LA MUJER DEL CÉSAR
La corrupción es uno de los fenómenos que más erosionan la confianza en las instituciones. Algo que debería preocupar especialmente en un país como el nuestro, en el que los políticos y los partidos suscitan en la ciudadanía uno de los mayores niveles de desconfianza comparados con los de nuestros vecinos europeos. La prevención de la corrupción debe ser una prioridad en un Estado de Derecho y tiene un impacto económico notable. Un ámbito en el que no sólo importa que se cumplan los mínimos penales, sino en el que hasta las apariencias son relevantes. Nuestras administraciones y sus servidores no solo tienen que ser honrados, sino que deben parecerlo. Eso pasa por contar con sistemas eficaces de control y de prevención.
Por ello, el caso Begoña Gómez es especialmente significativo y evidencia todo lo que falla en nuestro país con relación a la ética y la integridad públicas. En este sentido, de acuerdo con los estándares de integridad pública, es posible cuestionarse legítimamente hasta qué punto quien es esposa de un presidente del Gobierno puede desarrollar una actividad profesional a través de una cátedra universitaria, e incluso de una empresa constituida ad hoc, consistente en conseguir fondos para sus actividades privadas procedentes, principalmente, de empresas que mantienen relaciones con el Gobierno. No estamos, por tanto, ante ese tipo de actividades benéficas que vemos en primeras damas (la mujer del presidente en España no lo es, pero sirva aquí la analogía).
A este respecto, el primer nivel de enjuiciamiento vendrá dado en sede penal. De hecho, como es por todos sabido por las filípicas presidenciales -que merecen un estudio específico como parte del género del populismo iliberal-, un juez de instrucción, en una decisión avalada por la Audiencia Provincial de Madrid recientemente, y la Fiscalía Europea están investigando los hechos por posibles delitos de tráfico de influencias y otros delitos relacionados con la corrupción. Unas causas judiciales que tendrán sus tiempos (normalmente mucho más lentos de lo deseable) y, también, un ámbito limitado a lo que prescribe el Código Penal.
Y aquí está la clave: una democracia sana, según señalábamos, debe tener unos estándares de integridad pública mucho más altos que los que fija el Código Penal. La idea de corrupción se extiende a cualquier uso desviado de una posición pública para beneficio privado. Por ello, no podemos detener el análisis en este primer nivel penal. Hay que superar la visión ínsita en nuestra cultura popular (y política) que reduce la idea de responsabilidad a la comisión de un delito. Existen otras formas de responsabilidad con relevancia jurídica, aunque a veces se las apode como exigencias “éticas”, que pueden y deben regularse estableciendo un marco normativo para prevenir todo tipo de incompatibilidades y de conflictos de intereses, ya sean reales, potenciales o meramente aparentes. Además, debemos insistir en que la eficacia real de estas exigencias presupone que existan unas estructuras institucionales de control que operen con autonomía e independencia del poder político.
Es en este segundo ámbito en el que nuestro país va muy retrasado. Incluso ha empeorado su situación durante los últimos años. De acuerdo con los datos sobre gobernanza del Banco Mundial, se aprecia un deterioro de la democracia española desde 2012 hasta 2022, especialmente, en indicadores clave como el control de la corrupción (del percentil 83,41 en 2012 hemos bajado hasta el 75,00 en 2022) o, en general, del Estado de Derecho (del percentil 83,10 al 77,36). En sus informes sobre la situación del Estado de Derecho en España, la Comisión Europea viene subrayando durante los últimos años que se han producido algunos avances, como la aprobación en 2023 de un sistema de integridad de la Administración General del Estado, aunque quedan importantes tareas pendientes. Así, Bruselas ha constatado que las normas sobre conflictos de interés de los altos cargos de la Administración no se aplican suficientemente y que tenemos pendientes de aprobación importantes proyectos legislativos, como la regulación de los lobbies o la financiación de partidos políticos. La flamante Ley de protección de denunciantes, aprobada en 2023, en cumplimiento de las obligaciones europeas, también ha dejado bastante que desear, tanto por los déficits en su ámbito de aplicación como, sobre todo, por la designación de la autoridad “independiente” de protección del informante vinculada al Ministerio de Justicia. Un problema que también se observa con la Oficina de Conflictos de Intereses, cuya dirección es nombrada por el Gobierno de turno. Al final, el que tiene que ser controlado nombra a su controlador. Y cuando surgen casos importantes en los que se van fijando los límites del comportamiento correcto, no hay nadie que se atreva a disgustar al gobernante correspondiente.
Tampoco debemos descuidar la traslación de este marco al ámbito autonómico. De hecho, debe preocupar especialmente la deriva que se está apreciando en algunas comunidades autónomas en las que se están desmantelando o tratando de neutralizar algunos de los mecanismos existentes. Tras los pactos de Gobierno PP-Vox, observamos cómo se viene dilapidando el trabajo de la Agencia Antifraude de la Comunidad Valenciana, que había sido destacada por la Comisión Europea en el Handbook of good practices in the fight against corruption de 2023. Esta misma alianza ha propiciado la eliminación en Baleares de la Oficina de Prevención y Lucha contra la Corrupción; y, en Murcia, han decido no renovar la Cátedra de Buen Gobierno e Integridad Pública que mantenían el Gobierno y la Asamblea Regional con la Universidad de Murcia, de la que fuimos codirectores desde su origen en 2021.
Además, debe analizarse con detalle la reforma que estudia la Asamblea Regional de Murcia para sustituir el moribundo Consejo de Transparencia de la Región, que lleva años en situación de interinidad, por un Comisionado Especial de la Transparencia. En Madrid, en 2023, camuflado entre medidas para la simplificación y mejora institucional, el Consejo de Transparencia y Participación Ciudadana ha pasado a depender del Gobierno, en lugar del Parlamento autonómico, y se han reducido sus poderes.
Todo lo cual nos da una idea de lo lejos que van quedando aquellos tímidos avances que, durante algunos años, se impulsaron en nuestro país cuando soplaron ciertos aires regeneracionistas. Ahora, la realidad política e institucional es, por desgracia, muy distinta. Y los vientos de la artificiosa polarización orientan hacia un populismo iliberal en el que el control al poder político cotiza cada vez más a la baja. Se ha visto a la perfección con la reacción al caso Begoña Gómez: ante la revelación de unos hechos que muestran un claro conflicto de interés -en el mejor de los casos, aparente; y, en el peor, con relevancia incluso penal-, la respuesta es señalar a jueces y a la prensa sembrando desconfianza, blandir el mantra de la extrema derecha y, con esta excusa, no rendir la más mínima cuenta en sede parlamentaria.
Pues bien, la reacción en un país con una auténtica cultura de la integridad tendría que haber sido exactamente la contraria. Por ello, sirvan estas líneas para invitar a descubrir todo lo que necesitamos avanzar en materia de integridad pública y de lucha contra la corrupción. Hay muchas puertas giratorias que tabicar, luces de transparencia que proyectar, mecanismos de control que diseñar y medidas de rendición de cuentas que aplicar para, en última instancia, neutralizar ese cabildeo que penetra en nuestras administraciones públicas y en los gobiernos, corroyendo su disposición a servir al interés general con objetividad.
Si lo conseguimos, lograremos insuflar una renovada confianza ciudadana en la política situada ahora, y con razón, en mínimos históricos.