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Indultos, amnistía, ERE; por Andrés Betancor, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Pompeu Fabra

15/07/2024
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El día 15 de julio de 2024 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Andrés Betancor, en el cual el autor opina que el Tribunal Supremo, renunciando a controlar la legalidad de los indultos por el ‘procés’; y el Constitucional, con las sentencias sobre los ERE, construyen ámbitos de impunidad.

INDULTOS, AMNISTÍA, ERE

“¿Cómo es posible encontrarse sujeto a un orden social y permanecer libre?” Es la pregunta que se hacía Hans Kelsen para explicar la importancia de la Constitución: “El ideal de autodeterminación [libertad individual] requiere que el orden social sea creado por la decisión unánime de los súbditos, y que dicho orden conserve su fuerza obligatoria mientras disfrute de la aprobación de todos”. Es el papel de la Constitución. Cuando el pueblo, en ejercicio de su soberanía, decide instituir ese orden colectivo que, limitando la libertad individual, paradójicamente, la hace posible. La Constitución es el medio del que se vale el pueblo, precisamente, para garantizar la libertad de la minoría, la de la minoría más minoritaria: la del uno, la del individuo. Incumplir la Constitución no es el mero incumplimiento a una formalidad, sino que lo es al pacto, al contrato, como lo denominaban los liberales clásicos, que alumbra una sociedad como conjunto, no homogéneo, de personas o individuos libres, que conviven en paz y en libertad para que cada uno pueda seguir su camino, en un entorno, también, de solidaridad.

Hay momentos en los que la Historia se acelera. En la vorágine de nuestro día a día, en la urgencia del presente, en la tormenta de la política, en la deriva de nuestra nación, no levantamos la vista para otear el paisaje y obtener una visión del conjunto. A veces, una semana es suficiente tiempo para avizorar la realidad institucional del presente y de su futuro inmediato: la Constitución está perdiendo su capacidad efectiva para disponer el orden social y, por consiguiente, garantizar la libertad, arrastrada por el fango de la tóxica ideología de la soberanía parlamentaria extasiada, como ha señalado Manuel Aragón, en la soberanía del Gobierno.

Varias sentencias, conocidas la semana pasada, marcan el presente y auguran el futuro. Por un lado, las sentencias del Tribunal Supremo (TS), Sala III, de lo contencioso-administrativo, de 26 de junio, pero conocidas también la pasada semana, por las que, en virtud de un argumento formal, discutible -el de la falta de legitimación-, el TS renuncia a controlar la legalidad de los indultos concedidos a los secesionistas catalanes. Y, por otro, las sentencias del Tribunal Constitucional (TC) de 2 de julio (y posteriores) por las que se otorga amparo a los condenados por el caso ERE de Andalucía, sobre la base de una reinterpretación de lo dispuesto en el Código Penal. En el fondo, tienen en común que delimitan un ámbito de la acción del Gobierno que es inmune al control y, también, no susceptible de responsabilidad penal. Las sentencias del TS, Sala III, renuncian a controlar la legalidad de los indultos porque no hay nadie que esté legitimado para hacerlo. Nunca tantos se han visto tan desprotegidos porque a nadie se le reconoce legitimidad para promover la acción de la Justicia. Y todo por virtud de una interpretación rigorista de un requisito -incluso absurdo- como es el de la legitimación: sólo los que se ven directamente perjudicados por una resolución la podrán recurrir.

Como los indultos no han perjudicado a nadie en particular, singular y directamente, nadie los podrá recurrir. ¿En qué queda el principio constitucional de legalidad, el de sujeción de todos los poderes, sin excepción, a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico? ¿A qué se reduce la tutela judicial efectiva, sin indefensión posible?

El TC, mediante las sentencias de los ERE de Andalucía, construye otro ámbito de impunidad. El caso más extremo de corrupción política, cuya factura asciende a casi 700 millones de euros, no sólo queda impune, sino que, y es lo más dañino, sienta el precedente de la alteración del orden constitucional en dos ámbitos. Por un lado, porque los políticos quedan inmunes al delito de prevaricación. Y, por otro, porque convierte al TC en una tercera instancia judicial. La Constitución ha establecido que sólo los tribunales integrantes del Poder Judicial ejercen, en exclusiva, la función jurisdiccional, lo que comprende, en particular, interpretar y aplicar el Código Penal. Son los únicos que orgánica y funcionalmente están capacitados y legitimados para hacerlo. La función de garantía que compete al TC se limita, con relación a las resoluciones judiciales, a los casos extremos en los que escandalosamente se infringen los principios constitucionales.

El garante de la Constitución tiene que respetar las resoluciones judiciales que sólo podrá anular cuando sobrepasan el ámbito de lo razonable. No se puede confundir amparar con revisar, proteger con corregir las sentencias de los tribunales para establecer otra interpretación y aplicación de la ley penal. Es perfectamente razonable, como ha venido haciendo el TS, que las decisiones del Gobierno que se adopten en el ámbito “prelegislativo” pueden incurrir en el delito de prevaricación. La exclusión, que ahora sienta el TC, es un exceso que sobrepasa la función constitucional que tiene asignada, que altera el orden constitucional creando un ámbito de impunidad penal para los políticos.

El TC ya nos está señalando el contenido de sus futuras resoluciones cuando se enfrente a los eventuales recursos sobre la aplicación de la Ley orgánica de Amnistía. Si ha revisado, en el caso de los ERE, la interpretación del TS sobre el delito de prevaricación (y de malversación), cómo no lo va a hacer en relación con el de malversación al resolver sobre la aplicación del beneficio de la amnistía. La Sala II o de lo Penal del TS, con su auto de 1 de julio, había llegado a la conclusión de que no es aplicable a los secesionistas condenados por delitos de malversación. Es el propio legislador amnistiador el que decidió, sorprendentemente, limitarla cuando “no haya existido propósito de enriquecimiento” [art. 1.1.a) y b)], o sea, cuando no haya habido “el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial” (art. 1.4). Podría no haberlo hecho, pero desde el momento en que introdujo este límite, el Supremo tiene necesariamente que interpretarlo y aplicarlo. Y aquí entra la lógica más básica: el enriquecimiento consiste tanto en una entrada como en evitar una salida de recursos de nuestro patrimonio; porque el ahorro es también una forma de enriquecimiento. Desde el momento en que los secesionistas dedicaron recursos públicos a la subversión del orden constitucional, y no los suyos, estando convencidos de la necesidad de hacerlo, por la bondad de la causa, estaban evitando la salida de recursos de su patrimonio. El enriquecimiento se produjo.

El Tribunal Constitucional, este tribunal, con la precisión de un reloj suizo, ante los eventuales recursos, aplicará la doctrina de los ERE, que será también la de la amnistía, o sea, la de la impunidad. Los secesionistas han sido indultados y amnistiados al margen de la Constitución porque los encargados de controlar las decisiones de poder para garantizar su aplicación así lo han decidido y, seguramente, lo decidirán. Cuando esto sucede sabemos en qué se convierte el orden jurídico constitucional, garante del orden social: sufre la libertad individual. El soberanismo parlamentario, convertido en soberanismo gubernamental, es la ideología tóxica y tiránica que soporta el populismo -de todos los partidos- que está quebrando la democracia.

Un jurista, nada sospechoso para la izquierda como Luigi Ferrajoli, al teorizar sobre la crisis de la democracia y, en particular, sobre lo que denomina “democracia formal”, advierte de la deriva “absolutista” que está sufriendo cuando el “líder”, encarnación de la (inexistente) voluntad popular, está legitimado para liberarse de cualquier límite. Es el “populismo iliberal” en sus distintas manifestaciones que tiene dos componentes: por un lado, el absolutismo de la voluntad popular y, por consiguiente, el de su jefe o su líder; y, por otro, el “fastidio populista” tanto con el pluralismo institucional como con el pluralismo político. Los tribunales o reivindican su función constitucional, como hace la Sala II del TS, o se convierten en cómplices de la deriva que alimenta la crisis de nuestra democracia. No hay término intermedio. La Historia, con mayúscula, los reta. Liberar al poder de la sujeción a la Constitución es esclavizar. Es la gran aporía que da sentido a la democracia de los ciudadanos, la democracia constitucional.

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