EL LIBERALISMO TEMPLADO DE JUAN VALERA
En el bicentenario de su nacimiento (18-X-1824), tal vez convenga recordar una faceta menos difundida del afamado escritor Juan Valera: el egabrense fue un liberal convencido. Se ha dicho con tino que era un liberal con “alma conservadora” (Gregorio Luri). Mas siendo cierto, también lo es que tenía mucho de verso suelto: transitó del moderantismo a la Unión Liberal y de esta formación al Partido Liberal. En ocasiones, por tanto, sus tesis se aproximaron a los progresistas y demócratas; en otras, su ideología se tiñó de tintes conservadores. Aunque, sobre todo, fue un liberal con una posición centrada o templada, que huía de los extremos.
En el Partido Moderado aterrizó inicialmente casi por azar. Mas allí fue edificando su ideario liberal. Su liberalismo centrado se manifiesta en estas palabras: “Creo que, siendo moderado, es el partido medio que se coloca entre los absolutistas y los que propenden a ideas revolucionarias”. El justo medio aristotélico guio su política liberal.
Su posición equilibrada representó a lo largo de su vida una muestra fehaciente de un liberalismo consistente, que nunca compró el conservadurismo español, pues este no supo ser una opción ideológica templada, al desconocer que los extremos siempre terminan desgarrando a quienes pretenden convivir ingenuamente con ellos. De Cánovas fue amigo literario y deudor de algunos favores, pero nunca consiguió el malagueño atraerlo a sus filas.
El liberalismo equilibrado de Juan Valera se fue construyendo a partir de sus ensayos y de sus intermitentes discursos políticos en su actividad parlamentaria; pero también en su magnífica y vasta correspondencia. Ciertamente, la suya no fue una trayectoria lineal. A veces se mostró contradictoria, como el propio personaje. Pero el liberalismo político formó parte de su armazón ideológico.
El liberalismo templado y su eclecticismo filosófico lo trasladó a sus actividades vitales y profesionales. También a la política. Y donde mejor se advierte tal modo de proceder es, sin duda, en sus intervenciones parlamentarias, así como en los ensayos y artículos que publica entre los años 1861 y 1876. Fueron los años de construcción de su ideario liberal. Recordemos algunas de sus ideas y veamos, así, su innegable vigencia en nuestros días.
Cuando Valera hace balance en 1865 del fracaso político que supuso el intento de liberalizar el Partido Moderado reflexiona en un discurso parlamentario sobre su papel hasta entonces en la política: “No hay nadie menos a propósito para ser revolucionario y menos revolucionario que yo () Soy eminentemente liberal”. El egabrense, en ese mismo discurso, acierta a diagnosticar cómo las circunstancias en política pueden conducir a un partido a la negación de su propia esencia. Él quería hacer un partido más liberal que la propia Unión Liberal y, sin embargo, el resultado fue el contrario. Y aquí el maldito contexto -como él decía- de la política palpitante tuvo la culpa.
La gran enseñanza de ese discurso fue que las circunstancias no deberían nunca mutar radicalmente la esencia ideológica de un partido, sus señas de identidad, a riesgo de convertirlo en algo distinto de lo que fue. No en vano, ese peso de las circunstancias se advierte en su mejor novela (‘Pepita Jiménez’), cuando allí escribe: “La profesión, el partido político, la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso, y no esperado de la suerte”. Asimismo, está la lección, siempre incumplida por el conservadurismo español, de que su subsistencia política en un sistema parlamentario radicaba en ser fiel a sus principios liberales y desterrar de su práctica política el abrazo del oso al neocatolicismo (o en expresiones más actuales al fascismo o al iliberalismo). Esas profundas reflexiones, trasladadas incluso también al campo contrario, tienen innegable actualidad.
Valera fue enemigo acérrimo de la intolerancia y del fanatismo. Y atacó ambos males con la imagen gráfica de la muralla que -a su juicio- se pretendía construir (recuérdese e l ‘muro’ actual) como negación del pluralismo o de la libertad de conciencia, por la que tanto batalló don Juan. Las raíces de esa intolerancia son, sin duda, histórico-religiosas; pero la inteligencia e intuición de Valera ubicaban fácilmente ese fenómeno en el terreno de la política española, contaminándola por completo, tanto en los siglos XIX y XX, como en los últimos tiempos.
Estas reflexiones del profundo y singular pensamiento de Valera sirven para dibujar las vigas maestras de su pensamiento liberal. Fue el egabrense un decidido defensor del liberalismo político templado o, si se quiere, del liberalismo conservador, que nunca terminó de arraigar en la España del siglo XIX, como tampoco lo hizo plenamente en el siglo XX y tampoco lo parece estar haciendo en este siglo XXI. Ese justo medio, ese centrismo político, ese lugar de encuentro por el que denodadamente luchó el escritor y político, fue siempre devastado por tendencias extremas de una política sin equilibrios.
Además, entonces, el cáncer del sistema caciquil todo lo embarraba, y así se prolongó históricamente hasta (con la transformación en clientelismo político) llegar a nuestros días, impidiendo que ese Estado liberal se consolidara a través de sólidas instituciones, como diría Galdós. El autor egabrense fue consciente de las terribles hipotecas que tales viciadas prácticas generaban sobre la salud institucional del país y sobre el mal funcionamiento de la política. Pero también es verdad que su oposición a tales patologías no pasó de mera denuncia circunstancial.
Juan Valera fue un hombre complejo y contradictorio, no sólo en su vida privada sino también en su actividad política y diplomática. Vivió en un momento clave de una España que no acertó a sentar las bases de su convivencia futura. Mas fue lo suficientemente clarividente y profundo en sus análisis para saber que los atajos en la historia conducían al desastre. El siglo XX avalaría sus tesis. Y el actual las confirma.
