EL TRIBUNAL SUPREMO HA RESUELTO DE MANERA IMPECABLE
Al conocerse las resoluciones del Tribunal Supremo inaplicando la Ley de Amnistía a determinadas personas, se han expresado algunas voces críticas (entre ellas, inauditamente, la del propio Gobierno, obligado a respetar las decisiones judiciales) que denuncian que el Tribunal se ha extralimitado en su función de aplicación de las leyes. Ello no se corresponde en modo alguno con lo sucedido. Resulta obvio, para cualquier jurista mínimamente informado, que tales críticas carecen de fundamento, ya que los órganos judiciales tienen el deber de apreciar si los hechos que han de examinar se ajustan a la descripción que de ellos contienen las leyes.
Eso, con toda legitimidad, es lo que ha resuelto el Tribunal Supremo. La Ley de Amnistía incluye la malversación únicamente si no ha existido “un beneficio personal de carácter patrimonial”. El Tribunal, aplicando correctamente su reiterada jurisprudencia, ha entendido que ese “beneficio personal” sí se dio respecto de los actos de determinadas personas, dado que al cargar al erario público unos gastos de los que únicamente ellos eran responsables, se evitaron, deliberadamente, sufragarlos con su propio patrimonio. De ahí que no puedan acogerse a la amnistía.
Se trata de un razonamiento impecable, que no significa apartarse de la ley, sino cumplirla. A esa misma conclusión ya habían llegado reputados penalistas, entre ellos Enrique Gimbernat en su artículo de hace unos días publicado en este mismo periódico, así como también los cuatro fiscales de la Sala Penal del Tribunal Supremo en su escrito presentado al fiscal general del Estado y que éste, asombrosamente, desechó. El Tribunal Supremo, en consecuencia, ha hecho lo que en Derecho estaba obligado a hacer.
No voy a referirme a las reacciones de los afectados por esa resolución, injuriando al Tribunal Supremo con expresiones como “golpe de toga” o “la toga nostra”. Se descalifican por sí solas. Más me preocupan, como he dicho, las reacciones del Gobierno, en cuanto que deslegitiman a los tribunales en su función de atenerse en sus decisiones a lo que el Estado de Derecho exige. Más aún, pretenden exigir que las leyes se apliquen según la interpretación que les da el Gobierno o la mayoría parlamentaria que las aprobó, y no en la que han de darles sus únicos intérpretes institucionales constitucionalmente autorizados: los tribunales de justicia y, a su cabeza, el Tribunal Supremo, que, según establece el art. 123.1 CE, “es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales”.
Llevamos mucho tiempo oyendo la disparatada tesis de la soberanía parlamentaria, que parece extenderse a la no menos disparatada de la soberanía del Gobierno. El Estado constitucional y democrático de Derecho no puede aceptar esas ocurrencias, pues sólo la nación es soberana: su voluntad la expresa el pueblo y no cualquiera de los poderes constituidos, cuya capacidad de decisión es, inevitablemente, limitada. Por eso, los jueces y tribunales están sometidos a la ley, pero de acuerdo con la interpretación que ellos le otorgan y, además, por encima de la ley, están sometidos (como el legislativo y el ejecutivo) a la Constitución.
Una cosa es que, por estar subordinados los jueces y tribunales no solo a la ley, sino también a la Constitución y al Derecho de la Unión Europea, deban plantear una cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional o una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión Europea si consideran que una ley, aplicable a un proceso del que entienden, vulnera aquellas normas superiores; y otra bien distinta es que deban plantear dichas cuestiones si entienden que esa ley no es aplicable al proceso que han de resolver. Esto último no sólo sería absurdo, sino que está impedido por las regulaciones de una y otra cuestión.
Es posible que la aplicación de la Ley de Amnistía a otros delitos distintos de los tenidos en cuenta en las recientes decisiones del Tribunal Supremo (de la Sala de lo Penal y del juez Llarena) conduzca a los órganos judiciales a plantear una cuestión de inconstitucionalidad o una cuestión prejudicial. Eso sucedería cuando aprecien que dicha ley sí es aplicable a tales delitos, pues su sujeción a la Constitución y al Derecho de la Unión Europea está por encima de su sujeción a la ley. Pero este no es el caso de ahora, en el que, sencillamente, la Ley de Amnistía no resulta aplicable a las malversaciones que el Tribunal Supremo ha examinado porque no reúnen las condiciones que esa misma ley determina para que sean amnistiadas.
La Ley de Amnistía ha de ser aplicada, como ella misma reconoce, por los órganos judiciales, pero tal aplicación no es automática, ya que, para aplicar la ley, primero hay que interpretarla. Y esa interpretación es una facultad y un deber indeclinables de los tribunales de justicia que ningún otro poder del Estado puede suplantar. El legislador hace las leyes, pero son los tribunales los que las aplican y, por ello, las interpretan. Es lo que ha hecho impecablemente el Tribunal Supremo, cuya interpretación, por cierto, vincula a todos los órganos judiciales inferiores.
Por ello, quienes ostentando cargos institucionales achacan a ese Tribunal, con ocasión de sus recientes resoluciones, una actuación indebida se ve que no han comprendido lo que significa el Estado de Derecho, entre cuyas reglas están la independencia judicial, la exclusividad de la función jurisdiccional y el respeto de los poderes públicos a las decisiones de los tribunales.
Aquellas resoluciones, que a mí me parecen enteramente correctas, pueden ser criticadas, sin embargo -aunque, eso sí, respetuosamente-, por los particulares afectados (e incluso por cualquier otra persona en uso de su libertad de expresión), pero la vía para combatirlas está en los recursos jurisdiccionales que quepan frente a ellas. Lo que no procede de ninguna manera, es la descalificación injuriosa y mezquina.
Corren malos tiempos para nuestro Estado de Derecho, amenazado, como está, por determinadas instituciones políticas que debieran ser las primeras en defenderlo. La polémica y desafortunada Ley de Amnistía es un buen ejemplo de ello. Como se sabe, si el Derecho se tuerce, el Derecho acaba vengándose.