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El mal menor; por Rodrigo Tena, notario y patrono de la Fundación Hay Derecho

10/11/2023
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El pasado día 9 de noviembre se publicó en el periódico ABC un artículo de opinión de Rodrigo Tena en el cual el autor avisa sobre los peligros de que la clase política ponga en peligro las reglas del juego democrático por sus intereses particulares

EL MAL MENOR

“España no tiene una sociedad particularmente polarizada, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares. La que sí se encuentra polarizada es la clase política, debido a su egoísta e interesada negativa a llegar a acuerdos transversales. Lo cierto es que si no ofrecemos resistencia a que sus intereses particulares pongan en peligro las reglas del juego democrático, la propia sociedad terminará radicalizándose, y solo entonces comprenderemos que el mal menor era, realmente, el mayor”

UNO de los síntomas más reveladores del paulatino declive de las democracias a escala global es la falta de sensibilidad por parte de la ciudadanía ante las vulneraciones del Estado de derecho. Es, sin duda, un efecto claro de la polarización política y de la consiguiente comprensión del sistema democrático como un juego de suma cero en el que solo cabe ganar o perder. El debate o la negociación transversales como instrumentos para alcanzar un consenso en aras al interés general están descartados. O imponen ellos su programa o lo imponemos nosotros. Y ante esta disyuntiva todo lo demás pasa a tener un carácter secundario, incluidas las reglas del juego. Concebida la política a la manera del fútbol, lo importante es ganar, aunque sea por un penalti injusto pasado el tiempo de descuento.

Está dinámica, que tradicionalmente se circunscribía a países en desarrollo con poca tradición y fortaleza institucionales, se ha extendido hasta alcanzar, incluso, a los muy desarrollados. Pensemos en el caso de los EE.UU. El viejo partido republicano de Abraham Lincoln está dominado por un demagogo con varias causas judiciales abiertas que se ha resistido a reconocer su derrota electoral y que incitó el asalto al Capitolio para intentar revertir el resultado de las urnas. Pero lo cierto es que figura como favorito en las encuestas para las elecciones del próximo año. Para sus partidarios semejantes antecedentes constituyen un detalle de escasa importancia, porque mucho más relevante que todo eso es la dirección de la política económica y quién designará a los jueces del Tribunal Supremo que van a decidir las cuestiones sociales, políticas y morales que verdaderamente les preocupan.

En España muchos ciudadanos se rasgan las vestiduras ante tal espectáculo, y ante otros parecidos que han tenido lugar en Polonia y Hungría. Pero quizás sea debido a que en estos países el abuso de las reglas viene de una determinada ideología política, porque lo cierto es que parecen mucho más insensibles cuando se trata de valorar lo que está ocurriendo en el nuestro, pese a su sorprendente simetría. Lógico, porque solo se critica al árbitro cuando se pierde, nunca cuando se gana.

En España, el partido del actual presidente del Gobierno y candidato a la investidura ha firmado un acuerdo con un partido que apoyó un golpe contra la Constitución reconociendo que en Cataluña existe un conflicto entre dos legitimidades, una parlamentaria y popular y otra institucional y constitucional. Esto lo ha firmado el viejo PSOE, uno de los actores fundamentales en la instauración y consolidación de nuestra democracia constitucional. Como si fuera posible que la democracia se articulase al margen de las reglas y de los procedimientos que nos hemos dado entre todos; como si hubiese una legitimidad parlamentaria al margen de las normas parlamentarias, estatutarias y constitucionales, ya sean formales o sustantivas. Lógica consecuencia de ello es amnistiar y “desjudicializar”, es decir, exonerar del cumplimiento de la ley a los que asaltaron el régimen constitucional amparados en esa primera legitimidad.

Sin duda a muchos ciudadanos tal cosa les parece mal, incluso francamente mal. Pero, de manera simétrica a lo que ocurre con el votante republicano en EE.UU., lo ven como un mal menor que es necesario asumir para que sea el propio programa político el que se imponga, y no el del contrario. Por eso, el argumento de que con esta amnistía no se va a lograr ninguna reconciliación dentro del marco constitucional (más bien lo contrario, desde el momento en que nadie ha reconocido ningún error) sino que se trata solo de una mera contrapartida para que Sánchez logre la investidura, no puede hacer ninguna mella en su apoyo. Porque de eso se trata, de que Sánchez sea presidente y no la alternativa, la única alternativa.

En el fondo, estamos otra vez ante el viejo argumento de que el fin justifica los medios. Y, sin embargo, nuestra civilización, concretamente uno de sus productos estrella como es la democracia constitucional, ha tenido siempre como meta superar ese axioma. ¿El fin justifica los medios? -se preguntaba Albert Camus. Es posible. Pero, ¿quién justificará el fin? Los medios, naturalmente -respondía. El fin no justifica los medios, especialmente cuando ese medio implica vulnerar las reglas del juego, porque no hay manera de distinguir entre unos y otros. No solo por el argumento consecuencialista de que cuando gobiernen ‘los contrarios’ podrán utilizar el precedente para oponer su legitimidad democrática a cualquier norma o derecho que se les antoje, por muy constitucionalmente garantizados que se encuentren. No solo por la sospecha de que un gobierno que reconoce un poder al margen de las normas -por definición arbitrario- derivará en amenaza a las libertades más que en su garantía, como no dejan de demostrar tantos ejemplos en el mundo. Sino especialmente porque no hay programa político y social que compense la pérdida del sentido de lo común y de lo que nos une como ciudadanos españoles que un pacto como este implica.

Esta es, sin duda, la clave del asunto. La democracia constitucional está construida sobre la idea de que es posible alcanzar el interés general, con todas sus dificultades, a través del respeto a ciertos procedimientos formales previamente establecidos que articulan, y también limitan, el debate y la deliberación. Cuando, respetando esos procedimientos, se adopta la decisión, esta puede gustar más o menos, pero legítimamente es de todos. Todos deben sentirse vinculados por ella, porque todos han participado. Pero cuando se reconoce como legítimo un poder nacido al margen de las normas, cuando se exonera de la aplicación de la ley a determinados poderes fácticos a cambio de ciertas ventajas particulares, entonces la construcción cae por su base. La decisión resultante no generará compromiso, sino desafección. Será siempre una decisión de los otros y nunca una decisión compartida, con el peligro, en nuestro caso, de contaminar todo lo que un gobierno nacido de ese pacto produzca. Se abrirá una fractura política y social donde antes no la había.

España no tiene una sociedad particularmente polarizada, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares. Las guerras culturales tienen aquí muy escaso campo de juego, pese a los esfuerzos de algunos, de uno y otro lado. La que sí se encuentra polarizada es la clase política, debido a su egoísta e interesada negativa a llegar a acuerdos transversales. Pero lo cierto es que si no ofrecemos resistencia a que sus intereses particulares pongan en peligro las mismísimas reglas del juego democrático, la propia sociedad terminará radicalizándose, y solo entonces comprenderemos, para nuestra desgracia, que el mal menor era, realmente, el mayor.

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