poder del mandatario de turno, lo que demuestra hasta qué punto están cegados otros mecanismos naturales de exigencia de responsabilidades políticas más allá de los electorales, como pueden ser las dimisiones en caso de los presidentes, las mociones de censura o los ceses en caso de ministros o subalternos. Esta es una enorme diferencia entre las democracias de primer nivel y las de segundo. O lo era.

Efectivamente, la impresión que puede tener un ciudadano español es que en España ya puede verse un escenario que apunta en esa misma dirección. La resistencia numantina a asumir responsabilidades políticas por desastres de gestión como el de la dana, resistencia que encabeza el presidente de la Generalitat Valenciana, da mucho que pensar. En ese contexto, no es de extrañar -aunque sí de lamentar- que la oposición y otros agentes ligados a los partidos políticos de turno piensen que la única forma de conseguir que Carlos Mazón se vaya es presentando una querella. Sin embargo, es fácil adivinar que este tipo de actuaciones judiciales van a tener poco recorrido sencillamente porque la vía penal no está diseñada para exigir responsabilidades a políticos incapaces, desleales o cuyas decisiones hayan tenido consecuencias desastrosas. Exactamente mismo cabe decir sobre los políticos en cuyo entorno cercano se han producido supuestos actos de corrupción o/y de conflictos de interés.

En las democracias avanzadas se supone que existen unos estándares democráticos y éticos que conllevan que puedan depurarse las responsabilidades políticas -tanto las directas como las indirectas (la famosa culpa in eligendo o in vigilando)- al margen del sistema judicial, con independencia de que este actúe cuando proceda. Pero la realidad es que la polarización blinda de forma muy eficaz la exigencia de responsabilidades políticas en todas direcciones, dado que siempre se puede acudir al socorrido “y tú más” o al aún más socorrido mantra de que “los otros son mucho peores”.

En esta situación, impresiona ver cómo los agentes políticos y mediáticos se alinean estrechamente con sus respectivos jefes de filas, de manera que lo que puede ser una legítima indignación y exigencia ciudadana de responsabilidades -de nuevo vuelvo al caso de la dana- se convierte en la enésima guerra de trincheras, en la que incluso es difícil saber qué ha ocurrido, siendo imposible informarse en un único medio de comunicación nacional.

Pero lo que quizá sea aún más preocupante es hasta qué punto el Poder Judicial puede empezar a percibirse a sí mismo como esa “última trinchera” para que se produzcan las responsabilidades políticas que, en una democracia sana, tendrían que ser asumidas de forma natural y no inducidas por procedimientos o sentencias judiciales, que, insisto, en la inmensa mayoría de los casos no están para dilucidar estas cuestiones. De esta forma, la famosa “judicialización” de la vida política española, que tanto denuncian nuestros políticos, está inducida por ellos mismos o por sus organizaciones afines, con lo que se convierte en un estupendo mecanismo de unos y otros para llevar hasta el absurdo la confusión entre responsabilidades políticas y jurídicas (penales). De manera que, al final, nadie tiene que dimitir y la forma de librarse de un político que no asume sus responsabilidades políticas parece exigir poco menos que encarcelarle.

Esta deriva es muy peligrosa. Por eso creo conveniente hacer un llamamiento a la prudencia y a la institucionalidad de los jueces y magistrados españoles, para que no se dejen instrumentalizar por unos y por otros. En la deriva de nuestra democracia la diferencia con otros países no estriba lamentablemente en la calidad de nuestra clase política, cuyas profundas debilidades pudimos comprobar -no sin asombro- tras el 29 de octubre del año pasado, sino en la calidad de nuestras instituciones, empezando por el Poder Judicial.

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