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130 años de lucha contra el terror; por Mireya Toribio Medina, jurista

10/07/2024
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El día 10 de julio de 2024 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Mireya Toribio Medina en el cual la autora opina que las leyes destinadas a hacer frente al terrorismo deberán continuar adaptándose a la situación.

130 AÑOS DE LUCHA CONTRA EL TERROR

“Soy una terrorista, no una asesina”, exclamó Vera Zasulich al ser interrogada sobre el día de 1878 en el que había disparado al gobernador y jefe de policía de San Petersburgo, Fyodor Trepov, que resultó herido a la altura de la pelvis. Tras cometer el ataque y arrojar su arma al suelo, la mujer esperó a ser detenida.

Durante los meses previos, Zasulich y una colaboradora habían urdido un plan para atentar contra Trepov y el fiscal Vladislav Zhelikovskii, ambos relacionados con el Juicio de los 193: el proceso a 193 jóvenes revolucionarios en la Rusia del zar Alejandro II. Trepov había castigado a uno de los encausados a ser flagelado, una práctica entonces proscrita en un país paradójico en el que el régimen autocrático convivía con un poder judicial recién reformado en un sentido más moderno y democrático. Indignadas, decidieron vengarse.

Si el nacimiento del terrorismo moderno pudiese ser atribuido a una persona, Zasulich sería una buena candidata. Pero no estuvo sola. Alentados por el éxito de aquellas acciones, quienes las siguieron empezaron a considerar el terror como una oportuna vía de acción. Más tarde elaborarían teorías para convencer al público de la legitimidad de sus acciones.

Durante los años sucesivos, los ataques nihilistas y anarquistas se multiplicaron: Rusia, España, Francia, Suiza, Italia y Estados Unidos. Pese a lo afirmado por aquella pionera, este tipo de violencia causó numerosas víctimas mortales, amén de cuantiosos daños materiales. El problema alcanzó tal magnitud que en 1898 se celebró en Roma la Conferencia Internacional para la Defensa Social contra los Anarquistas, en la que los Estados afectados trataron de ofrecer una respuesta unitaria.

El anarquismo violento también sembró el terror en la España de finales del siglo XIX. Sus perpetradores pusieron en el punto de mira todo aquello que representaba lo que ansiaban destruir: el “Estado burgués”. Atentaron contra autoridades civiles, militares y eclesiásticas y contra símbolos del capitalismo como factorías, cafés o teatros. Las bombas consiguieron que quienes frecuentaban tales establecimientos comenzasen a temer hacerlo. En ese miedo se encuentra la clave del terrorismo moderno.

Esta clase de violencia, tal como la conocemos hoy, busca atemorizar a la población o a parte de ella como forma de alcanzar un fin de carácter político. Causar víctimas no es su objetivo último, sino su medio. Pretende instrumentalizarlas para enviar un mensaje: hasta que no logren su meta, cualquiera podrá ser el siguiente. Los terroristas tratan de compensar su escasa capacidad operativa mediante la intimidación. No suelen lograr su propósito, pero a menudo crean un estado de terror.

El fenómeno se expandió a España a partir de los años 80 del siglo XIX. Los atentados con explosivos se multiplicaron en Barcelona, a la que la prensa internacional empezó a referirse como la “ciudad de las bombas”. Aunque hubo atentados antes y después, en 1893 alcanzaron una nueva cota.

El 24 de septiembre de ese año un anarquista arrojó dos bombas Orsini al paso del general Arsenio Martínez Campos durante el desfile militar de las fiestas de la Merced en la ciudad condal. El general apenas sufrió una leve herida, pero la explosión acabó con la vida del guardia civil Jaime Tous y dejó varios heridos entre los militares y el público asistente. El autor fue detenido, juzgado y condenado a la pena capital.

Se cumplía un mes de su ejecución una lluviosa noche de noviembre de 1893. En el interior del Gran Teatro del Liceo de Barcelona resonaba la voz del tenor con que daba comienzo el segundo acto de la ópera Guillermo Tell de Rossini. Fue en aquel instante cuando otro ácrata dejó caer dos bombas Orsini desde el “paraíso” al patio de butacas. Solo una de ellas hizo explosión, pero causó una veintena de muertos y casi 30 heridos.

El propósito de los anarquistas violentos era sembrar el terror para derribar el Estado y el capitalismo. Sus acciones tuvieron respuesta. Tras la masacre del Liceo, no se hizo esperar la petición a las autoridades de medidas contundentes por parte de amplios sectores de la sociedad y de la prensa.

En consecuencia, el 3 de abril de 1894 el Gobierno liberal de Sagasta presentó un proyecto de ley “sobre represión de delitos cometidos por medio de explosivos”. Consideraba que ante aquellos hechos, que habían producido una “alarma extraordinaria” y generado “espantosas consecuencias”, era preciso colmar los vacíos de la legislación penal en vigor.

La propuesta no solo se refería a los atentados en sí, sino que pretendía atajar la “constante propaganda demoledora” que, en palabras del ministro firmante, constituía una “peligrosa semilla”. El objetivo: que sobre los autores de conductas que incitaran a tales delitos, a los que hoy llamaríamos agentes de radicalización violenta, recayera “el peso de la pena que pretenden descargar tan solo sobre el brazo ejecutor de sus planes”.

Aún no se había celebrado el juicio por el atentado en el Liceo cuando, recogiendo la propuesta, se promulgó la primera norma antiterrorista de la historia en España: la Ley de 10 de julio de 1894. El texto sancionaba las conductas relacionadas con el manejo de explosivos y su empleo para perpetrar ataques o “producir alarma”, y declaraba ilícitas a las asociaciones que facilitasen su comisión, pero también castigaba a aquellos que provocasen su perpetración mediante la palabra, hablada o escrita, y a los apologistas de esta clase de delitos y de sus autores.

Aquel texto primigenio de 1894 aún no se refería a ese tipo de conductas como “terrorismo”, pero reconocía en ellas una nueva clase de criminalidad en la que lo más grave, pese a sus dramáticas consecuencias, no se hallaba en la ejecución material de los atentados, sino en la propaganda que los alentaba y que nutría el clima de terror.

No sería hasta cuatro décadas más tarde, ya en la II República, cuando la disposición de octubre de 1934 introduciría en la legislación antiterrorista el elemento subjetivo de la motivación política: el propósito de perturbar el orden público o aterrorizar. La norma franquista de marzo de 1943 fue la primera que empleó expresamente el término “terrorismo”.

Las leyes son espejos de su tiempo. Su lectura nos proporciona información acerca de la sociedad en cuyo seno se promulgan y aplican. La de 1894 da cuenta del tipo de problema de orden al que se enfrentaba la sociedad española en ese momento de su historia y de cómo hizo frente a un nuevo tipo de criminalidad.

La nihilista/anarquista fue solo la primera de las oleadas de terrorismo que se han sucedido desde finales del siglo XIX hasta hoy. Según la clasificación establecida por el politólogo David Rapoport, la siguen otra nacionalista/anticolonial entre 1917 y 1965; la denominada de nueva izquierda iniciada en los años 70 del siglo XX; y la de corte yihadista, desde los 80 hasta nuestros días.

Los perpetradores de esta clase de violencia se han ido sucediendo y, con ellos, también han ido cambiando sus métodos y sus fines. Nacionalistas, izquierdistas y derechistas radicales o fundamentalistas religiosos han continuado empleando los métodos terroristas con la esperanza de lograr sus respectivos objetivos: un Estado étnicamente puro, una dictadura del proletariado o fascista o un califato. De forma paralela ha evolucionado la actividad legislativa, en una carrera por tratar de adecuarse a la realidad.

La intensa violencia yihadista en distintas zonas del mundo indica que el terrorismo está lejos de desaparecer. Las leyes destinadas a hacerle frente deberán continuar adaptándose a la situación. Será el reto de los legisladores actuales y futuros hacerlo conforme a las garantías que caracterizan al Estado social y democrático de Derecho, pues de ello dependerá que los terroristas no logren en ninguna medida sus espurios objetivos.

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