EN DEMANDA DE LO NECESARIO: UNIVERSIDAD PÚBLICA Y TRANSFERENCIA A LA SOCIEDAD
Puede que la primera institución de investigación y docencia financiada por el Estado en la historia de Occidente sea el famoso Museo de Alejandría, con su Biblioteca aneja. No era un lugar en absoluto inmune a la crítica o la maledicencia y estaba aquejada de males endémicos, como las disputas entre facciones. Como decía el escéptico Timón, allí se veían “muchos eruditos armados de cálamo, que mantienen peleas infinitas en la jaula de pájaros de las musas”. Aparte de reprocharles sus enredos y rivalidades, también se acusaba a aquellos sabios de vivir en una torre de marfil, ajenos a toda realidad social. Sin ir tan lejos, en nuestro país, la imagen de una universidad ensimismada y ajena a los debates imprescindibles para atajar sus problemas más acuciantes ha tenido éxito ya desde los tiempos en que Maeztu y Unamuno denunciaron las incontestables debilidades del sistema nacional de educación superior. En realidad, sus posturas lamentaban que los principios de la Institución Libre de España, alumbrada por ese Sócrates de finales del XIX -en palabras de Unamuno- que fue Giner de los Ríos, no se hubieran extendido a las estructuras universitarias, lo que décadas más tarde también preconizaría Ortega en Misión de la Universidad (1930). Mucho ha llovido desde los tiempos de nuestra crisis generacional más célebre, la del 98, pero es innegable que la universidad pública madrileña sigue siendo materia de debate. La cuestión pendiente (una de muchas) sigue siendo qué se enseña y cómo se enseña, con la vista puesta en la absurda imposición como vía única de unos estudios profesionalizantes que eluden cualquier ambición humanista.
La crítica y sobre todo la autocrítica oriunda de la universidad pública sigue siendo necesaria -incluso fundamental para su mejora-, pero siguen sorprendiendo los ataques gratuitos y despiadados que no solo provienen de ciertos sectores de la sociedad y la empresa. Incluso en la firma del acuerdo de la Consejería de Universidades en la Comunidad de Madrid con el Ministerio del ramo para crear plazas de profesorado ayudante -fundamentales para el recambio generacional del personal docente e investigador- se han vuelto a deslizar nuevas insinuaciones de que la universidad pública madrileña adolece de hipotecas ideológicas y excesiva dependencia de la administración. ¿Harían lo mismo nuestros responsables autonómicos si se tratara de convocar plazas de médicos o bomberos? ¿Por qué este nuevo hostigamiento a la universidad y esta distorsión de su imagen de servicio público?
Seguimos sin entender esta campaña de descrédito de la universidad pública madrileña, que la pone en la diana de la batalla política. Y es notoriamente injusta cuando la universidad en general, y particularmente la Universidad Complutense, en que profesamos desde hace años, ha dado muestras en las últimas décadas de una capacidad de adaptación admirable con vistas a generar un diálogo entre ciencia -también la desarrollada en el espacio de las Humanidades- y sociedad a la altura del siglo XXI, atento asimismo a las necesidades del territorio singular que representa la capital de España, al que nos enorgullece pertenecer. Por de pronto, hablamos de un tejido académico dotado de grupos de investigación que han desplegado en los últimos 15 años -y a pesar de la crisis de 2008- una agenda ambiciosa en el plano de la divulgación y de la transferencia social, con colaboraciones de diversa entidad con fundaciones, museos, tejido empresarial, entidades bancarias, bibliotecas y librerías ubicadas en el territorio madrileño.
Esa agenda ha contado con una lógica doble. Por un lado, los investigadores implicados han mostrado su compromiso con la comunicación de sus estudios al público interesado, que va desde estudiantes de secundaria a los programas que las Universidades públicas dedican a los mayores. Por otro, los grupos de investigación han aumentado su sensibilidad hacia la resolución de problemas urgentes para la sociedad en que se insertan, que van desde la precariedad laboral al combate de patologías como la polarización ideológica y la desinformación, pasando por la recuperación de voces femeninas que han quedado fuera del canon histórico. Investigaciones como las desarrolladas por los equipos liderados por José Luis Villacañas, Rebeca Sanmartín, Isabel Velázquez, Margarita Martínez Escamilla, Fernando Gascón Inchausti o Dolores Romero -poniendo el foco en la universidad que mejor conocemos, por ser la nuestra-, son excelentes ejemplos de que el rigor científico no está reñido con una virtuosa colaboración con los actores sociales y económicos presentes en nuestro territorio -pensamos, por ejemplo, en la intensa cooperación mantenida con las Academias, los Colegios profesionales e el Círculo de Bellas Artes- que contribuyen a crear una sociedad más consciente del potencial de su red universitaria.
Y es que, entre la crítica y la autocrítica, hay que seguir ahondando en esa vertiente social de la academia pues “la vida pública -como decía Ortega- necesita urgentemente la intervención en ella de la universidad”. Universidad y sociedad han de ir de la mano porque se retroalimentan para ser mejores: una sociedad ilustrada es una utopía a la que no debemos renunciar, mientras que una universidad imbricada en lo social facilita el flujo continuado de ideas y una productividad funcional con su entorno. Debemos combatir tanto la caricatura de una “jaula de pájaros” como la del Museo de Alejandría cuanto las descalificaciones sobre la universidad pública que se profieren actualmente. Eclipsan los beneficios que esta institución brinda a su territorio propio. Finalmente, una transferencia a la sociedad diseñada con criterios científicos no implica, ni de lejos, renunciar a la excelencia o a lo público, sino mantener una leal colaboración con agentes socioeconómicos para alcanzar objetivos que garanticen el bienestar colectivo y fomenten nuestra capacidad de reacción ante crisis diversas.