LA LIBERTAD DE ODIAR
La pasada Nochevieja, unas 300 personas se congregaron frente a la sede central del partido del Gobierno en señal de protesta política. Entre los actos allí perpetrados está el de ahorcar y linchar a un muñeco de gran tamaño, con la nariz a lo Pinocho, que representaría al actual presidente, Pedro Sánchez. Estos hechos han vuelto a situar en el debate público la cuestión sobre los límites a la tolerancia respecto a discursos enardecidos contra ciertos colectivos.
Se trata, conviene subrayarlo de antemano, de un debate en el que es necesario separar el plano estrictamente moral del jurídico. Se puede considerar que existe un verdadero deber de combatir y posicionarse en contra de este tipo episodios, sin que esto implique avalar su persecución penal. De hecho, dentro de una cultura optimista sobre la capacidad de la sociedad para hacer prevalecer la virtud, la predisposición sería favorable a tolerar la mera transmisión de ideas que consideramos peligrosas para la convivencia, depositando la confianza en los propios instrumentos de sanción ciudadana para hacerlas frente. No obstante, en Europa, donde, por razones obvias, relacionadas con su propia historia, el optimismo respecto a la capacidad de la virtud para imponerse al discurso de la intolerancia no puede ser absoluto, se ha asumido que el Derecho y, en concreto, el Derecho Penal, ha de combatir ciertos discursos odiosos.
Ahora bien, el odio, la aversión extrema hacia alguien o el propio deseo de que le ocurra algún mal es un sentimiento personal frente al cual no cabe sanción jurídica. El Estado es radicalmente incompetente en este ámbito. Podríamos decir que existe una verdadera libertad para odiar, sin que quepa realizar ningún test de la inquina para valorar la licitud de nuestras opiniones. Es por este motivo que el concepto jurídico discurso del odio, a través del cual se quieren combatir, en palabras del juez de Estrasburgo, “todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia respecto de ciertas minorías”, no puede escapar de un cierto espíritu contradictorio. Viene a decirnos que, si bien soy libre para odiar, no tengo la plena libertad para expresar ese odio de una forma, digamos, contagiosa, provocando o promoviendo en otro ese mismo sentimiento irracional de enemistad y desprecio.
Si se asume como inevitable dicha contradicción es porque consideramos que hay colectivos históricamente preteridos que requieren el auxilio del Derecho Penal para disfrutar de una autonomía e igualdad reales en la comunidad política. Ahora bien, el concepto discurso del odio no puede convertirse en un cajón de sastre o en un rehén argumental para responder con el Derecho Penal a cualquier tipo de expresión que exteriorice una animadversión radical hacia alguien. La libertad de expresión es una institución en la sociedad democrática, de tal forma que, frente a la tentación de silenciar discursos molestos u ofensivos, ha de juzgarse estrictamente todo límite -especialmente, si este procede del Código Penal- que quiera imponerse a la transmisión de ideas o juicios de valor. Esto implica, según los estándares internacionales, que toda restricción al discurso vaya precedida de una consideración del contexto en el que ese discurso se produce, de quién es su portavoz y el objeto de éste, la forma y la difusión que tiene y, por último, de la existencia o no de un verdadero riesgo para el colectivo afectado.
Así, con relación a la performance justiciera de Nochevieja, no puede desconocerse que esta se lleva a cabo en un marco de protesta política frente a acciones del partido del Gobierno y de su presidente; ni tampoco que la libertad de expresión subsume el discurso simbólico, como puede ser la quema de fotos del Rey, o, en este caso, una simulación de ajusticiamiento al presidente. Precisamente, con relación a lo primero, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a España, corrigiendo la interpretación que, con base en la idea de discurso del odio, había hecho el propio juez constitucional, quien consideró que la condena por injurias a la Corona, impuesta por la Audiencia Nacional, no vulneraba el derecho a la libertad de expresión de quien prendió la llama.
Para el juez europeo, las autoridades españolas no atendieron al hecho de que “la escena se enmarcaba en el ámbito de un debate sobre cuestiones de interés público” y de que existía “una relación clara y evidente” entre la quema de dichas fotos y “la crítica política concreta expresada por los demandantes contra la Estado español y su forma monárquica”. Quemar la foto del Rey y la Reina con las cabezas bocabajo era, por lo tanto, una “expresión simbólica de una insatisfacción y de una protesta” y punir la crítica institucional a través de este tipo de discurso no sería compatible con el “pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura sin los cuales no existe ninguna sociedad democrática”.
Desde mi punto de vista, esta jurisprudencia arroja luz sobre la dimensión penal que pudieran tener los propios hechos ocurridos en Ferraz durante la Nochevieja pasada, con relación al tan manido artículo 510 del Código Penal, que tipifica el denominado discurso del odio, al cual se ha apelado estos días.
Tras el ahorcamiento del muñeco, hay un discurso simbólico que, en un contexto general de protesta, transmite una animadversión radical hacia el presidente del Gobierno por sus políticas. Pero la cuestión no reside en si dicho acto escenifica o transmite un odio, una inquina y deseo de oprobio hacia el presidente o su partido, lo cual es difícil de refutar, sino en si ambos, el presidente y el PSOE, pueden ser considerados como una minoría preterida a favor de la cual el Derecho Penal despliega una barrera de protección específica. Una tesis que, en mi opinión, carece de sentido. Lejos de merecer esa protección singular coherente con una situación de vulnerabilidad, lo cierto es que el presidente y el propio partido del Gobierno van a estar sometidos, inevitablemente, a críticas de una intensidad específica.
El odio es libre, decíamos. La mera constatación de este sentimiento carece en sí misma, aisladamente, de ninguna relevancia jurídica. Hay discursos públicos, testimonio de una inquina radical, que no dejan por ello de estar protegidos por la libertad de expresión. Ahora bien, la omnipresencia del concepto discurso del odio o delitos de odio como moda jurídica, puede llevarnos a despreciar otras vertientes de análisis, no sólo jurídico, de ciertas realidades. Así que la pantomima del muñecote esté amparada por la libertad de expresión no excluye que, en esa misma noche, o en concentraciones previas, hayan podido producirse otras conductas típicas, si así pudiera probarse, como las amenazas o como las propias injurias.. Del mismo modo que el hecho de que el muñeco de Pedro Sánchez ensogado sea una manifestación de un discurso simbólico protegido no cierra otra cuestión que necesariamente debemos abordar, como es la excesiva permisividad administrativa con respecto a este tipo de concentraciones en la sede de asociaciones que cumplen, como explicita nuestra Constitución, una indispensable función institucional.
Los partidos políticos no son el Estado, pero sí desempeñan un papel insustituible en el proceso de formación de la voluntad popular, de tal forma que no se puede banalizar -y tenemos experiencia en ello- el significado profundamente antidemocrático que tiene el asedio y el acoso a la sede de cualquier partido o al propio domicilio de un representante político. El espacio público es un indispensable foro de protesta, sí, pero, precisamente como tal foro público, no puede ser objeto de apropiación indefinida por ninguna causa particular.
Y, ya por terminar, vale la pena recordar la responsabilidad social y, en especial, de la clase política, a la hora de censurar este tipo de discursos, que no por lícitos dejan de ser, como se dijo en estas páginas, “peligrosos y despreciables”.