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Estado constitucional y amnistía; por Javier Tajadura Tejada, catedrático de Derecho Constitucional en la UPV

11/09/2023
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El día 11 de septiembre de 2023 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Javier Tajadura en el cual el autor opina que la promulgación de una ley de amnistía sería un acto arbitrario carente de cualquier justificación razonable.

ESTADO CONSTITUCIONAL Y AMNISTÍA

En el complicado y confuso momento político que vive nuestro país se ha abierto un debate sobre la constitucionalidad de una eventual ley de amnistía para todos los implicados en la insurrección llevada a cabo por los poderes públicos de Cataluña en 2017. Algunos juristas han argumentado que como la Constitución no menciona las amnistías, hay que entender que estas son constitucionalmente posibles: lo que no está expresamente prohibido por la Constitución está permitido. Por otro lado, desde un punto de vista político e histórico se ha puesto como ejemplo la ley de amnistía de 1977 y señalado la conveniencia de “olvidar” el golpe de Estado (civil) de 2017 e iniciar una nueva etapa en las relaciones con los partidos separatistas que gobiernan Cataluña y que por la falta de acuerdo entre PP y PSOE condicionan también la gobernabilidad de España. A esto cabe objetar, por un lado, que la amnistía es incompatible con principios básicos de nuestro Estado de derecho y por ello en sede constituyente se rechazó expresamente que las Cortes pudieran conceder amnistías. Y por otro, que ningún paralelismo histórico puede hacerse entre la situación política de España en 1977 y la de 2017.

La manifiesta inconstitucionalidad de una eventual ley de amnistía se deduce en primer lugar del hecho de que el constituyente debatió y rechazó expresamente la posibilidad de incluir como una facultad de las Cortes Generales la concesión de amnistías. Dos fueron las enmiendas presentadas al respecto y ambas suscitaron un rotundo rechazo.

En segundo lugar, la regulación constitucional del derecho de gracia (art. 62 CE) contiene una prohibición implícita al legislador de conceder amnistías. La constitución habilita al legislador para que este prevea la posibilidad de conceder “indultos individuales” y le prohíbe expresamente el otorgamiento de “indultos generales”. Se trata de un límite que opera directamente frente al legislador. El Parlamento puede facultar al Gobierno para conceder indultos individuales, pero nunca generales y tampoco podría el mismo mediante ley otorgar un indulto general. Si tenemos en cuenta que un indulto general supone el perdón de la pena impuesta a un conjunto de personas sin individualizar los casos y una amnistía implica no solo esa remisión de la pena sino el borrado también de la existencia misma del delito por lo que se aplica a personas aún no condenadas, fácilmente se comprende que la prohibición de indultos generales conlleva la de las amnistías. Sería absurdo entender que la Constitución que ha prohibido al legislador lo menos (conceder indultos generales) está permitiendo lo más (otorgar amnistías).

En tercer lugar, la amnistía es inconstitucional por su incompatibilidad con tres principios básicos del Estado de derecho: la exclusividad del poder judicial para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, la igualdad en la aplicación de la ley y la seguridad jurídica. El legislador no puede -sin incurrir en arbitrariedad- declarar a un grupo de personas inmunes frente al Derecho y borrar para ellas retroactivamente la existencia de unos delitos suplantando así al Poder Judicial y lesionando gravemente la seguridad jurídica. Para que todo ello fuera constitucionalmente admisible tendría que estar expresamente previsto en la Constitución (como lo está la facultad de conceder indultos individuales). Así ocurre en algunos países como Francia o Portugal. Por todo ello hay que insistir en que la concesión de amnistías como facultad del Parlamento solo es admisible cuando está prevista por el constituyente. Y ese no es el caso de España, en que dicha facultad fue rechazada expresamente en sede constituyente y en cuya Constitución se incluye la prohibición del indulto general.

Descartada su constitucionalidad, conviene denunciar también los burdos intentos de falsificación de la realidad y de la historia de quienes para justificar la amnistía a los golpistas catalanes realizan paralelismos con la ley de amnistía de 1977. Aquella amnistía cumplió la función histórica que advirtió Carl Schmitt de “terminar una guerra civil”. La ley de amnistía de 1977 fue la traducción jurídica y la expresión política del principio de “reconciliación nacional” que inspiró nuestra transición a la democracia. Desde esa óptica puede considerarse como el presupuesto material de la Constitución de 1978 acertadamente definida por Alfonso Guerra -destacado y cualificado protagonista de su alumbramiento- como “un acta de paz”. La ley de amnistía supuso una suerte de condena moral del régimen franquista y se fundamentó además de en el citado principio de reconciliación nacional en la consideración como “Derecho injusto” del ordenamiento bajo cuya vigencia se habían cometido los actos que eran amnistiados. Se trataba ciertamente de empezar una nueva etapa. Ahora bien, una vez alumbrada la Constitución, y establecido un auténtico Estado de derecho, resultaba lógico cerrar la puerta a nuevas amnistías. El caso español viene a confirmar una conclusión de la experiencia histórica -la nuestra y la de países de nuestro entorno- según la cual la amnistía -desde un punto de vista histórico, político y social- es una medida extraordinaria que se adopta exclusivamente en los inicios de un nuevo régimen político.

Por ello no puede establecerse paralelismo alguno con la situación actual. La amnistía que se reclama ahora es para quienes han delinquido en el marco de una sociedad democrática y en el contexto de un Estado derecho. Esa eventual amnistía -al margen de su inconstitucionalidad- tendría un efecto político demoledor. Supondría, por un lado, la admisión por parte del legislador de que las previsiones de nuestro ordenamiento para su propia defensa (el Código Penal vigente de 1995) son un “Derecho injusto “ que no debe ser aplicado a los implicados en la insurrección de 2017; por otro, la deslegitimación del Poder Judicial que ha aplicado esa legalidad. Y, finalmente, y esto es lo más grave, como lúcidamente ha advertido el profesor Manuel Aragón, que si fue injusto el Derecho que lo reprimió “fue justo el proceso de secesión”. Desde esta óptica, la amnistía supondría un golpe mortal para nuestro Estado constitucional. Todo ello pone de manifiesto que la reivindicación actual de una ley de amnistía como expediente para “desjudicializar” el conflicto catalán no persigue otra finalidad que la de dejar inerme e indefenso al Estado frente a quienes aspiran a su destrucción, y la de garantizar la impunidad de estos últimos.

En este contexto, la promulgación de una ley de amnistía sería un acto arbitrario (y como tal también inconstitucional) carente de cualquier justificación razonable (histórica o política). Salvo, claro está, que lo que se persiga con ello sea precisamente cuestionar la legitimidad de nuestro Estado constitucional y en último término poner fin al régimen de 1978. El PP y el PSOE están obligados a ponerse de acuerdo y evitar tal despropósito.

EL próximo 31 de octubre la Princesa de Asturias cumplirá 18 años y, al igual que hizo su padre, Su Majestad el Rey, deberá jurar la Constitución y formalizar un ejercicio de acatamiento, respeto y compromiso expreso de cumplimiento. Lógicamente, el gesto no tiene nada de inocuo porque sienta las bases de una fidelidad y una lealtad, presente y futura, a la norma común que nos dimos los españoles en 1978. Y más aún, en un momento político de drástica polarización y de exigencias del nacionalismo y del separatismo, con un marchamo de inconstitucionalidad evidente. Jurar la Constitución significa jurar lealtad a todos sus principios y valores, a todos sus artículos y, por supuesto, al profundo espíritu de concordia, reconciliación y pluralidad que los caracteriza. Es, incluso, la reafirmación del pacto explícito suscrito por la Corona con todos los españoles para la configuración de una monarquía parlamentaria que ha permitido consagrar en España la etapa de progreso, desarrollo social y bienestar más fructífera en siglos. Por eso, el juramento de la Princesa de Asturias adquiere un valor incalculable de sincronía con la sociedad española y de completa comprensión de lo que significan nuestro ordenamiento jurídico y las bases de una convivencia en paz.

Nadie puede sustraerse a la evidencia de que la coyuntura política ahora mismo es convulsa. Las elecciones del pasado 23 de julio arrojaron una posibilidad aún muy incierta de investidura y, en cualquier caso, el pronóstico es de una legislatura muy compleja en el supuesto de que no se repitan los comicios. Sin embargo, ni desde una perspectiva jurídico-técnica, ni desde una visión política, tiene por qué verse afectado el acto institucional de jura de la Constitución por parte de la Princesa como heredera del trono. El constituyente fue claro al respecto y pretender incorporar dudas carece de sentido. Haya o no gobierno formado, la jura puede celebrarse con total normalidad toda vez que lo sería ante unas Cortes que se han constituido conforme establece la legalidad y en plenitud de legitimidad. No tiene por qué haber ningún impedimento para cumplir con una tradición que, más allá de lo simbólico, tiene una relevancia sustancial de primera magnitud. Es el refrendo de una promesa de la futura Reina de España con la ley de leyes, y que pueda haber un gobierno en funciones resulta irrelevante si de exigencias de legalidad se trata. El juramento lo es ante la configuración de la soberanía nacional representada en el Parlamento. Sin más.

Expertos juristas consultados por ABC así lo confirman. El juramento, en efecto, es una exigencia constitucional, y aunque es cierto que no consta que la Princesa tenga unas funciones constitucionales específicamente asignadas, el hecho de someterse al fondo de la Carta Magna y a su mandato reafirma sus convicciones en un Estado de derecho, y su fortaleza de convicción en el cumplimiento de todos sus preceptos. Pese a los vaivenes de la política, y por encima de ellos, la Princesa consolida la reafirmación de nuestra monarquía en un mandato expreso que los españoles dieron en 1978 a la ley de la que emana todo nuestro ordenamiento y personalidad. Pretender ofrecer la imagen, por intereses políticos espurios, de que la inestabilidad política ha de afectar necesariamente al compromiso de la Corona con la legalidad, con la ética pública de sus decisiones, y con sus vínculos con todos los ciudadanos españoles, sean o no monárquicos, es tanto como aspirar a que la monarquía se desvincule del destino de nuestra nación. Y eso, por lógica, por tradición y por historia, es sencillamente imposible.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

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Escrito el 12/09/2023 10:24:47 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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