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Crisis constitucional; por Elisa de la Nuez, abogada del Estado

21/12/2022
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El día 21 de diciembre de 2022 se ha publicado, en el diario El Mundo, en el cual el autor considera que el problema de fondo es que los partidos llevan años jugando a la politización del TC.

CRISIS CONSTITUCIONAL

En estos días de diciembre estamos asistiendo en vivo y en directo no a una crisis del Tribunal Constitucional, sino a una crisis constitucional en toda regla. No se trata, como afirman los más excitables de uno y de otro lado, de un golpe de Estado, ni del Gobierno ni mucho menos de las togas: pero es una crisis constitucional en el peor momento posible, con el populismo firmemente asentado no ya en los extremos sino en los partidos centrales del sistema, y muy en particular en el PSOE, como hemos podido comprobar.

La crisis, como es sabido, viene de lejos. El detonante ha sido la situación de bloqueo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que dura ya cuatro años, y que ha impedido que hasta ahora se haya nombrado no sólo a varios altos cargos de la cúpula judicial, con el consiguiente retraso en los procedimientos ante el Tribunal Supremo -lo que, al parecer, no le importa a nadie dado que sólo afecta a los ciudadanos-, sino, también, que se haya propuesto a los dos candidatos al Tribunal Constitucional que le corresponde nombrar al CGPJ por mayoría de 3/5 partes. Esta mayoría no se ha alcanzado por la sencilla razón de que están rotos todos los consensos entre vocales progresistas y conservadores, es decir, entre el PP y el PSOE. O, por decirlo de otra forma, el tradicional sistema de reparto de cromos en las instituciones ha reventado y parece imposible no ya nombrar a alguien profesional, imparcial y con prestigio (eso lleva mucho tiempo ocurriendo), sino, simplemente, nombrar a alguien. Por su parte, los cromos, quién lo iba a sospechar, se dedican a hacer política partidista de forma más o menos descarada.

Como el Gobierno tenía prisa por nombrar por la cuota que le corresponde como magistrados del Tribunal Constitucional nada menos que a su ex ministro de Justicia Juan Carlos Campo y a la menos conocida catedrática de Derecho Constitucional Laura Díez (hasta hace unos meses directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia de Félix Bolaños) y no podía hacerlo hasta que el CGPJ nombrase a los suyos, decidió cortar por lo sano y legislar con soplete introduciendo dos enmiendas en la tramitación de la modificación del Código Penal (la de la malversación y la sedición) para modificar nada menos que dos leyes orgánicas tan importantes como la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial, que son las que regulan estas instituciones. Por lo que aquí nos interesa, se trataba de desbloquear el nombramiento de los dos candidatos del CGPJ de manera constitucionalmente muy dudosa, tanto en la forma como en el fondo. La finalidad explícita era y sigue siendo proceder a un cambio de mayoría en el Tribunal Constitucional, como si fuera una especie de tercera Cámara. La crisis constitucional se ha desencadenado al recurrir unos diputados de la oposición en amparo ante el Tribunal Constitucional, con la consiguiente escandalera sobre la supuesta vulneración de la soberanía popular, por el hecho de que un órgano de contrapeso ejerza las funciones para las que fue creado. En el momento de escribir estas líneas, el Tribunal Constitucional, por una mayoría de 6 a 5 -adivinen ustedes quién ha votado qué-, ha suspendido por medio de una medida cautelarísima la tramitación parlamentaria en el Senado.

En este punto, podemos recordar que para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional es preciso ser magistrado, fiscal, profesor, funcionario o abogado, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. En ese sentido, nombrar a dos personas que han formado parte del mismo Gobierno que las nombra es legal, sin ninguna duda. Pero, como puede apreciarse, a estas alturas lo que se pretende no es sólo nombrar a juristas más o menos afines ideológicamente (es decir, progresistas, por usar la jerga que utilizan con tanta desenvoltura los políticos y los medios), sino de elegirlos directamente entre personas que han formado parte de las filas del Gobierno: es un salto cualitativo importante que equivale a dejar claro que ya no se respetan mínimamente las apariencias, que era lo único que quedaba, puesto que por lo demás, como pudo verse con los últimos nombramientos a propuesta del PP, todos pretenden lo mismo: nombrar a gente dócil y que haga favores. Ha dejado de prestarse ese homenaje que el vicio rendía a la virtud, que es la hipocresía, como decía La Rochefoucauld.

El problema de fondo es que los grandes partidos -y los no tan grandes- llevan años jugando a la politización de esta importantísima institución de contrapeso, de manera que tanto el PP como el PSOE y las minorías nacionalistas han elegido a juristas a los que les deben favores o que piensan que se los van a hacer una vez nombrados. Se evitan así sustos como los que sufren cuando un magistrado supuestamente progresista o conservador decide votar lo que considera más adecuado desde un punto de vista técnico-jurídico en asuntos de enorme relevancia política y mediática, como ha ocurrido en algunos casos sonados, y no hacer lo que más le conviene al partido que le ha promocionado para el cargo. En ese sentido, podemos mencionar el voto discrepante de su bloque de Manuel Aragón Reyes en la famosa sentencia del Estatut o el de Juan José González Rivas en la sentencia sobre el primer estado de alarma. Lo curioso es que esta forma de proceder es precisamente la que uno esperaría de un magistrado del Tribunal Constitucional: por eso se exige que sean juristas de reconocida competencia, porque es necesario un criterio técnico-jurídico en relación con los asuntos muchas veces muy complejos y de enorme trascendencia política sobre los que se tienen que pronunciar. Es decir, lo sorprendente es que se pueda predecir con tanta precisión la postura de un magistrado del Tribunal Constitucional atendiendo al bloque al que pertenece, como ha ocurrido con la resolución sobre las medidas cautelarísimas en el recurso de amparo interpuesto por varios diputados del PP. Para ese viaje, bien podrían ser médicos o ingenieras. O diputados y diputadas.

Porque hay que insistir en que el Tribunal Constitucional es una institución de contrapeso y quizás, junto con el poder judicial, la más relevante de todas. Es decir, es una institución contramayoritaria que actúa como límite contra los excesos, los errores o los abusos del poder legislativo y del poder ejecutivo, pudiendo declarar inconstitucionales las normas con rango de ley que vulneren la Constitución (incluidas las que vulneren las competencias tanto del Estado como las de las comunidades autónomas) y protegiendo los derechos fundamentales de los ciudadanos. Puede ocurrir perfectamente que los representantes del pueblo legislen en contra de la Constitución, intencionada o inadvertidamente; ahí tienen lo sucedido en el otoño de 2017 en Cataluña sin ir más lejos. O que vulneren derechos fundamentales de los diputados de la oposición. También ocurrió en Cataluña.

Por tanto, en una democracia liberal representativa no procede que en el Tribunal Constitucional se reproduzcan las mayorías parlamentarias, que es, en definitiva, lo que pretenden nuestros partidos, ya sea implícitamente, como ha ocurrido hasta la fecha casi desde el inicio de la democracia, o bien más explícitamente, lo que es una novedad reciente de raíz profundamente populista e iliberal pero que se ha extendido con rapidez en los sectores más favorables al Gobierno. Dicho de otra forma, defender que en el Tribunal Constitucional se tienen que reproducir las mayorías parlamentarias (las que sean) es una postura profundamente contraria a los principios básicos de nuestra Constitución, que precisamente para evitarlo exigió grandes consensos para los nombramientos, consensos que ahora parecen imposibles de alcanzar. No es casualidad que quienes defienden esta postura suelan ser los populistas de izquierdas o de derechas. Tampoco que el principal objeto de deseo de sus líderes sea, junto con el control de los medios, el del poder judicial y el del Tribunal Constitucional. Así es mucho más fácil transitar de una democracia liberal a una iliberal, lo que suele suceder, no lo olvidemos, paso a paso y poco a poco.

Claro está que el problema es el de quién custodia a los custodios. Si nuestros partidos no hubieran politizado de una manera tan intensa el Tribunal Constitucional, no habríamos llegado hasta aquí. Si en vez de juristas de partido tuviéramos juristas prestigiosos e independientes, sería posible albergar más confianza en la institución. En definitiva, nos encontramos una vez más en un proceso de politización y de degradación institucional creciente -ambos fenómenos van de la mano-, donde cada vez que un partido eleva el listón de la politización el otro le dobla la apuesta. La pregunta es cuál puede ser el resultado de este proceso de deterioro, y creo que la respuesta es muy sencilla: poner en riesgo nuestro Estado democrático de derecho.

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