Es indudable que el regreso del PSC al poder en Cataluña reviste, a la luz del pacto suscrito entre Moncloa y la dirigencia de ERC, una especial trascendencia para el conjunto de los españoles. Tal como han convenido en tribunas publicadas en este diario Rafael Arenas y Joaquim Coll, Illa ha asumido una agenda impropia de un partido “constitucionalista”, al menos si aplicamos al término el significado que se le atribuía allá por 2017. Queda así claro que el PSC ya es abiertamente un partido nacionalista, pues solo un partido nacionalista querría reforzar la inmersión lingüística -en lugar de atenuarla- o se referiría al molt honorable Illa como el presidente número 133 de la Generalitat. Y, desde luego, solo un partido nacionalista exigiría un concierto fiscal de inspiración foralista en nombre de una singularidad autoproclamada y sobre la base de un déficit de financiación imaginario. Espanya ens roba! Si hubo alguna vez un catalanismo distinguible del nacionalismo, en fin, ha desaparecido del todo.
Habrá que ver cuánto de ese programa termina por realizarse; el oficialismo recuerda a menudo que Sánchez engaña a sus socios igual que engaña a sus votantes. Pero hemos de juzgar el contenido del pacto y no las intenciones ocultas -si las hay- de los firmantes. Y lo que ha de concernirnos ante todo es el efecto que ese acuerdo pueda tener sobre el conjunto de la sociedad española; sobre aquello que afecte solo a los catalanes habrán de ser ellos quienes pidan cuentas. O sea: si la inmersión lingüística perjudica sobre todo a los que tienen el castellano como lengua materna y muchos de quienes tienen el castellano como lengua materna votan al PSC, poco puede hacerse al respecto. Asunto distinto es que una mayoría de votantes catalanes aplaudan una financiación a la carta que rompe la caja común del Estado, porque en ese caso no están decidiendo sobre lo suyo -lo estatutariamente suyo- sino también sobre lo que es de los demás.
Ahora bien: según el relato gubernamental, que ya han hecho suyo los medios oficialistas, el acuerdo PSC-ERC pone el final definitivo al procés que lleva más de una década contaminando la vida pública española. Pedro Sánchez nos redime, matando al independentismo con un beso y haciendo aquello que Mariano Rajoy no quiso hacer: sit and talk... y otorga privilegios. Si Rajoy hubiera dado a Mas el concierto fiscal en plena crisis financiera, viene a decirse, habría hecho bien; el procés nunca habría tenido lugar. Tal como puede comprobarse, esta ucronía tiene como presupuesto un acuerdo injusto sobre el destino de los recursos generados por los españoles; uno que, según el texto constitucional y la jurisprudencia asentada por el TC, nadie podría adoptar sin una reforma previa de la norma suprema. Para los paladines de la realpolitik, eso son minucias: aquí lo que cuenta es el resultado, y el resultado es nada menos que el final de la crisis territorial española.
Sopesemos el argumento. Y preguntémonos si no estaremos ante una astucia de la razón de esas con las que Hegel hacía filosofía de la historia: ¿acaso Sánchez, buscando realizar su interés personal, ha hecho -queriendo o sin querer- lo único que podía hacerse para resolver nuestro secular drama territorial? Hablo del establecimiento de una relación bilateral entre el Estado español y la comunidad autónoma de Cataluña, que otorga a la segunda una posición de privilegio respecto de las demás comunidades con las habituales excepciones del País Vasco y Navarra. Los gobiernos catalanes no solo disfrutarán de amplísimas competencias para decidir sobre los distintos aspectos de la sociedad local, sometida desde antiguo a un intenso programa de nacionalización, sino que además saldrán del régimen de financiación común y decidirán cuánto dinero del recaudado en Cataluña se transferirá al Estado en concepto de “cuota de solidaridad”. A juzgar por la experiencia vasca, la aportación será mínima y, como también sucede en el País Vasco, las pensiones correrán a cargo del Estado. Es lo que se llama un negocio redondo, que consagra la relación asimétrica que nuestras “nacionalidades” mantienen -salvo Galicia- con el resto de eso que ahora llaman “el territorio”.
Sánchez estaría haciendo por las bravas aquello que puede asegurar la permanencia de Cataluña en España: ofrecer a sus fuerzas nacionalistas tal cantidad de ventajas que secesionarse ya no les sale a cuenta. ¡Un País Vasco bis! Los votantes catalanes premiarán a Sánchez, quien al fin y al cabo les hace más ricos; si empobrece a los demás, empezando por los andaluces y terminando por los valencianos, que allá se las compongan. Para alcanzar ese objetivo, el líder socialista recurre a los atajos: no puede llevar el concierto fiscal en su programa, ni consultar en referéndum al conjunto de los españoles. Por eso confía en que el Tribunal Constitucional, sometido a su control, hará las contorsiones argumentativas necesarias para que no se frustren sus planes. Mientras tanto, hablará mendazmente de federalismo y prometerá igualdad para que sus fieles no se inquieten. Ya hemos visto que, según una encuesta publicada por este periódico, más de la mitad de los votantes socialistas cree que un concierto fiscal catalán no perjudicaría a nadie; eso es como creer en los Reyes Magos o la teosofía.
Cuando llegue la hora de votar, Sánchez dirá que ha “pacificado” la sociedad catalana y confiará en que los socialistas meridionales vuelvan a creerse el cuento de la ultraderecha feroz. Y si el centroderecha alcanza el poder, ¿se atreverá a revertir el concierto fiscal, si este ha llegado a implantarse, arriesgándose así a no contar con el PNV o Junts para hacerse con la Moncloa? Y, si llegara a atreverse, ¿alguien duda de que ese mismo día empezaría un nuevo procés ante el que un Estado desarmado jurídicamente apenas podría defenderse? La confederalización en marcha será, salvo que se abra un improbable proceso constituyente que genere resultados inesperados, irreversible: Sánchez lo deja todo atado y bien atado.
A la luz de lo anterior, no queda más remedio que rechazar de plano la tesis según la cual el pacto PSC-ERC debe contemplarse como la solución definitiva para la crisis territorial española: una astucia de la razón que conduce a la concordia plurinacional. La razón es sencilla y nada tiene que ver con la incongruencia doctrinal en que incurre nuestra izquierda cuando aplaude el privilegio de los privilegiados, ni con el ridículo que hacen los dirigentes territoriales del PSOE que pasan de clamar contra el concierto catalán a defenderlo como una bendición para todos los españoles. Tampoco habría que recordar que el PSOE hace lo contrario de lo que Josep Borrell y otros socialistas principales decían que había de hacerse en los años duros del procés: reforzar la presencia del Estado en Cataluña, combatir los dogmas nacionalistas, rebatir sus mentiras. Y en fin, ni siquiera es preciso llamar la atención sobre el hecho de que Sánchez ha premiado a unas fuerzas separatistas -representativas de una minoría social en la sociedad catalana- que se encontraban en declive electoral.
basta con hacer notar que los representantes de una porción exigua de la población -los votantes de los partidos nacionalistas- no pueden alterar en su propio beneficio nuestro diseño constitucional. De ninguna manera puede llamarse “solución de la crisis territorial” a un cambio en el sistema de financiación que empeorará la vida de la mayoría de los ciudadanos e instaurará un régimen parasitario en el interior del cuerpo político español.
¿Fin del procés? Si es así, ¿a qué precio? Las condiciones sobrevenidas para la permanencia de Cataluña en España son demasiado gravosas e imprimen a nuestro sistema político un giro confederal que nadie ha votado. Y esto, que para colmo se hace bajo la falsa bandera del federalismo, solo puede considerarse una estafa colectiva: aunque las víctimas del latrocinio, como pasa en todas las estafas, no tengan conciencia de que las están engañando.