JUANA SIGUE SIN ESTAR EN MI CASA
El hijo mayor de Juana Rivas, Gabriel, de 18 años, afirmó recientemente que su hermano pequeño, Daniel, vive un infierno de maltrato con su padre, Francesco Arcuri, y que su vida corre peligro. La Fiscalía italiana investigará los hechos, ya que en el derecho italiano no existe la figura del juez instructor -como sí ocurre en España-, sino que es a la Fiscalía a quien corresponde la fase de instrucción penal.
Las reacciones no se han hecho esperar. Isa Serra ha comentado la noticia en términos de autoafirmación: vendría a refrendar las tesis que se sostuvieron al calor de la fiebre identitaria que asoló España por las fechas en las que trascendió el caso. Sorprenden las prioridades. La primera debería ser el interés del menor, junto con el esclarecimiento de la verdad.
Juana Rivas fue condenada en sentencia firme por sustracción de menores. Los antecedentes eran los siguientes: Juana Rivas y Francesco Arcuri iniciaron una relación sentimental de la que nació su hijo Gabriel. Tras una pelea con denuncias cruzadas y lesiones por ambas partes, Francesco Arcuri aceptó una sentencia de conformidad y, por su parte, retiró la denuncia que había interpuesto contra Juana.
Estos hechos determinan la calificación de Francesco como maltratador, aunque la formulación suele hacerse obviando la citada conformidad y la existencia de un parte de lesiones en el que el propio Francesco salía peor parado que Juana. Sea como fuere, aquella condena ciertamente existió.
Tiempo después, la pareja se reconcilió y volvió a convivir en Italia, hasta el punto de que tuvieron un segundo hijo en común. Posteriormente, Juana se marchó a Granada y no regresó al domicilio familiar, justificando su situación en paradero desconocido con el pretexto de que los niños estaban en grave peligro con su padre. Se desató una campaña grotesca y sensacionalista según la cual el pésimo asesoramiento jurídico de Juana se convertía en un dogma de fe y en la punta de lanza con que el feminismo se enfrentaba a un sistema social y judicial patriarcal. Juana está en mi casa fue la fórmula manida que se repetía por aquel entonces en el debate público español, entregado a un espectáculo amarillista muy poco edificante.
Una exhaustiva prueba pericial llegó a describir a Juana Rivas como una persona que manipulaba abiertamente a sus hijos. Además, la Justicia italiana ha archivado varias denuncias que ella interpuso contra Francesco Arcuri por maltrato a sus hijos.
Sea como fuere, no nos corresponde a nosotros valorar en la plaza pública ni en las redes sociales los hechos que hayan podido producirse, elemental recordatorio democrático. Si los traigo a colación es para reflexionar sobre la deriva peligrosa de un identitarismo dogmático que utiliza el dolor ajeno para construir un castillo de naipes con verdades pretendidamente categóricas. No resiste un análisis racional desprovisto de fanatismo y que aspire a ir más allá de unas categorías tribales que compartimentan la sociedad en grupos estancos que funcionan siempre con un patrón inalterable.
Lo lógico sería recibir con extrema prudencia la denuncia que ahora formula el hijo mayor de Juana Rivas y entender la sustancial diferencia procesal entre los sistemas español e italiano, por cuanto en este último la Fiscalía instruye el procedimiento. Por supuesto, es probable que de esta investigación se deduzca una nueva acusación contra Francesco Arcuri (en los medios de comunicación así se afirma ya) y eventualmente una condena. Pero también podría acontecer lo que ocurrió con otras denuncias de Juana Rivas: archivo (o absolución), y la sensación de que se trataba de denuncias instrumentalizadas por la madre en un conflicto sostenido entre ambos progenitores.
Lo que en el fondo supura tras las reacciones es ese tribalismo identitario que encubre cierto feminismo hegemónico e institucional, que con frecuencia olvida su mejor tradición emancipadora, inseparable de las conquistas democráticas y clave para completar ese ideal de ciudadanía de raigambre ilustrada que, durante siglos, excluyó de su esfera de protección a más de la mitad de la población.
Tanto el identitarismo de género como buena parte del feminismo radical -que luego ha friccionado con el primero a raíz de la cuestión trans- convergieron entonces en una reacción tribal y refractaria a los principios democráticos que destilaba un desprecio frívolo hacia el Estado de derecho. El Juana está en mi casa forma parte de una retahíla de eslóganes que han hecho flaco favor a la causa igualitaria y a la protección de las víctimas de esa lacra nefasta que es la violencia de género. A la altura de otros igualmente disparatados como el hermana, yo sí te creo. Este último, cultivado al calor de las movilizaciones en contestación a la sentencia de La Manada, constituye una enmienda a la totalidad a la tradición progresista e ilustrada que cristaliza en los Estados de derecho y un desprecio a la presunción de inocencia, la clave de bóveda de un sistema de garantías que deben ser iguales para todos, con independencia del sexo del justiciable.
Recuerdo un caso que yo mismo defendí como abogado hace años. Mi cliente E. sufrió un verdadero calvario judicial ante una denuncia de su ex mujer M., con la que se encontraba en un convulso proceso de divorcio. Según ella, él había intentado abusar de una de sus hijas. A pesar de lo endeble de los indicios delictivos -apenas la declaración de la denunciante y un informe de parte en el que no se analizaba la relación paterno-filial-, el juez instructor dictó una orden de alejamiento del padre respecto de las menores -orden que, meses después, revocaría la Audiencia Provincial. Y, durante más de medio año, entre recursos y dilaciones, mi cliente no pudo ver a S. y a S., sus hijas, de siete y cinco años por aquel entonces. Un informe forense en el Juzgado de Instrucción y dos psicosociales en los Juzgados de Familia arrojaron idénticas conclusiones: presión y manipulación de la madre sobre las niñas, e inexistencia de ningún tipo de acto delictivo de mi cliente. Sobreseimiento y archivo; pero antes, calvario. El trasfondo espurio de aquel procedimiento de divorcio turbulento era la pretensión de la madre de privar de todo régimen de visitas al padre, sin justificación alguna.
Como ha recordado Juan Soto Ivars, las denuncias falsas existen. Y también la manipulación de los progenitores sobre los menores. Padres y madres que, por su mera condición biológica, no son ni verdugos preventivos ni seres de luz.
Cuantificar las denuncias falsas no es fácil. Existe una instrumentalización política de este asunto, no sólo por parte de las corrientes identitarias que llevan años malbaratando el feminismo, sino también por parte de esa derecha cerril y antifeminista que confunde burdamente lo que es un delito de denuncia falsa con el sobreseimiento y archivo de una denuncia en fase de instrucción porque no hay suficientes indicios delictivos, o bien con una sentencia absolutoria cuando la acusación no se ha podido llegar a probar.
Por suerte, la presunción de inocencia sigue operando como garantía de civilización frente a los juicios paralelos y las penas de telediario. Pero nada de eso nos debe impedir reconocer que, en casos no contabilizados como el de mi cliente E., existen denuncias instrumentalizadas con fines abiertamente espurios que bordean la categoría de la denuncia falsa. Denuncias que, por quedar el denunciado exhausto tras años de calvario procesal -y también debido a la ausencia de actuaciones diligentes de oficio-, jamás terminan aflorando, sino que se pierden en el limbo de lo que no puede ser probado, condenado ni computado.
El fanatismo identitario hace agua por todas partes. O lo abordamos críticamente desde una perspectiva racional, cívica y democrática, o el desasosiego que ha generado en muchos ciudadanos indefensos será demagógicamente rentabilizado por identitarios y fanáticos de signo contrario.