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Contra el pueblo; por Andrés Betancor, catedrático de Derecho administrativo

22/12/2022
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El día 22 de diciembre de 2022 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Andrés Betancor en el cual el autor considera que la crisis institucional, indudable, se está convirtiendo en una crisis constitucional que abocará a una crisis del régimen político.

CONTRA EL PUEBLO

Karl Marx, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, parafraseaba a Hegel cuando afirmaba que “todos los grandes hechos y personajes de la Historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces”, a lo que añadía, “una vez como tragedia y la otra como farsa”, porque, concluía, “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

La Historia se ha acelerado. Ya no necesitamos esperar a la muerte de generaciones para que la pesadilla oprima el cerebro de los vivos. El paralelismo de lo que hoy estamos viviendo y lo vivido en Cataluña en el año 2017 es cada vez más evidente. ¿Estamos en los prolegómenos del golpe de Estado de octubre de 2017? No, pero sí que va calando el mismo lenguaje que lo hizo posible.

Nos encontramos en un contexto institucional de crisis que afecta a la ley (convertida en pura propaganda y desplazada por el decreto ley y las proposiciones de ley), a la Corona (con los desafueros del rey emérito), los tribunales (con el bloqueo que afecta a su órgano de gobierno), el Gobierno (transformado en ariete político, desinteresado del interés general) y el Parlamento (casa de los insultos). Y cuando las instituciones entran en crisis, siempre sobresale la recurrente “solución” de la llamada a la “soberanía popular” y su expresión: la “voluntad popular”.

El presidente del Gobierno, en su alocución del pasado día 20, como “respuesta” al auto del Tribunal Constitucional que paraliza, de manera cautelar, la tramitación de las dos enmiendas ajenas, incluidas en la proposición de ley que modifica el Código Penal, hace suyo el lenguaje popular, que no democrático. En la comparecencia hizo constantes referencias a la “soberanía popular” y a la “voluntad popular”, e incluso a esta como medio del que “deriva la legitimidad de todos los poderes”, por lo que en la composición de los órganos constitucionales se debería “respetar” la “voluntad popular expresada en las elecciones generales del año 2019”, como si fuesen órganos representativos.

En primer lugar, no es verdad, como reitera tres veces, que lo que “el Tribunal Constitucional acordó [es] una decisión sin precedentes en 44 años de democracia”. Es una falta particularmente sangrante por cuanto la primera fue fruto de la actuación del Partido Socialista, más concretamente, del grupo parlamentario socialista del Parlamento de Cataluña. No sólo interpusieron un recurso de amparo contra la convocatoria del pleno del Parlament, sino que solicitaron su suspensión, y lo consiguieron, además, por el mismo cauce procedimental. Por auto 134/2017, el Tribunal Constitucional, a iniciativa de los socialistas, acordó la suspensión, ya no de la tramitación de unas enmiendas, sino de un acto parlamentario tan central como es el pleno de la Cámara.

Más preocupante es el lenguaje, que no sólo delimita un marco de la acción política alarmante, sino que quiere “crear” una realidad alternativa basada no en la mentira, sino en el “olvido”; en la capacidad de olvido de los ciudadanos. Se actúa sobre la base de que los ciudadanos, entretenidos en otras preocupaciones más perentorias (reales o inducidas), se olvidarán. ¿Quién se acuerda de la supresión de la sedición y de la reducción de la pena de malversación? ¿O de la rebaja de la penas a los agresores sexuales? El objetivo es colapsar los sentidos. Si la religión era el opio del pueblo, ahora lo es el olvido, alimentado por la adicción del presentismo, el ahora, las emociones del instante, los segundos de los vídeos de Tik Tok. La polarización es uno de los instrumentos más capitales.

El eje central del nuevo marco es el enfrentamiento entre la “legitimidad democrática” surgida de las urnas y la legalidad. Aquella, soberana, rechaza a esta y a todas las instituciones que la encarnan. Se quiere silenciar que la democracia no es el gobierno del pueblo; es el gobierno de la ley, expresión de la voluntad de los representantes del pueblo, conforme a lo dispuesto, en última instancia, en la Constitución. La democracia o es constitucional o no es democracia, por mucho pueblo, aludido o referido, al que se llame.

Es significativo que la Constitución habla de la “soberanía nacional” que “reside en el pueblo español”, del que “emanan los poderes del Estado” (art. 1.2 CE). Se utiliza, en cambio, la expresión “soberanía popular”. No es neutral. Porque la nación es el conjunto de todos los ciudadanos; no es el pueblo al que se refieren las izquierdas. Somos todos, reconocidos en nuestra dignidad, libertad e igualdad. Aún más reaccionario es aderezar a los representantes del pueblo con la idea de la soberanía, como si, contagiados de este atributo, pudiesen colocarse por encima de la Constitución y la ley. El soberano se expresó como “poder constituyente” con la Constitución, y asume su auto-sometimiento a las reglas que ha aprobado. Sus representantes nunca podrán ser soberanos, porque están sometidos.

La Constitución utiliza de forma sumamente elocuente unos verbos expresivos de su función: “someter” y “sujetar” a todos los poderes. Son sinónimos, pero el primero es más expresivo. Según el Diccionario de la Lengua Española, significa “sujetar, humillar a una persona, una tropa o una facción”; “conquistar, subyugar, pacificar”; y, por último, “subordinar el juicio, decisión o afecto propios a los de otra persona”. Es evidente que ni el Gobierno ni los partidos que lo sostienen entienden que estén sujetos hasta la humillación, ni conquistados, ni subyugados, ni subordinados a la Constitución. Precisamente porque se quieren liberar de esta sujeción “humillante”, quieren controlar los poderes que la administran. El primero, el Tribunal Constitucional; y, por extensión, el poder judicial a través de su órgano de gobierno. No son los únicos que lo han intentado. Es la pulsión de todos los partidos políticos gobernantes: liberarse de ese “sometimiento” esclavizante.

¿Por qué después de más de 40 años de democracia no se ha podido consolidar en nuestro país una cultura institucional básica que identifique la naturaleza y funciones esenciales de las instituciones del Estado democrático de derecho? Que los políticos no la quieran practicar lo entiendo, pero que los ciudadanos no la compartan ni estén dispuestos a defenderla es realmente preocupante. Es el déjà vu del que hablaba Marx. El riesgo de volver al pasado, pero como farsa, sin duda. Como la farsa de octubre del 2017 en Cataluña, con la independencia de un minuto.

La catalanización de la política nacional es el peligroso virus que el secesionismo está inoculando en nuestra vida democrática. Es un coste excesivo para “desinflamar” Cataluña. Y la respuesta sólo puede ser aquella que el Tribunal Constitucional articuló con esmero y plena coherencia. Cuando recordó, por ejemplo, en la STC 259/2015 que “en el Estado social y democrático de derecho configurado por la Constitución de 1978 no cabe contraponer legitimidad democrática y legalidad constitucional en detrimento de la segunda: la legitimidad de una actuación o política del poder público consiste básicamente en su conformidad a la Constitución y al ordenamiento jurídico. Sin conformidad con la Constitución no puede predicarse legitimidad alguna. En una concepción democrática del poder no hay más legitimidad que la fundada en la Constitución”.

La crisis institucional, indudable, se está convirtiendo en una crisis constitucional que abocará a una crisis del régimen político, como ya vimos en Cataluña. El salto a la crisis del régimen se está cebando con un lenguaje ya no sólo de crispación y de odio, sino con unas palabras que siembran la posibilidad de una legitimidad democrática que no conoce de límite alguno. El camino ya lo conocemos, porque lo hemos comprobado en Cataluña: llevar la polarización a la calle; que se rompan familias, amistades; que el disidente sea perseguido en el trabajo, acusado en los medios del régimen, señalado, no como castigo, sino como advertencia a los dubitativos sobre lo que les podría suceder; para alinear a la sociedad con el credo del régimen. Inocular en la sociedad el virus del autoritarismo. Se comienza con las instituciones contra-mayoritarias, como el poder judicial y el Tribunal Constitucional, y se continúa con la conversión de la Constitución en maculatura, hasta reducir al adversario en enemigo, o sea, en facha. Cuando en los últimos tiempos, en España, el número de fachas ha crecido exponencialmente, aún nos queda la esperanza de que algo se debe estar haciendo bien. Lo que comenzó como una tragedia ojalá termine como farsa.

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