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Mejorar el procedimiento legislativo; por Fabio Pascua Mateo, Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Complutense

14/08/2023
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El día 14 de agosto de 2023, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Fabio Pascua Mateo, en el cual el autor opina que se impone la necesidad de impedir el deterioro de nuestras instituciones, en particular, el poder legislativo. Sobre el abuso del decreto-ley como fuente del Derecho poco puede hacerse sin reformar la Constitución, salvo que el TC marque una posición de mayor exigencia en el cumplimiento de los requisitos de extraordinaria y urgente necesidad. Pero es sencillo reforzar la calidad de nuestra legislación en general y los derechos de los ciudadanos a ser oídos en su proceso de elaboración.

Hace pocos días se refería Luis María Cazorla en esta misma página de ABC al “rampante desprecio al Derecho” que empieza a cobrar cuerpo en la sociedad y política españolas. Nadie puede negar que la Legislatura que ahora concluye ha sido prolífica en tensión política, con algunos supuestos que han ido degradando de manera significativa el diseño institucional de la Constitución. En particular, los poderes legislativo y judicial se han visto sometidos a una presión inaceptable por parte del ejecutivo. En lo que toca a las Cortes Generales, el ejercicio de las facultades que les otorga el artículo 66.2 de la Constitución ha quedado comprometido durante estos años. Así, su facultad de control quedó congelada por la suspensión del cómputo de plazos parlamentarios acordada en el primero de los estados de alarma de 2020, suspensión declarada inconstitucional por la sentencia del Tribunal Constitucional 168/2021. Sus competencias presupuestarias también han quedado afectadas, ya que desde 2018 sólo se han aprobado tres leyes de presupuestos, siendo previsible que en 2023 no dé tiempo a aprobar la que toca y haya que recurrir temporalmente a una prórroga de la hoy en vigor. Naturalmente, no pueden olvidarse las limitaciones de derechos que se abordaron mediante estados de alarma que hubieran debido ser de excepción y una delegación en los presidentes autonómicos mal elaborada, como han declarado las sentencias 148/2021 y 183/2021.

Sin embargo, es en el ámbito legislativo donde más daño ha sufrido la institución parlamentaria, especialmente por la proliferación extrema de decretosleyes que, junto con la elusión puntual de los procedimientos establecidos para la elaboración de los proyectos de ley, han eliminado garantías para asegurar la racionalidad y la participación de los ciudadanos en la legislación. Desde la aprobación de la moción de censura que otorgó la presidencia del Gobierno al actual inquilino de La Moncloa, los datos son incontestables: en 2018 (desde junio) se aprobaron 25; en 2019, 18; en 2020, 39; en 2021, 32; en 2022, 20, y en 2023, 5. Incluso, ya disueltas las Cortes para la celebración de las elecciones del 23 de julio, se ha aprobado el Real Decreto-ley 5/2023, un auténtico decreto-ley ómnibus con 226 artículos que modifican y/o derogan 45 normas con rango de ley. Tampoco ha faltado la presentación como enmiendas de proyectos de ley que debía haber adoptado el Gobierno, para sortear la emisión de informes preceptivos, la participación de los ciudadanos en trámites de consulta y audiencia públicas y la de otras Administraciones a través de las conferencias sectoriales correspondientes. Es el caso de la aprobación del impuesto sobre las grandes fortunas, fruto de sendas enmiendas parlamentarias en la que sería la Ley 38/2022. O el intento de modificar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial para acelerar la renovación de magistrados del TC.

Es verdad que existen atenuantes: al margen del efecto (parcial) del Covid-19 sobre los decretos leyes, no se trata del primer gobierno que evita indebidamente el control parlamentario. Con la mayoría anterior, el Gobierno rechazó comparecer para el control de las Cortes mientras estuvo en funciones, negativa reprobada por la STC 124/2018. Este reproche se repitió por el ejercicio excesivo de la facultad que el Gobierno ostenta para oponerse a iniciativas que supongan una reducción de ingresos o un aumento de gastos presupuestarios (SSTC 34/2018 y 44/2018, entre otras). Y también dicho Gobierno retrasó la remisión del proyecto de ley de presupuestos para 2018 más allá de la fecha establecida en la Constitución.

Sin embargo, los datos expuestos no pueden tomarse a la ligera. De hecho, los programas electorales de las principales formaciones políticas incorporan propuestas para mejorar la transparencia y la participación en los procedimientos legislativos. Se impone, por tanto, la necesidad de impedir el deterioro de nuestras instituciones, en particular, el poder legislativo. Vayamos a ello. Sobre el abuso del decreto-ley como fuente del Derecho, del que han hablado con notable acierto profesores de la talla de Manuel Aragón o Luis Martín Rebollo, poco puede hacerse sin reformar la Constitución, salvo que el TC asuma una posición de mayor exigencia en el cumplimiento de los requisitos de extraordinaria y urgente necesidad, lo que los juristas, con cierta pedantería, llamamos “presupuesto de hecho habilitante”. Pero, en cambio, es sencillo reforzar la calidad de nuestra legislación en general y los derechos de los ciudadanos a ser oídos en su proceso de elaboración, principios consagrados en la Ley de Procedimiento Administrativo de 2015.

Pues bien, existen dos ámbitos en los que tales principios quedan orillados. Se trata de los propios decretos-leyes, que se remiten al Congreso acompañados de una simple memoria abreviada, y de las proposiciones de ley y enmiendas, que carecen incluso de este elemento de valoración. Con una reforma del Reglamento del Congreso es posible subsanar este defecto en buena medida. Respecto de los decretos-leyes, en el plazo de 30 días en los que el Congreso debe pronunciarse sobre ellos, la Secretaría General de la Cámara debería elaborar un dictamen preceptivo sobre extremos tales como su adecuación constitucional y al Derecho de la UE, su corrección formal y material e incluso, bajo determinadas condiciones, sobre cuestiones materiales de fondo de la regulación. Dentro de dicho plazo debería regularse una fase acelerada de información pública en la que a través de medios digitales los interesados puedan hacer llegar sus observaciones al texto. Lo anterior debería extenderse a las proposiciones de ley, una vez tomadas en consideración y antes de concluir el plazo de enmiendas. En este supuesto, la fase de información pública puede evacuarse en plazos similares a los previstos para los proyectos de ley y con los mismos efectos.

Desde un punto de vista organizativo, ello requeriría algunos cambios perfectamente abordables. Por ejemplo, Ignacio Astarloa ha planteado la creación de una oficina de calidad legislativa, dirigida por parlamentarios (o, al modo del Consejo de Estado, sugiero yo, por quienes designe el Congreso de entre personalidades con una dilatada trayectoria de servicio público, especialmente en el ámbito parlamentario) e integrada por los letrados de las Cortes Generales. Este órgano podría asumir unas competencias consultivas en el Congreso que alcanzaran un grado similar de ‘auctoritas’ que las que se le reconocen al Consejo de Estado en la esfera gubernativa. Ello debiera acompañarse de otras reformas como la de introducir la figura de un coordinador parlamentario, hace tiempo sugerida por Benigno Pendás, o asegurar la huella legislativa que permita trazar el origen de determinadas enmiendas. Sin embargo, no es imprescindible llegar a tanto: aun pareciendo modesta, la puesta en marcha de esta reforma acarrearía una mejora sensible de nuestro procedimiento legislativo. Y no olvidemos el viejo consejo de Jeremy Bentham: “Busquemos solamente lo posible”, que harto vasta es semejante tarea para las mentes más lúcidas y los hombres más virtuosos.

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