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España duerme tranquila; por Josu de Miguel, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Cantabria

26/07/2023
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El día 26 de julio de 2023 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Josu de Miguel en el cual el autor opina que las elecciones pretendieron ser un plebiscito personal sobre Sánchez y su estilo cesarista, pero en realidad todo giró en torno a la incompatibilidad de Vox con la democracia constitucional.

ESPAÑA DUERME TRANQUILA

Escribo esta tribuna sin saber el resultado definitivo de las elecciones: el voto de los residentes y temporalmente ausentes puede variar algún escaño en los próximos días a favor del PP o del PSOE. Ello puede cambiar algo -no mucho- el tablero de juego de la investidura: necesitar una abstención o un voto favorable de Junts, el partido del fugado Puigdemont, para convertir a Sánchez en presidente del Gobierno. No contemplo otra posibilidad porque el hoy presidente en funciones ha demostrado una capacidad de resistencia y habilidad política fuera de lo común. El uso que hace del tempus institucional y su audacia para romper todos los tabúes ideológicos de la cultura de la Transición le hacen prácticamente invencible. No hay ningún actor a la derecha capaz de ponerse, de momento, a su altura.

La reacción a la inesperada victoria de la izquierda plurinacional del domingo fue básicamente moral. Cuando me fui a la cama en mi tuitline proliferaba la siguiente reflexión: “Hoy dormiremos más tranquilos”. Las elecciones pretendieron ser un plebiscito personal sobre Sánchez y su estilo cesarista, pero en realidad todo giró en torno a la incompatibilidad de Vox con la democracia constitucional. España, ya lo saben, fue un país exento de extrema derecha. La consolidación del partido de Abascal después del procés no fue una sorpresa y por fin nos situaba en la senda europea. Vox es la autoprofecía cumplida de aquellos que llevan años tensionando la comunidad política en términos territoriales y de los que se han empeñado en recuperar las dos Españas a través de la memoria histórica. Para dormir bien, por lo visto, hay que destruir el consenso mínimo para convivir y crear bloques que a día de hoy parecen irreconciliables.

En la creación de bloques todos hemos contribuido, desde luego. Asusta, por ejemplo, el uso desmedido que los medios de comunicación han hecho del instrumento demoscópico. España es el país de Europa donde más encuestas políticas se realizan. Dobla la media de países como Francia, Italia o Alemania. La calidad de las estadísticas tiene que ser mala porque las muestras son deficientes por baratas y los análisis se levantan más sobre deseos que realidades. Ya dije que los trackings convierten a la política en una carrera de caballos absurda más cerca de los eventos deportivos que de unas elecciones serias. Ahora hay quien apunta, no sin cierta razón, que las encuestas pretendían consolidar tendencias de voto, lo que debería conducir a una autocrítica de los medios y de las empresas que se dedican al negocio. Sin una ética sociológica compartida y unos estándares de calidad mínimos, las encuestas, como otras cosas, terminan yéndose por el desagüe del marketing y la política espectáculo.

Vayamos con los bloques entonces. El PP y Feijóo no deben vivir esta derrota como un drama. Simplemente, al líder gallego estas elecciones le han llegado pronto: no era el momento. Da la impresión de que aún no ha consolidado el control sobre el partido, como se vio en los pactos con Vox tras las elecciones autonómicas. Mientras Sánchez y el PSOE congelaron descaradamente la investidura de Chivite en Navarra, las prisas por acordar gobierno en Valencia y Extremadura, donde se dio una imagen deplorable, han jugado en contra de un proyecto político que está muy verde. De nuevo el uso del tiempo. La oposición tiene que formar, como hicieron Aznar primero y Zapatero después, una especie de “gobierno a la espera” con nombres propios y un programa sólido en el terreno socioeconómico. Es lo que espera el mundo empresarial y la ciudadanía. Echarse en manos de eslóganes demenciales como “que te vote Txapote” o “Perro Sánchez” ha sido un error catastrófico que solo indica que algunos asesores ya solo ven el mundo a través de las redes sociales y el simulacro político. El PP ha pasado de 88 a 126 escaños en el Congreso y ha conseguido una -en aparente- inútil mayoría absoluta en el Senado: no es mala cosecha para quien se presenta por primera vez a las elecciones generales.

Su primera maniobra ha sido llamar al PNV. Con ello ya muestra el camino: la Constitución material española quizá se levantó sobre un bipartidismo condicionado por los nacionalismos periféricos. De nuevo, las elecciones nos han puesto en la habitación a nuestro elefante político por excelencia: un gravísimo problema territorial que ya no puede manejarse, por lo que se ve, más que con pactos que refuercen el poder local del nacionalismo vasco y catalán. Es paradójico y creo que sitúa a la comunidad política en un escenario que hay que afrontar colectivamente: la gobernabilidad no puede depender de continuas concesiones que garantizan de forma iliberal hegemonías que no parecen inquietar a los que las padecen. Feijóo puede plantear una reforma constitucional que rompa el nudo gordiano descrito, apostando por un federalismo democrático -me va a reñir, con razón, Félix Ovejero- que quizá abra la puerta a que dejen el país los que no quieren estar en él. ¿Por qué seguir engañándonos con este asunto?

Si digo esto es porque, como recordaba irónicamente Manuel Arias Maldonado, la izquierda ha obtenido buenos resultados en comunidades autónomas donde el nacionalismo español debiera ser más intenso y reluctante a las concesiones a los nacionalismos periféricos. Quizá haya que verlo como una muestra de generosidad, pero no se puede estar en misa y repicando cuando luego se reivindican derechos sociales y redistribución. Sánchez y Díaz gestionarán, seguramente, esta contradicción como lo han hecho hasta ahora: alejando al Estado de derecho de cualquier signo de neutralidad, legislando a una velocidad de vértigo y repartiendo los restos de la millonada europea que han supuesto un gran empuje a la economía española. Por este lado no se contempla gran coalición, como ahora reivindican los perdedores y los soñadores, sino un pacto con Puigdemont ante el que se tienen las manos libres: el domingo pasado, me parece, una parte no despreciable de la sociedad refrendó las medidas de gracia y la actitud conciliadora -o consentidora, según se vea- con el nacionalismo catalán, por lo que hay un gran arsenal para atraer el voto o la abstención de Junts.

Ahora llega el difícil momento de la investidura, en cualquier caso. No hay que descartar que Sánchez nos haga volver a las urnas. Lo que le convenga y los demás, a remolque. Habrá quien quiera meter a Felipe VI en un lío, poniendo en peligro, también, la Monarquía Parlamentaria. De nuevo toca recordar que el jefe del Estado propone al candidato con más posibilidades de obtener una mayoría estable, no a la lista más votada. En esta propuesta, el consenso debe urdirlo la Presidencia del Congreso, que es quien refrenda el acto del Monarca. Parece claro, por experiencias pasadas, que el Rey no se va a dejar enredar y que la inexistencia de un límite temporal a la designación de un candidato da un amplio margen de maniobra para ir tejiendo acuerdos cada vez más difíciles e inverosímiles. A mitad de agosto, eso sí, nadie nos librará del deplorable espectáculo de los juramentos y promesas de los diputados más vanguardistas (o dadaístas): menos mal que casi todos estaremos de vacaciones.

En cualquier caso, nada está escrito ni predeterminado en política, el reino de la fortuna, como nos enseñó Maquiavelo. Mis reflexiones poselectorales valen lo mismo que los análisis preelectorales que presenciamos en columnas y tertulias: bien poco. Si todo se reduce a una cuestión moral -alejar a la ultraderecha del poder o derogar el sanchismo- es normal que unos duerman a pierna suelta y otros necesitemos ansiolíticos para conciliar el sueño. La democracia, en cualquier caso, nos cura de casi todos los males. Su cosmología nos obliga a trabajar por el entendimiento y a trenzar un compromiso que ensanche el centro y aporte estabilidad a la política. Sus resultados son siempre una enseñanza de la que no siempre es fácil sacar conclusiones definitivas: esperemos que entre todos seamos capaces de hacerlo.

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