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Regenerar la democracia recuperando el parlamentarismo; por José Luis Martínez López-Muñiz, Catedrático de Derecho Administrativo y profesor emérito de la Universidad de Valladolid

24/07/2024
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El día 21 de julio de 2024 se ha publicado, en el diario El Imparcial, un artículo de José Luis Martínez López-Muñiz en el cual el autor opina que es condición esencial la confianza democrática mutua, por distantes que puedan ser las posiciones ideológicas de unos y otros.

REGENERAR LA DEMOCRACIA RECUPERANDO EL PARLAMENTARISMO

El parlamentarismo define constitucionalmente la forma política del Estado español, como ocurre en un gran número de otros Estados. Lo que, además de significar que el Gobierno sale del Parlamento, de la representación elegida del pueblo o de una de sus Cámaras -el Congreso de los Diputados de las Cortes Generales, en España- y se somete a su control, denota, sin duda, que el conjunto de las fuerzas políticas que obtienen la confianza de la ciudadanía para representarla políticamente, elaborar las leyes, marcar las directrices políticas del país y contribuir a la formación del Gobierno y al control de su acción ejecutiva, deben hacerlo parlamentando, hablando abierta y confiadamente entre ellas para buscar y lograr los mejores acuerdos en orden a procurar lo mejor para la sociedad a la que representan.

Los grupos políticos que, mejor o peor, expresan las distintas opiniones o preferencias políticas del conjunto del pueblo, tienen el deber de propiciar como mejor sepan los objetivos y programas políticos con los que han obtenido la confianza de unas u otras partes de ese pueblo, articulando civilizadamente las razones que tengan para ello y dialogando, desde las posiciones de cada uno de ellos, con todos los demás, de modo que las decisiones legislativas y políticas se enriquezcan con las aportaciones de todos que puedan tenerse por más válidas. Si bien, obviamente, aunque dependerá de las materias, es lógico que la resultante final acoja más las posiciones defendidas por unos que por otros. Pero los procedimientos parlamentarios deben posibilitar y propiciar que, en efecto, se parlamente, unos y otros expongan sus razones y preferencias, puedan producirse variaciones en las posiciones iniciales, de una u otra medida, acercarse posturas, sumarse acuerdos.

Para ello es condición esencial la confianza democrática mutua, por distantes que puedan ser las posiciones ideológicas de unos y otros, los enfoques, los objetivos. Es verdad que la confrontación política tiene siempre algo de combate, pero ha de ser una pugna de la razón y de la consiguiente argumentación -todo lo comprometida que se quiera y comprendiendo, por tanto, también sentimientos y afectos- relativa a lo mejor a llevar a cabo, y no una batalla cuerpo a cuerpo que solo pretenda avasallar, dejar clara la irrelevancia del adversario -del enemigo- para la imposición que se va a producir por la fuerza numérica de los votos, o, en fin, el despotismo de quienes van a proceder a tal imposición. En el Parlamento -y en la vida política en general- deberá haber -como se ha dicho tantas veces- adversarios leales, no enemigos a batir, desautorizar y, en lo posible, suprimir.

No parece que pueda haber sincero propósito alguno de regeneración democrática que no se proponga firmemente recuperar y vigorizar la vida parlamentaria: Todo lo contrario a cuanto comporta legislar por decreto-ley, hurtando al Senado pero también al Congreso -que no podrá más que decir que sí o que no de una vez al conjunto del variado contenido que incluyo cada decreto-ley- el ejercicio de la función legislativa, con la debida escucha y participación de todos los grupos políticos representados en las Cámaras; todo lo contrario a cualquier planteamiento de frentismo tendente a excluir en una especie de gueto de apestados políticos a “los otros”, a los que solo se ve como amenaza para perder el poder que se disfruta. Todo lo contrario a la proclamación y práctica de los llamados “cordones sanitarios” contra grupos determinados de representantes políticos, a los que habría que negar el pan y la sal, toda posibilidad de diálogo y de escucha, a pesar de que se pregone que “nuestra democracia no es una democracia militante”, eslogan que se aplica asimétricamente a las diversas opciones situadas más en los llamados extremos del tablado político.

No cabe, en suma, regeneración democrática alguna desde posiciones que tratan de presentarse a sí mismas como dueñas y señoras del sistema político y de gobierno, con derecho a otorgar carnet democrático y opuestas a una pacífica y leal aceptación de que sean otros, con el necesario respaldo popular, quienes regenten el gobierno, simplemente porque piensan de manera que entienden contraria e “inadmisible”. Eso es el frentismo, el levantamiento de muros, de trincheras, el guerra-civilismo larvado. Destacados historiadores han mostrado bien que eso fue precisamente lo que llevó al desastre a la II República española. Es un planteamiento que incrementa progresivamente la radicalización, en lugar de remediarla, con el riesgo, en efecto, de tratar de zanjarse finalmente por la violencia.

El cerrilismo antiparlamentario -antidemocrático- no es ahora, desde luego, algo exclusivo de nuestro viejo solar carpetovetónico -aunque estemos presenciando desde hace tiempo esta lacerante situación muy particularmente aquí-, porque la vemos también en otros países europeos, y crecientemente incluso en el llamado Parlamento Europeo, más aún a medida que millones de europeos han llevado a sus escaños crecientes decenas de diputados que no son del gusto de la mayoría tradicional decreciente, fruto de una alianza circunstancial que perdura, también con el actual incremento de la derecha y el retroceso de la izquierda.

Toca a todos tratar de recuperar el parlamentarismo y la confianza ciudadana y política mutua en que se basa. No cabe guiarse, contra ello, por intereses partidistas cortoplacistas. Cuantas posiciones políticas sean defendibles dentro de nuestro sistema constitucional y legal deben ser respetadas, sin descalificaciones globales, sin perjuicio, obviamente, de las legítimas discrepancias, con todas las consecuencias que caben en todo sistema civilizado y, desde luego, en el español o en de la Unión Europea, Admitiendo a todos los no excluibles penalmente de sus derechos legítimos, al diálogo y a los acuerdos de toda índole en el ámbito parlamentario, sin por ello, claro es, tener que renunciar nadie a cuanto considere mejor en el uso y manifestación de su razón. Y aceptando, luego, todos, las decisiones de la mayoría, aunque no gusten y se mantenga la legítima discrepancia contra ellas y el igualmente legítimo propósito de revertirlas cuando sea posible, si siguen disgustando.

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