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¿Importa mucho la política?; por José María Ruiz Soroa, abogado

09/08/2023
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El día 9 de agosto de 2023 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de José María Ruiz Soroa en el cual el autor opina que la visión restringida de la política acepta la idea de que la democracia liberal es un sistema diseñado para funcionar razonablemente con una implicación mínima de la ciudadanía.

¿IMPORTA MUCHO LA POLÍTICA?

Quizá resulte refrescante, metidos de hoz y coz como estamos en el ardor de los resultados electorales, abrir un paréntesis y plantear desde la ironía y el escepticismo una cuestión que es previa a toda toma de partido. Se trataría de saber si, bien pensadas las cosas y las particularidades del mundo moderno que nos rodea, la política tiene tanta importancia como se le atribuye en el discurso más convencional o si, de manera muy distinta, se trata de una actividad social muy particular y, sobre todo, muy limitada en su valor y sus efectos. Que por ello no merece tanta pasión como la que parecemos exhibir si nos atenemos al ruido ambiental.

Por ello, una reflexión de este tipo requiere en primer lugar poner distancia y sordina con los políticos, cuya principal ocupación es precisamente la de intentar convencernos al resto de los mortales de que ellos nos son imprescindibles porque operan con una técnica referida a una realidad de suma trascendencia llamada política. Así que olviden por un rato el fragor de la batalla.

Reflexión: no hay comunidad política que pueda evitar la existencia de una tensión basilar entre dos visiones de la política y consiguientemente de la acción que esta provoca: una que afirma sus posibilidades y la otra que señala sus limitaciones. Ambas visiones coinciden, pero ni mucho menos de manera necesaria y precisa, con dos tipos de posiciones. La primera, con las de los llamados progresistas o izquierdistas; la segunda, con los liberales y parte (pero sólo parte) de los conservadores, pues estos últimos tienen hoy su sector neoconservador mutado en entusiasta activista de la acción política. La divisoria no se traza tanto sobre la clásica escisión “público/privado”, pues casi todos aceptan que deben existir normas de limitación del poder, como sobre una diversa concepción de lo que puede hacer eficazmente el poder político. O de lo que podría hacer si no hubiera sido cortocircuitado y secuestrado por los poderes económicos como lamentan algunos jeremías.

Para la primera visión, la política es poco menos que omnipotente -como lo era el soberano con el que Bodino llenó el vacío de la divinidad medieval-, y como actividad práctica permea y da sentido a todas las demás que ocupan la atención del ciudadano. La política es para esta visión una actividad heroica dada su capacidad, y misión, para reordenar un mundo que está esencialmente mal construido, o por lo menos para inspirar las tareas racionales a ello conducentes. Y su paladín es el Estado moderno, ese que surge desde el siglo XVII pensado por Hobbes precisamente como ser temible por su poder. Para esta visión existen desde luego otras actividades y parcelas en las que el pluralista ser humano moderno ocupa su tiempo, pero de todos los subsistemas que componen la vida social (económico, religioso, profesional, familiar, científico, lúdico, artístico) es precisamente el político el que crea sentido para el conjunto y de alguna manera los unifica en un noble esfuerzo común: el de rehacer el mundo. Aunque la definición aristotélica del hombre como “animal político” se produjo en un contexto muy diverso (el de unas ciudades griegas que eran todo sociedad y nada Estado, y además propia de señoritos sin nada mejor que hacer que discutir), se acepta como esencialmente válida: el ser humano es un animal político por naturaleza, luego su excelencia (su areté) se encuentra precisamente en acrecentar esa concreta dimensión, la política. El ciudadano dedicado a sus ocupaciones privadas y que mira con lejanía a la política es eso, un privado, o lo que es lo mismo, un idiota en el original idioma heleno. Lo propio y lo bueno del ciudadano es participar, interesarse, debatir lo común, comparecer como agonista en la plaza como contaba bellamente Hannah Arendt, tal es su virtud.

Esta visión extensiva del valor de la política ha sido generalizada en estos últimos años en Occidente por las sucesivas crisis que han hecho tambalearse el sueño de una prosperidad sin fin y que han provocado en la sociedad una acusada nostalgia del soberano (Arias Maldonado). Inicialmente un sentimiento o una emoción, luego racionalizados en la reivindicación del éxtasis de lo público como mejor garantía de la seguridad de la comunidad. Parece que la avejentada sociedad europea está dispuesta a prescindir un tanto de su pluralismo actitudinal y ocupacional (aquel que Sieyès señaló como riqueza de los modernos) a cambio de una promesa de seguridad.

Y también colabora a su extensión el sueño de gran parte de la academia en la posibilidad real de un consenso obtenido de un diálogo idealizado que proporcionaría auténticas verdades a la política. El primer paso para reclamar una política de amplios vuelos es dotarla de una verdad.

La visión liberal es cuando menos escéptica ante esa alegada omnipotencia de la política, no digamos en cuanto a sus proyectos racionalistas de instauración tout court de un mundo ideal. Lo es por razones morales, pero también pragmáticas. Morales porque piensa que la sociedad civil y la gobernación son realidades muy diversas, cuyos límites no coinciden, y que deben estar separadas: la función de la política es suministrar gobierno para que la creatividad conflictiva de la sociedad se desarrolle libremente sin salirse de los marcos de arreglo pactados. No es función del Gobierno, por el contrario, proveer de sentido a la vida de las personas, ni hacerlas felices o virtuosas. Eso es cuestión de la responsabilidad y elección de ellas mismas.

Pero la visión liberal también es escéptica por razones contingentes que la historia ha confirmado: la política no lo puede todo, o por lo menos no lo puede todo de una manera eficiente. El sueño de la política como un poder omnisciente y omnipotente resultó ser, vistos los resultados, una pesadilla, en eso hay acuerdo. El tiempo de los chamanes y sus grandes relatos pasó.

Examinada la cuestión más de cerca en el plano de la antropología subyacente a las democracias actuales, la visión restringida de la política acepta en lo esencial la idea (tan denostada como vergonzante e indigna por los demócratas republicanos o participativos) de que la democracia liberal es un sistema diseñado para poder funcionar razonablemente bien con una implicación mínima de la ciudadanía, cuya competencia e interés políticos suelen ser bajísimos. Y esto no es un defecto. Es más, pone en duda el que deba atribuirse mayor valor moral al ciudadano interesado y participativo en la política que al dedicado a sus actividades privadas, que no tienen por qué ser solipsistas. Y desde luego desconfía radicalmente de cualquier proyecto político cuya puesta en acción presuponga un cambio antropológico de las personas, que siempre serán, piensa, seres caracterizados por ejercer una forma insociable de ser sociables: no poder soportar a los demás, pero tampoco poder vivir sin ellos.

Constata el realista que las democracias actuales están diseñadas institucionalmente para inhabilitar a los poderes públicos para hacer mucho, sea bueno o malo. Que tienen un sesgo conservador del statu quo ante las novedades. Pero no considera ese sesgo como un defecto, sino como una sabia precaución contra los recurrentes entusiasmos políticos poco reflexionados.

La visión omnipotente, si extendida, genera a la larga desafecto por la política, por el efecto que tiene el juego del exceso de expectativas y una realidad pobretona. El entusiasmo se trueca pronto en amargura, sobre todo cuando se ha experimentado con intensidad, ese factor tan poco estudiado del comportamiento político y sin embargo tan determinante de sus frutos. La visión limitada de la política, por su parte, tiene para la sociedad concernida la ventaja de su propia humildad. Previene la decepción y la frustración ante el fracaso de los mejores proyectos porque ya de entrada descree de su planteamiento como adecuados para la política. Antepone la fuerza de la causalidad a la de la voluntad. Nos hace más resilientes ante la decepción implícita en toda política democrática. Que no es poco.

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