ALVISE, EL ‘LOBBY’ Y LOS LÍMITES DEL DERECHO
El derecho tiene, como todo en la vida, sus propios límites. Un ejemplo claro lo encontramos en el derecho fundamental a la vida, que todas nuestras constituciones occidentales proclaman pero que no garantiza, pues no es posible, la inmortalidad. En ocasiones, los límites del derecho son más difíciles de hallar. ¿Es posible reducir el precio de la vivienda a golpe de Boletín Oficial del Estado? Incluso si lo fuera, ¿qué otros principios también dignos de protección sacrificaríamos en el empeño? Sin embargo, discernir esos límites es precisamente uno de los deberes esenciales del buen legislador y, por lo tanto, de nuestros políticos.
Recientemente hemos conocido que un representante político español recibió en metálico 100.000 euros para su campaña electoral en las pasadas elecciones europeas, al margen de la contabilidad electoral, aparentemente a cambio de influir en favor de su benefactor en la legislación sobre criptomonedas. Aunque la Eurocámara lo considera una cuestión interna, las derivaciones judiciales del asunto a nivel interno, probablemente de índole penal, están aún por dilucidarse. Desde luego, la presunta recepción de 100.000 euros de una misma empresa y su ocultación en las cuentas de la campaña electoral a remitir al Tribunal de Cuentas constituye por sí mismo varios ilícitos graves. Este comportamiento infringe, entre otros, el principio de ‘igualdad de armas’ electoral, pues uno de los contendientes acude a los comicios con una ventaja económica de partida, no declarada, que podría tener influencia decisiva en los resultados electorales. Y sin embargo, incluso una vez demostrado el ingreso ¿cómo demostrar y castigar su relación con una determinada posición política del representante?
Este incidente vuelve a abrir el debate sobre la regulación de los grupos de presión en España y Europa, recientemente azuzado por el conocido como ‘Qatargate’. Se trata, ciertamente, de una cuestión vidriosa, pues aunque la defensa de los propios intereses antes las autoridades públicas es plenamente legítima, el elemento diferencial entre esta legítima actividad y la compra de voluntades es tan fácil de comprender como difícil de acreditar. La fiscalización de las cuentas de los partidos políticos, las estrictas normas de financiación electoral, las declaraciones de bienes de los cargos públicos y por supuesto el Código Penal, entre otros instrumentos como el registro voluntario de grupos de interés, se dirigen precisamente a establecer controles que dificulten un fenómeno tan difícil de detectar como de erradicar. Los límites del derecho se manifiestan aquí con toda crudeza, y no es aventurado suponer que los casos que trascienden a los medios probablemente constituyan la mera punta del iceberg.
Sin embargo, reconocer las dificultades no impide abrir una necesaria reflexión sobre si estamos haciendo lo suficiente en este campo. En estos tiempos convulsos en el escenario internacional resulta aún más imprescindible revisar el sistema en la búsqueda de soluciones inteligentes que permitan minimizar este fenómeno, limitando la permeabilidad de nuestras instituciones para evitar la corrupción y salvaguardar la legitimidad de nuestra democracia.