¿QUÉ HACER FRENTE AL DISCURSO ABYECTO?
El crimen de Mocejón ha colocado en el debate público, de una forma hasta ahora inédita, la pregunta de cómo actuar frente a un inframundo digital desde el cual, sobre la base, en muchos casos, de falsedades e infundios, se sitúa en la diana de la inquina social a determinadas personas o colectivos. La cruda vileza de la campaña digital que se ha perpetrado, incluso contra familiares de la propia víctima, tras el asesinato del pequeño Mateo, ha precipitado que, desde el Gobierno, y desde la propia unidad de Delitos de Odio y Discriminación de la Fiscalía General del Estado, se hayan planteado dos propuestas muy concretas para la regulación del discurso en redes.
La primera de ellas es la de llevar a cabo una reforma del Código Penal para que pueda establecerse como pena accesoria en ciertos delitos la prohibición de acceder a redes sociales. Más allá de las dificultades técnicas que pueda plantear, esta propuesta, desde mi punto de vista, tiene difícil encaje en nuestra Constitución. Toda regulación del discurso en redes sociales ha de considerar lo que las grandes plataformas en línea materialmente son. Ni Facebook ni X son medios de comunicación, sino foros públicos digitales. Ello es así porque los ciudadanos no sólo ejercen a través de las redes el derecho al acceso a la información, sino también su libertad de expresión y su derecho a participar en la vida pública. Prohibir el acceso a estos foros digitales -como prohibir el acceso a las plazas o calles- anula facetas esenciales de las libertades de comunicación o de participación política y, por ello, creo, no puede superar un juicio de constitucionalidad. Existe, sobre esto, un precedente importante de la Corte Suprema de EEUU, Packingham vs. North Carolina, que, con el voto unánime de sus nueve jueces, consideró contraria a la Primera Enmienda una ley que prohibía el acceso a redes sociales a condenados por delitos sexuales. Las palabras del juez Anthony Kennedy, ponente del fallo, resumen bien el problema constitucional que encierra esta prohibición: “Supone privar a un individuo de la posibilidad más poderosa que tiene para hacer oír su voz”.
Cuestión distinta es que puedan trasladarse a las grandes plataformas en línea medidas como el alejamiento de la víctima, velando, por ejemplo, por que no haya interactuación digital. Algo muy diferente, en cualquier caso, a una prohibición genérica de acceso a esa plaza pública que son las grandes redes sociales, las cuales, si bien no agotan en sí mismas el ciberespacio, sí son indispensables, como foros democráticos, para el pleno ejercicio de la ciudadanía.
La segunda medida anunciada apunta a la prohibición del anonimato en las redes. A favor del anonimato, o del uso de pseudónimos, hay un fuerte argumento liberal. Hay opiniones e informaciones que no saldrían a la luz si se exigiese a quien las transmite la carga de la autoría. En el universo clásico de los medios de comunicación, el mutismo sobre la identidad de las fuentes tiene respaldo específico en el secreto profesional: el derecho que ampara a los periodistas para guardar silencio, si así lo desean, respecto a la identidad de sus confidentes. Ahora bien, las redes sociales no son editoras, es decir, no son medios de comunicación. Esto supone que su responsabilidad por el contenido que a través de ellas se transmite será mucho más difícil de establecer. El anonimato en redes, por lo tanto, plantea un problema.
Si bien es importante para que afloren opiniones o noticias que de otra forma no lo harían, al mismo tiempo este anonimato sirve para que no puedan establecerse responsabilidades concretas por los actos ilícitos que se lleven a cabo a través de estas plataformas, lo que puede favorecer una cultura de la impunidad dentro de estos foros que, dado su potencial viral, es especialmente perniciosa. En todo caso, como ha señalado el profesor Ignacio Villaverde, estamos ante un falso dilema. Proteger el anonimato en las redes no es incompatible con una política legislativa que imponga a las redes sociales obligaciones concretas para que garanticen técnicamente, y en el marco de la legislación sobre protección de datos, la posibilidad de identificar a los usuarios cuando exista una investigación sobre un posible uso ilícito de su perfil. No se debe olvidar que no hay derechos absolutos, y que ni la libertad de expresión -que no ampara, entre nosotros, el derecho al anonimato- ni el propio derecho a la protección de datos pueden vaciar de contenido el derecho a la tutela judicial efectiva.
Frente a cualquier problema relacionado con el discurso en la red, se puede apelar sin más, bien por ortodoxia liberal, bien por pereza intelectual, a los presupuestos optimistas del liberalismo clásico. Es decir, optar por el simple alegato a favor de la libertad de expresión, asumiendo que cualquier discurso u ofensa fracasará si se combate con mejores argumentos. No creo que sea tan fácil. Desde luego, no sabemos si Stuart Mill o el juez Holmes sostendrían exactamente los mismos postulados sobre la libertad de expresión y el mercado de las ideas a la luz de tecnología actual y de la propia sociología de las redes sociales, o si asumirían, como hace el legislador europeo, que el discurso en la red requiere de una regulación jurídica singular frente a ciertos riesgos.
En todo caso, sí es importante tener en cuenta que un discurso odioso o deleznable, como lo es el discurso racista, no es por definición siempre subsumible en el Código Penal. La libertad de expresión también ampara la manifestación de un sentimiento de odio. Ahora bien, la obsesión por testar la inquina, bajo el concepto de “discurso del odio”, nos impide ver, en ocasiones, la relevancia penal que pueden tener ciertos comportamientos en la red, como los que han trascendido tras el crimen de Mocejón, a la luz de tipos penales como las calumnias, las injurias, las amenazas o la provocación al delito.
No nos movemos aquí en la complejidad de definir qué es desinformación, riesgo sistémico, ni tampoco resulta necesario hacer conjeturas sobre cuán contagiosa es la animadversión que transmiten ciertos mensajes. Se trata de actuar con herramientas penales básicas para la defensa de la integridad física y moral, el honor o la vida. Todo esto sin olvidar, claro, que el derecho no puede sustituir nuestra responsabilidad cívica de hacer frente a lo abyecto.