EL SUDOKU DE LA FINANCIACIÓN AUTONÓMICA
Como es conocido, hace ya diez años que se cumplió el plazo teórico para renovar actual el sistema de financiación autonómica, pactado en 2009 y vigente, en teoría, hasta 2014.
También es evidente, por la declaración de la práctica totalidad de agentes políticos, que la causa de la no renovación del sistema no es que la ausencia de cambios económicos y demográficos haga innecesario plantearse su reforma, pues tanto desde el Gobierno central como desde los autonómicos se ha instado a su revisión. Sin embargo, frecuentemente al lado de la petición de renovación sigue inmediatamente el lamento de que va a ser imposible elaborar una propuesta de reforma que goce del necesario acuerdo.
¿Por qué parece en estos momentos imposible reformar la financiación autonómica? Tras el acuerdo de 2009, hizo fortuna la metáfora (y predicción) del entonces ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, de que cada vez sería más difícil resolver lo que denominó “el sudoku de la financiación autonómica”. Por tanto, parece pertinente plantearnos algunas preguntas. ¿Por qué es tan difícil resolver el actual sudoku de la financiación autonómica? ¿Es que nos están planteando un sudoku de una dificultad nunca antes vista? ¿Hemos perdido capacidad de concentración y es nuestra torpeza la causa del problema?
En mi opinión, algunas pistas clave acerca de lo que está fallando podemos obtenerlas revisando la trayectoria de la financiación autonómica, desde los inicios de los años ochenta, en que se aprobó la versión inicial de la Ley Orgánica de Financiación Autonómica (LOFCA) y, en especial, las condiciones que estuvieron presentes en los anteriores acuerdos. Podemos adelantar ya que parece que no debemos echar la culpa al karma, sino a otros factores.
Echando la vista atrás, en los 23 años transcurridos desde el primer acuerdo sobre financiación autonómica de 1986 hasta el último de 2009, se produjeron en total cinco acuerdos sobre financiación, cumpliendo de modo bastante fiel un período quinquenal de vigencia. Observando más en detalle los elementos comunes a dichos acuerdos, tres parecen ser los ingredientes esenciales.
En primer lugar, los sucesivos sistemas pactados en 1986, 1992, 1996, 2002 y 2009 fueron precedidos por un acuerdo previo de PSOE y PP. Esta práctica de acuerdos parece basarse en el hecho de que los dos partidos citados ocupaban en todo momento los gobiernos de la mayoría de CCAA de régimen común y el gobierno central y que iba en su mutuo interés tratar de acordar un sistema que recogiera las necesidades de regiones de características diversas. En suma, se consideraba la financiación autonómica una cuestión de Estado y las dos grandes formaciones políticas que se turnaban en los gobiernos central y autonómicos se comportaban como si tuvieran incentivos para resolver la cuestión de modo no partidista.
En segundo lugar, la mayoría de los acuerdos sobre el sistema de financiación se han alcanzado en momentos de crecimiento de la recaudación tributaria, lo cual ha facilitado que Hacienda inyectara más fondos al sistema de financiación, permitiendo así que todas las CCAA vieran incrementados sus recursos con el cambio de modelo. Además, se ha aplicado siempre la cláusula del statu quo, que garantizaba a todas las CCAA que el resultado de la renegociación del sistema nunca se iba a traducir en menos recursos de los que gozaban con el sistema anterior. Conviene recordar aquí que los acuerdos iniciales para la renovación del sistema se alcanzan en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera (CPFF), integrado por el Ministerio de Economía y Hacienda y los consejeros de Hacienda autonómicos, y pasaban luego a las Cortes Generales para ser aprobados como Ley. Como es lógico, los consejeros de Hacienda están seguramente más interesados en un sistema que suponga un incremento de recursos para su región que en cumplir con ciertas condiciones aconsejadas por la teoría del Federalismo Fiscal.
En tercer lugar, la propuesta inicial que se llevaba al CPFF para su aprobación había sido consultada/acordada previamente con alguna comunidad de mayor sensibilidad nacionalista, como es Cataluña. Así sucedió, por ejemplo, con el acuerdo de 2009, consensuado previamente por Solbes y Antoni Castells, consejero de Hacienda de Cataluña. Podemos pensar que de este modo, además del acuerdo de los dos grandes partidos nacionales (de ideología presuntamente más centralizadora), se tiene en cuenta una sensibilidad más cercana a la autonomía fiscal de las CCAA.
En conjunto, mirando al pasado, parece que la mecánica de negociación ha sabido conciliar, en general, racionalidad económica con factibilidad política, lo cual ha posibilitado que las CCAA comunes tengan amplia capacidad normativa en los impuestos directos de IRPF, Patrimonio y Sucesiones y que a la vez el sistema canalice amplios flujos redistributivos. Por ejemplo, con la última liquidación disponible del vigente sistema de financiación, la de 2021, a competencias homogéneas, Madrid tiene una financiación por habitante ajustado de 2.887 euros, muy similar a la de Asturias, 2.937 euros, mientras que la capacidad fiscal de Madrid, por habitante ajustado, es de 3.678 euros, por 2.355 euros de Asturias. En el caso de Cataluña, su financiación por habitante ajustado es de 2.769 euros, muy similar a la de Castilla La Mancha, 2.787 euros, mientras que la respectiva capacidad fiscal por habitante ajustado es de 3.124 euros y 2.039 euros. El flujo de solidaridad regional que va de las regiones de renta y capacidad fiscal elevada (Madrid y Cataluña, fundamentalmente) a las de renta reducida se canaliza en el sistema actual a través del Fondo de Garantía.
Sin entrar en un análisis de detalle, hay que señalar algunos defectos que tiene el actual sistema y que merecerían una revisión. Por citar los fundamentales, la garantía financiera del statu quo ha hecho que ciertas CCAA, entre las que habría que señalar destacadamente a las CCAA de Valencia y Murcia, que partieron de un coste efectivo de los servicios traspasados comparativamente bajo, no hayan visto compensada esta desventaja financiera, porque para que el tránsito entre sistema no fuera demasiado caro, se aplicaban “reglas de modulación”, para que ninguna comunidad estuviera muy por encima de la ganancia media.
Otro acusado defecto es que el mecanismo negociador descrito genera mucho “ruido político”, en el sentido de que la unión entre garantía de statu quo e inyección de nuevos fondos en cada cambio de sistema, genera un incentivo para que las CCAA prefieran un escenario de renegociación permanente; en ningún caso se va a perder financiación con el nuevo sistema y se va a obtener siempre un incremento, mayor o menor. Debido a ello, los defectos del sistema se exageran en las declaraciones políticas para obtener las ventajas financieras de cada ronda renegociadora. En este sentido, parece especialmente censurable el papel de las CCAA que han participado en la propuesta inicial y la han votado favorablemente en el CPFF, para ponerse a criticar el nuevo sistema al poco de su aprobación.
Si atendemos, por tanto, a la experiencia anterior, la dificultad para aprobar un nuevo sistema de financiación no parece estar en problemas recaudatorios, dado que la recaudación impositiva ha crecido a buen ritmo estos últimos ejercicios (en buena medida, por el efecto de la inflación en un IRPF no ajustado). Los problemas vienen de la primera y tercera variable; la falta de acuerdo entre los dos partidos nacionales y en la impugnación por parte de Cataluña de los flujos redistributivos interregionales.
Por tanto, no echemos la culpa al karma, buscando en el más allá recónditas y complejas razones técnicas que impiden la renovación del sistema. Los problemas están delante de nosotros y provienen, en mi opinión, de un clima político en el que no existe un respeto compartido por valores como la lealtad constitucional y la solidaridad regional.