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El daño antropológico de la polarización; por Rafael Rubio, catedrático de Derecho Constitucional en la UCM

08/01/2024
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El día 7 de enero de 2024 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Rafael Rubio en el cual el autor opina que la polarización sirve en bandeja el pretexto para colonizar las instituciones.

EL DAÑO ANTROPOLÓGICO DE LA POLARIZACIÓN

En el comienzo de año se juntan la esperanza y la nostalgia, los propósitos con las despedidas, las predicciones con las listas recopilatorias y con ranking como el de la palabra del año de la Fundéu. Entre las palabras elegidas en los últimos años conviven algunas coyunturales como vacuna, confinamiento, escrache o emoji, con otras como inteligencia artificial, refugiado, populismo o selfi, que parecen describir el signo de los tiempos. Este año la palabra elegida es polarización, aunque algunos niegan su existencia, denunciando el término como una excusa para censurar la pluralidad de opiniones e imponer el pensamiento único, otros le quitan importancia, defendiéndola como forma inherente a la democracia y todos coinciden en situarla en los demás. Toda realidad ignorada planea su propia venganza (Ortega y Gasset), entender sus causas y reconocer sus efectos resulta imprescindible para evitar que siga siendo palabra del año durante décadas.

Las causas se reparten entre los dirigentes políticos y la sociedad, ambos forman parte de este ciclo de retroalimentación permanente. No siempre se trata de un comportamiento doloso, ni de mala fe, sino de un mecanismo personal y social, fruto de un sistema tóxico que termina por corromper a la persona, hasta terminar provocando un daño antropológico, una auténtica transformación del comportamiento, tan nociva como inconsciente. La opinión se vuelve colectiva, del grupo, y el pensamiento propio se va adaptando al de la tribu, que se convierte en la única unidad de medida. A partir de ese momento, “nuestras lealtades y prejuicios se rigen por el instinto y se racionalizan como cálculo” (Klein). Así, el razonamiento es sustituido por la racionalización del prejuicio grupal, confundido a menudo con la realidad. El relato sustituye al dato y los eslóganes se convierten en ‘verdades’, más fruto de la fe que del análisis. La verdad propia excluye a la ajena y siempre es ‘el otro’ el que miente o manipula. La realidad pasa a ser sólo aquello que confirma nuestros puntos de vista y lo equivocado que está el de los demás. La polarización son los otros.

El juicio lo marca el ser o no ser “uno de los nuestros”, en la mejor lógica de Scorsese, y, dependiendo sólo de quién sea su autor, una actuación determinada puede pasar de ser “el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno”, a convertirse en una obra de arte. Se agudiza la crítica hacia lo ajeno y se suspende el juicio hacia lo propio, con un doble rasero que celebra en los afines lo que no tolera en los adversarios. A la vez que se pide comprensión en el juicio de lo propio, incurriendo en silencios clamorosos, se exige una interpretación literal, incluso contra el sentido común, de lo ajeno, siempre con vistosos aspavientos. Se escoge lo más desproporcionado y ridículo del pensamiento ajeno, cuando no se altera directamente su contenido, para reforzarse en el propio. Incluso cuando se termina por reconocer lo sucedido, cuando no hay más remedio, siempre se acaba eximiendo de responsabilidad al culpable, “no hay delito, absolutamente ninguno, que no pueda ser tolerado cuando ‘nuestro’ lado lo comete”, decía Orwell. Se despierta una incapacidad congénita para reconocer en los propios lo que se denuncia en los otros y se condiciona cualquier acción, por ilegal o inmoral, a que sirva para ganar, o a derrotar al otro (Taifel). Incluso cuando los bandos cambian su idea se prefiere cambiar de idea a cambiar de bando. Es la guerra y en tiempo de guerra todo está permitido.

La polarización transforma también nuestra relación con los demás. Cambia la forma de pensar sobre las ideas que no coinciden con las nuestras, pero también sobre los que sostienen otras. En nombre de la tolerancia se abraza la ‘tolerancia cero’ contra todo aquel que no coincide con nuestra forma de pensar. Se confunde al moderado con el equidistante, y a ambos se etiqueta como traidores. Como si compartir objetivos impidiera perseguirlos de modos distintos, como si la obligación moral de defender una causa justa eximiera de hacerlo de una manera inteligente, se castiga al que trata de comprender al otro, mientras se rechaza cualquier tipo de acuerdo, que se presenta como prueba irrefutable de la ausencia total de convicciones, obligando a elegir un bando. El que abraza la ‘fe verdadera’, con una concepción religiosa de la política, castiga al tibio, desprecia al disidente, al que cree incapaz de entender la realidad, y asume que acabar con el enemigo es el único mecanismo para lograr la supervivencia de su visión, la única aceptable, de la democracia y la nación.

Este tipo de estrategias polarizantes, impulsadas por el miedo y el odio (Tolentino), que se han mostrados eficaces en campaña electoral, dañan sobremanera la sociedad cuando extienden su campo de actuación a la gestión de lo público, como estrategia para perpetuarse en el poder. El Gobierno asume la lógica de la oposición. Las decisiones políticas se adoptan fundamentalmente frente al otro y se ponen en la agenda aquellos temas más divisivos, que fomentan la división y la hostilidad. El acuerdo, en cualquier campo, se vuelve imposible. Cuando las posiciones se hacen inasumibles para el adversario, solo quedan los bandos. Toda decisión, por compleja que resulte, se resuelve en una elección binaria. Todo o nada, blanco o negro con la secreta esperanza de que, al ofrecer solo dos alternativas, el ciudadano no tenga elección. “O nosotros o el caos”, aun cuando, como en el conocido chiste gráfico, la alternativa trucada oculte que el caos también somos “nosotros”.

Se cuestiona la legitimidad del otro bando para hacer política, o incluso para ejercer el gobierno, y se acaba justificando cualquier actuación para arrinconarlo, aunque ésta sobrepase el marco legal, alimentando una peligrosa forma de antipolítica. Al romperse los caminos institucionales, el recurso al diálogo y a la justicia deja de estar operativo; y todo es una cuestión de fuerza. El Gobierno se entiende como la creación de muros y la política se vuelve el hogar de activistas, minorías movilizadas, que van ganando poder a expensas de aquellos que rechazan esta ausencia de reglas del juego. De esta manera la polarización encuentra su punto de no retorno cuando, paradójicamente, consigue su objetivo. La polarización sirve en bandeja el pretexto para colonizar las instituciones. Los nombramientos se realizan a dedo entre personas de confianza, sin importar el mérito y la capacidad, se asaltan los órganos de garantías, por ser límites y vigilantes del poder y su ejercicio, y se modifican las normas que rigen su elección, sin respetar plazos, procedimientos ni mayorías cualificadas, garantías contramayoritarias en cualquier democracia liberal. Cada cambio de gobierno es, en cierta forma, un cambio de régimen, mientras que sus protagonistas, enfrascados en su guerra, parecen no entender que algún día, aunque parezca que no llegará nunca, cuando quieran invocar su protección, no encontrarán más que las ruinas que ellos provocaron.

Y es así, en su parálisis, cuando la democracia comienza el camino de su destrucción, que deja de ser una convicción para convertirse en un recurso retórico, que se invoca solo cuando nos favorece.

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