NACIONALISMO Y EUROPA
“El nacionalismo es la guerra”, dijo François Mitterrand hace casi treinta años. Una frase que se sigue repitiendo y que nos retrotrae a la época de lo que podríamos llamar “gran guerra civil europea”, que se desarrolló entre 1914 y 1945 y que la generación de Mitterrand, Helmut Kohl o Jacques Delors conocieron bien. El nacionalismo, sin embargo, no es solamente el que arraigó en algunos Estados nación europeos en los siglos XIX y XX; sino que en la actualidad adopta otras formas, y el caso del nacionalismo catalán nos ofrece un ejemplo acabado de lo que supone en el siglo XXI, un nacionalismo que no es todavía la guerra; pero que sí es la división. Una división, además, que se extiende como mancha de aceite, necrosis o tumor, alcanzando a los tejidos vecinos al inicialmente afectado.
En Cataluña, el nacionalismo gobierna desde hace más de cuarenta años, sin que los gobiernos socialistas de Maragall y Montilla hayan supuesto ningún paréntesis, porque las políticas nacionalistas en la escuela, la lengua o la cultura se mantuvieron esos años con la misma o parecida intensidad a la que habían mostrado antes e, incluso, la que se vivió después de ellos. A partir del año 2012, sin embargo, se aprecia una deriva en el nacionalismo catalán que le lleva no solamente a plantear abiertamente la secesión (lo que es legítimo), sino a actuar al margen de las exigencias constitucionales, a desobedecer las decisiones judiciales y a limitar los derechos fundamentales de quienes discrepaban de sus planteamientos; y todo ello desde el poder; es decir, poniendo a las administraciones al servicio de planteamientos ilegales.
Utilizar el poder público al margen y en contra de la ley, desobedeciendo y criticando las sentencias judiciales y vulnerando, además, derechos individuales, es radicalmente contrario a lo que exige el respeto al Estado de derecho y supone también, por tanto, la vulneración de principios esenciales de la democracia liberal. La situación en Cataluña en los últimos diez años es tan grave como se desprende de lo que se acaba de indicar; pero ni el conjunto de la sociedad española ni tampoco la Unión Europea respondieron en su momento a esos ataques a la democracia liberal. En el primer caso, quizás porque todavía se encontraban el conjunto de los españoles una especie de ‘fase de negación’ que les impedía asumir la gravedad de la situación; y en el segundo caso -la Unión Europea- porque se aprecia una cierta reticencia de sus instituciones a sustituir el papel de los Estados en la verificación del cumplimiento de las exigencias del Estado de derecho en las entidades subestatales.
Ahora bien, lo que no se resuelve a nivel regional puede acabar llegando al nivel estatal, y el caso español lo ejemplifica perfectamente. Tras lustros permitiendo la vulneración de principios democráticos esenciales por parte del Gobierno autonómico catalán y muchas administraciones locales en Cataluña, los mismos vicios que se habían apreciado allí se abren paso para alcanzar a España en su conjunto. Las críticas a los jueces que resuelven en sentido diferente a lo que quiere el Ejecutivo se trasladaron del Ejecutivo catalán al español (así, la furibunda reacción del Gobierno español ante la suspensión por parte del Tribunal Constitucional de la tramitación por vía de enmienda de las reformas de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en diciembre de 2022); el cuestionamiento a los tribunales acaba plasmándose en documentos oficiales (el acuerdo entre el PSOE y Junts) y se tramita una amnistía que incluirá delitos como el terrorismo, la malversación, los daños y las lesiones; y que ha sido pactada con los mismos delincuentes que van a ser amnistiados.
Esta situación ha generado una cierta preocupación ya no solo en Europa, sino también en otros continentes, advirtiendo unos y otros de los riesgos que supone para la democracia liberal que el gobierno de un país pacte la impunidad con quienes intentan derogar la Constitución de dicho país por vías ilegales. Falta, sin embargo, por ver cuál será la reacción de las instituciones europeas, que durante tanto tiempo fueron tibias con las vulneraciones de derechos en Cataluña y que ahora, sin embargo, han de enfrentarse a un problema de cierta consideración en uno de los países miembros de la Unión con un mayor peso demográfico y económico. Será difícil que eludan actuar de una u otra forma, entre otras cosas, porque pesa la comparación con otros países europeos que sí están siendo sometidos a escrutinio por sus vulneraciones de principios democráticos.
Sin pretender comparar las situaciones que se viven en Polonia, Hungría y España (aunque el cuestionamiento del poder judicial por parte del poder ejecutivo vincula de manera bastante directa lo que sucede en nuestro país con lo que se vive en los otros mencionados), sería desastroso para las políticas de garantía del Estado de derecho en la UE que se percibiese que son utilizadas con más rigor contra aquellos que a las vulneraciones de los principios democráticos unen la crítica a la integración europea que en relación a quienes se ‘limitan’ a vulnerar principios democráticos; pero sin cuestionar la pertenencia a la UE.
Ahora bien, tampoco es descartable que, de la misma forma en que los ataques nacionalistas al Estado de derecho se han extendido desde Cataluña al conjunto de España, se produzca una transmisión semejante al conjunto de Europa. La profunda división de la sociedad catalana como consecuencia del desafío nacionalista, que ha precedido a la actual división en la sociedad española, puede adelantar también tensiones a nivel europeo; que dependerán en buena medida de si las familias políticas europeas deciden hacer seguidismo de los planteamientos de sus respectivas representaciones en España. Así, si los partidos socialistas europeos y sus integrantes en las distintas instituciones optan por justificar o tolerar lo que practican sus equivalentes en España no es descartable que la tensión escale. Ya hemos visto algún indicio en ese sentido. En el mes de febrero, en una comisión del Parlamento Europeo que se ocupaba del tema de la exclusión del castellano en las escuelas catalanas se produjo un boicot que secundaron los integrantes del grupo socialista europeo, y no solamente los españoles.
El nacionalismo es división, y para evitar que triunfe hemos de ser claros y rigurosos en la defensa del Estado de derecho, de los principios democráticos y de los derechos fundamentales. Pensar que algún nivel (regional, estatal o europeo) está libre de ser alcanzado por las consecuencias dañinas del nacionalismo es extraordinariamente peligroso. Solamente si en todos ellos se respetan de manera exquisita los principios que recoge el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea evitaremos el riesgo de confrontación que, como nos recordaba Mitterrand, es consustancial al nacionalismo.