NECESITAMOS UN CÓDIGO ÉTICO DEL GOBIERNO
La historia de la democracia española es una historia de éxito. Pero está salpicada de abusos del poder público: corrupciones, corruptelas, nepotismos, conflictos o clientelismos que ocurren, con mayor o menor intensidad, independientemente de quién esté en el Gobierno. Y si bien en la mayoría de los países de nuestro entorno hay normas claras y eficientes para prevenir esos comportamientos, a nosotros nos faltan instrumentos para ello.
En la calle abunda la opinión de que conseguir que la clase política española se comporte conforme a unos estándares éticos estrictos es casi misión imposible. Unos argumentan que los abusos son inevitables porque el poder corrompe. Otros apuntan al progresivo descenso de nivel de quienes se dedican a la política, estableciendo una equiparación absurda (y a todas luces equivocada) entre tener una baja formación y carecer de ética. Muchos otros defienden que, simplemente, somos culturalmente tolerantes con las corruptelas, como si todos los españoles llevásemos el gen de la picaresca en el ADN. La explicación para los recurrentes abusos de poder de la clase política española es mucho más sencilla que todo eso: los abusos se producen porque nunca hemos puesto en marcha un sistema efectivo para evitarlos. Tenemos un ordenamiento jurídico de carácter sancionador bastante desarrollado (aunque con lagunas), pero disponemos de muy pocas normas de prevención.
Aunque todos queremos unos estándares éticos acordes con lo que se espera de la política en un país occidental, europeo y avanzado como es el nuestro, en la sociedad civil española nunca hemos logrado exigirlo con suficiente fuerza. Nuestra sociedad civil está muy fragmentada y le faltan los medios para poder ser efectiva. Por eso, el descontento social con los abusos políticos casi siempre se queda en nada: nos hemos quejado hasta la saciedad de los asesores de los políticos, de los conflictos de interés, de que se camufle la corrupción, del uso de los recursos públicos para fines partidistas o personales, etc., pero nuestras quejas son efervescentes y se desvanecen sin obtener el efecto deseado.
A cuatro años de que nuestra democracia cumpla medio siglo, ya va siendo hora de centrarnos en elevar el listón de la ética política, a través de un sistema básico de prevención de abusos. Ello requiere dotarnos de los instrumentos de autorregulación y de las estructuras de garantía que se utilizan con regularidad en países similares al nuestro. Esos instrumentos son fundamentales para que la sociedad pueda ejercer una labor de vigilancia y exigencia respecto a la clase política, y no sólo en los períodos electorales, sino en todo momento.
En la plataforma cívica que presido, España Mejor, llevamos meses trabajando en un Código Ético del Gobierno, un instrumento autorregulatorio similar a los que existen en muchos otros países occidentales y en la Unión Europa. Hemos unido fuerzas con la fundación Hay Derecho para encajarlo adecuadamente en nuestro sistema, y colaboraremos con todas las organizaciones que se quieran unir a ello.
El Código consiste en una serie de compromisos simples y comprensibles para que todos los ciudadanos podamos exigir su cumplimiento. Son compromisos específicos para los miembros del Gobierno -presidente y ministros- como existen en países similares al nuestro y en la UE. Se centran en el Gobierno porque los que más poder concentran son quienes tienen la obligación de marcar la pauta ética del país, sirviendo de ejemplo para que esos estándares éticos caigan luego en cascada por todo el sistema político. Y, como todo instrumento autorregulatorio, se aplica más allá de las obligaciones jurídicas, porque operar dentro de la legalidad es necesario pero no suficiente.
Los principios del Código que hemos presentado amplían las obligaciones del presidente y los ministros en materia de conflictos de interés, exigiendo (como se hace en la OCDE) que se comprometan a evitar los conflictos reales, los potenciales y, también, los aparentes; y que se pongan en marcha sistemas de prevención de conflictos (como se hace en el Reino Unido y en otros países) tanto para los conflictos que se producen por los intereses del presidente y los ministros como los que surgen por los intereses de sus familiares. El Código exige que los ministros no puedan realizar labores de lobby en los dos años posteriores a su cese (algo que se recogía en el Código Ético del Gobierno de Barack Obama), y que todos los trabajos que ejerzan en los siguientes cinco años sean sometidos a supervisión. Contiene, además, compromisos en lo referente a los asesores, para que se limite su número y se excluya la posibilidad de que interfieran en nombramientos o contrataciones, y para que en las páginas web de los Ministerios se publiquen su currículo, sueldo y funciones y la razón detallada de por qué se les ha elegido para el cargo (algo que hace rutinariamente hasta el Gobierno de Giorgia Meloni). El Código que proponemos prohíbe también el uso de recursos públicos, como los servicios de inteligencia o estadística, con fines partidistas. Limita el uso de residencias oficiales, vehículos oficiales, chóferes propios y protección oficial a tan sólo unos pocos ministros. Exige que los nombramientos que hagan los ministros se guíen siempre por los criterios de mérito y capacidad, y que todos los nombramientos por debajo del nivel de subsecretario de Estado recaigan en funcionarios. Establece que los ministros acepten someterse regularmente a ruedas de prensa con preguntas y sin veto a ningún medio de comunicación. Que publiquen una lista de los medios de comunicación que sean beneficiarios últimos de la publicidad institucional (en vez de hacer públicos sólo los nombres de las agencias de medios, como ocurre ahora). Que tengan que dimitir si mienten deliberadamente a las Cortes. Y así hasta 21 páginas con 99 compromisos concretos.
El Código contempla dos nuevos órganos de garantía, que se superponen para, de este modo, poder controlar su cumplimiento: un Asesor Independiente nombrado por el presidente (como hay en la Comisión Europea o el Reino Unido) y una Oficina de Ética compuesta por tres representantes, cuya elección ha de ser aprobada por el Parlamento.
Es previsible que, inicialmente, la clase política reaccione a la defensiva ante una propuesta de este tipo, por cuanto a nadie le gusta que se discuta la necesidad de que su actuación se vea sometida a ciertos límites. Sin embargo, a poco que se aproximen a ello con una mentalidad abierta y moderna, los políticos se darán cuenta de que este tipo de instrumentos operan también para ellos como una garantía con la que evitar bulos y acusaciones falsas o espurias y con la que recuperar la confianza de los ciudadanos. Esa es, precisamente, la razón por la que presidentes y ministros en muchos otros países parecidos al nuestro aceptan gustosamente someterse a esta clase de códigos.
Somos conscientes de que para elevar el listón de la ética política del país no hay fórmulas mágicas, y de que ello requiere una discusión social franca y abierta. Nuestro Código Ético de Gobierno es una contribución, una base para poder iniciar esa discusión de manera pragmática y en armonía con la experiencia de los países de nuestro entorno. En los próximos meses nos dedicaremos a viajar por todo el país para recoger opiniones y sugerencias y activar así el debate entre toda la sociedad civil. Elevar el listón ético de la política española es algo que nos compete a todos.
Algunos dicen que este no es buen momento para intentar reforzar los estándares éticos de nuestra política, que este objetivo no le interesa a nadie y que estamos demasiado polarizados como para tener un debate constructivo. Nosotros creemos, por el contrario, que nos interesa a todos. Y que ampliar la ética política es una de las mejores maneras de contrarrestar la polarización. En una democracia madura y plenamente consolidada como la nuestra, no podemos seguir obviando la discusión sobre los estándares éticos que queremos para nuestra clase política.
Poner en marcha el Código Ético es relativamente fácil. Si el Gobierno aceptara comprometerse con estos principios básicos, como ya sucede en otros países, no se tardaría más de uno o dos meses en poder implantarlo. Estoy convencida de que la mayoría de los españoles se comprometería con esos 99 principios. Entre todos tenemos que conseguir que los políticos españoles, sean del partido que sean, también lo hagan.