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Un pacto en la buena dirección; por Gustavo Suárez-Pertierra, catedrático emérito de Derecho Eclesiástico del Estado

05/04/2023
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El día 5 de abril de 2023 se ha publicado, en el diario El País, un artículo de Gustavo Suárez-Pertierra, en el cual el autor opina sobre el acuerdo entre el Gobierno y la Conferencia Episcopal Española por el que se da fin a la exención de ciertos impuestos.

DERECHO ECLESIÁSTICO DEL ESTADO

Recientemente, hemos tenido noticia del acuerdo entre el Gobierno y la Conferencia Episcopal Española por el que se da fin a la exención de ciertos impuestos, de la que la Iglesia disfrutaba. Es una buena noticia por dos razones: porque el nuevo régimen se establece de mutuo acuerdo y porque señala un hito importante en el camino a seguir. La noticia suscitó posiciones encontradas y es que en un tema con tantas aristas conviene encuadrar adecuadamente la cuestión.

La primera referencia que debe tenerse en cuenta es, naturalmente, la Constitución, que diseña a fuerza de consenso un complejo modelo afianzado en dos fundamentos: laicidad del Estado y cooperación con las confesiones religiosas. Pero enseguida se presenta otro componente que condiciona inevitablemente la relación del Estado con el hecho religioso: en 1979 entran en vigor unos Acuerdos con la Iglesia católica, que habían sido negociados en paralelo a la Constitución y que sustituyen al viejo Concordato franquista. Tratan diversos temas, entre ellos la fiscalidad, y tienen naturaleza de tratados internacionales. El modelo de pactos tiene éxito y ya en 1992 se alcanzan sendos convenios con los tres grandes grupos religiosos en España: evangélicos, judíos y musulmanes. Eso sí, estos pactos son leyes ordinarias, pues estas religiones no tienen una plataforma como el Estado Vaticano que sustente su personalidad jurídica internacional.

Vayamos ahora a los Acuerdos con la Santa Sede. Algunos de sus contenidos son neutrales con la laicidad cooperadora de la Constitución. Otros entran en una zona gris, ya sea porque se considere que el Estado favorece las ideas religiosas sobre las opciones ideológicas (se opone la laicidad), ya sea porque no todas las confesiones religiosas reciben un trato semejante (igualdad). ¿Qué puede hacerse en ese campo borroso y en buena medida impreciso, toda vez que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado por la inconstitucionalidad de ninguna de sus prescripciones? Denunciar los Acuerdos es una opción. No se ha hecho nunca, ni siquiera en la Segunda República; a lo sumo, ha quedado en suspenso el Concordato. En cualquier caso, generaría un vacío que habría que rellenar, sustituyendo ese modelo de cooperación por otro. Ni una cosa ni otra sería fácil de implementar con precarias mayorías políticas. Pero esto no significa que no se pueda avanzar en profundizar en los principios constitucionales y también incorporar los datos de la realidad, que apuntan a una sociedad abierta, secularizada y diversa.

En esta dirección se inserta el canje de notas entre Gobierno y Nunciatura del pasado 29 de marzo sobre la exención de ciertos impuestos especiales para la Iglesia. El resultado tiene un alcance económico relevante, que no conviene relativizar. Sin embargo, lo más importante es que apunta a un modelo nuevo por dos vías confluyentes. La primera es que el régimen de exenciones tributarias es básicamente aplicable a todas las confesiones religiosas con pacto, ya sea por los Acuerdos de 1977, ya por los Convenios de 1992. Sobre ese régimen, la Iglesia católica añadía hasta este momento la exención de las contribuciones especiales y el impuesto de construcciones, instalaciones y obras (ICIO), que se crea después de los Acuerdos y que el Tribunal Supremo interpretó en 2001 que se trataba de un impuesto real incluido en las exenciones previstas en el acuerdo sobre asuntos económicos de 1979. Así que con esta medida desaparece un elemento de desigualdad entre las confesiones.

Pero aún hay otra razón que avala lo dicho. La Iglesia católica era la única entidad que mantenía estas dos exenciones respecto no solo de las demás religiones, sino también respecto de las entidades sin ánimo de lucro incluidas en el ámbito de la Ley de Mecenazgo, de 2002. Su desaparición supone la equiparación a dichas entidades como principio y, por tanto, apunta a un tratamiento fiscal indiscriminado de todos los grupos, religiosos o no, que realizan las mismas actividades sociales y que se desarrollan en centros y unidades de diferentes sectores de actividad.

Este planteamiento no debilita las opciones de fondo, más bien las fortalece: se integra en una hoja de ruta solvente que apunta a un modelo original. Ese nuevo modelo debería partir del entendimiento de que en una sociedad democrática los derechos fundamentales, entre ellos el de libertad de conciencia, están protegidos por la ley, sin necesidad de que las entidades que agrupan a los ciudadanos que se afilian libremente a una religión requieran del Estado tratamientos especiales.

De ahí que sea especialmente relevante la referencia al régimen de las entidades sin ánimo de lucro. Los pactos con las confesiones dejarían de ser el eje del sistema de relación del Estado con los cultos y quedarían reducidos a meros mecanismos de cooperación destinados a encauzar determinadas particularidades que afectan a los ciudadanos religiosos facilitando el ejercicio de sus derechos.

Pero para esto, naturalmente, no se necesita un tratado internacional.

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