ACOSO A LA JUSTICIA
Creo que hay datos suficientes para comprobar que en España se está produciendo un acoso reiterado a la Justicia. La independencia judicial, imprescindible en un Estado de Derecho, se encuentra amenazada como consecuencia de determinadas decisiones que han venido adoptando tanto el Gobierno como su mayoría parlamentaria en el Congreso de los Diputados. Como si eso no bastara, se ha llegado a insultar en el propio Congreso a magistrados del Tribunal Supremo. No cabe negar que se está produciendo una continuada acción política de socavamiento y deslegitimación de la autoridad de jueces y tribunales.
Esto no ha comenzado ahora, pues se inició, hace dos años, con la concesión gubernamental de indultos a los condenados por sus actos de abierta rebeldía constitucional, en contra del criterio del Tribunal Supremo que los había juzgado, acompañada con la derogación del delito de sedición y la modificación, a la baja, del delito de malversación. Este camino ha proseguido en el presente mediante una proposición de Ley de Amnistía que vulnera, entre otras reglas y principios constitucionales, la independencia judicial y la exclusividad del Poder Judicial en el ejercicio de la función jurisdiccional; así como también mediante la creación de una Comisión parlamentaria con el objeto de controlar políticamente a los jueces y tribunales. No es de extrañar, por ello, que, en el mismo Congreso, determinados líderes de partidos coaligados con el Gobierno se hayan atrevido a calumniar, señalándolos por su nombre, a relevantes cargos judiciales.
Esto último, realmente insólito, ha ocurrido, por cierto, sin que la presidenta de la Cámara haya llamado al orden a los parlamentarios que han proferido tan ilícitas declaraciones, y sin que el Gobierno y el grupo parlamentario del PSOE hubieran reaccionado en la propia Cámara, de inmediato, condenándolas. Quizás no debiera sorprendernos, ya que, aparte de la evidente parcialidad política de la actual presidenta de la Cámara, aquellas declaraciones no suponían más que el adelanto de unas actuaciones que se producirán probablemente en la Comisión parlamentaria de control político de la judicatura, cuya creación fue aprobada con el voto a favor (socialistas incluidos) de todos los partidos que sostienen al Gobierno.
Estas son, entre otras, las consecuencias de unos pactos para la investidura que, de manera deliberada, han puesto en cuestión la integridad de nuestra democracia constitucional y, por ello, de nuestro Estado de Derecho. Acabo de referirme a lo que se está haciendo, en cumplimiento de esos pactos, para socavar la independencia de jueces y tribunales, pero también debo señalar lo que, con el mismo objeto, se está proyectando sobre el Consejo General del Poder Judicial, cuya independencia se encuentra, desde hace bastante tiempo, menoscabada. La gravedad de ambas situaciones no cabe desligarla, ya que afectan por igual al mismo principio que se pretende erosionar: si los jueces deben ser independientes, ha de serlo también su órgano de gobierno, un órgano gravemente dañado por el retraso, ya de cinco años, en su renovación, y con sus facultades restringidas por obra de una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que le ha privado de sus competencias para nombrar a magistrados del Tribunal Supremo y a otros altos cargos jurisdiccionales. Lo que no ha sido remediado, lamentablemente, por la sentencia del Tribunal Constitucional que ha juzgado aquella reforma legal, cuya inconstitucionalidad, a mi juicio, era evidente, entre otras razones porque, al impedir de manera absoluta los nombramientos, dañaba la organización regular de la justicia exigida por la Constitución, aparte de que incurría en la paradoja, o incluso en la arbitrariedad, de sancionar legislativamente al Consejo por una causa, el retraso en su renovación, que no es imputable a él, sino a las instituciones políticas (Congreso y Senado) que han incumplido su obligación constitucional de renovarlo.
No cabe negar, de todos modos, que esa “debilidad institucional” del Consejo, derivada del retraso, es una de las causas que explican su actual desprestigio, aunque no justifican, ni mucho menos, los ataques desmedidos que recibe, entre ellos el lanzado por el Fiscal General del Estado, que de modo institucionalmente reprochable acaba de acusar de “conservadores” a la mayoría de los miembros del Consejo, que, legítimamente, lo han censurado, y de menospreciar al propio Consejo tildándole de “caducado”, lo que no es cierto, ya que sólo se encuentra prorrogado.
Pero, en fin, así estamos: la acción denigratoria no descansa. Mientras tanto, la incapacidad de las Cortes Generales para renovar el Consejo ha conducido, en los últimos días, a una solución sorprendente: el presidente del Gobierno y el presidente del Partido Popular (no las Cortes Generales, y ello ya es un buen síntoma de la degradación institucional que venimos soportando) han acordado solicitar la mediación y supervisión de la Unión Europea para la renovación del Consejo. En esa tesitura, creo que conviene dejar claras algunas exigencias: la eventual renovación no debe transcurrir por el nefasto sistema de reparto por cuotas políticas (considerado inconstitucional por la STC 108/1986), sino por un auténtico consenso que procure llevar al Consejo a personas independientes políticamente y solventes jurídicamente. Al mismo tiempo, de manera simultánea, debe cambiarse el modelo de integración del Consejo (aconsejado por las propias instituciones europeas), de modo que, de sus 20 miembros, 12 sean elegidos directamente por los jueces y magistrados.
Pero quizás esa mediación, aparte de significar un desdoro para el Estado, incapaz de resolver internamente sus problemas, no cure el mal que padece el Consejo, y que no es otro que el de su politización, muy difícil de evitar dada la condición de extrema polarización a que ha llegado la política española. Ante esa situación, difícilmente reversible por ahora, no cabría descartar una solución más radical para impedir la politización y dejar fuera de los intereses partidistas el gobierno de los jueces. La de aprovechar la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial no sólo para que 12 de los miembros del Consejo sean elegidos directamente por los jueces y magistrados, sino también para trasladar al propio Poder Judicial la competencia de nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo y presidentes de otros tribunales inferiores, como han sugerido destacados juristas (entre ellos, por ejemplo, Francisco Sosa Wagner en su artículo Jueces y pactos, publicado en este mismo periódico el pasado día 23 de diciembre) e incluso el actual presidente del Consejo General del Poder Judicial.
Una competencia que, si se atribuyera directamente a la jurisdicción, podría fácil y puntualmente ejercerse mediante un sistema reglado que asegurase la objetividad y, por ello, la idoneidad profesional de los designados, dejando muy escaso margen a la discrecionalidad, que en todo caso podría controlarse a través de los pertinentes recursos ante la Sala 3.ª del Tribunal Supremo. Como contrapartida, un Consejo sin capacidad de nombramientos judiciales alejaría notablemente la tentación de politizarlo.
Hoy, frente a los ataques que el Poder Judicial está sufriendo por parte de algunos políticos y algunas instituciones del Estado, es perentorio reforzarlo y dotarlo de eficacia, ya que, en las actuales circunstancias de erosión de nuestro Estado constitucional y democrático de Derecho, sólo queda, aparte de la posible reacción legítima de una sociedad que aún no haya sucumbido por completo a la servidumbre voluntaria, el control jurisdiccional como última barrera institucionalizada que evite que nuestro sistema democrático se convierta en un despotismo de la mayoría. Y no me refiero sólo a la justicia ordinaria, sino también al Tribunal Constitucional, del que confío que cumpla fielmente, como en el pasado siempre lo había hecho, su cometido de garantizar la vigencia de la Constitución, desoyendo a quienes lo impulsan a falsearla mediante una interpretación constructivista que, simplemente, hiciera del Tribunal el dueño de la Constitución y no su guardián.
Nuestra Constitución, que acaba de cumplir 45 años, hay que preservarla. Quizás debiera reformarse, para mejorarla, pero no manipularse para destruirla, pues, como con tanto acierto acaba de decir el Rey en su mensaje navideño: “Fuera del respeto a la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles; no hay libertad, sino imposición; no hay ley, sino arbitrariedad. Fuera de la Constitución no hay una España en paz y libertad”.