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Nombrar a los jueces; por José Luis Martínez López-Muñiz, Catedrático de Derecho Administrativo y profesor emérito de la Universidad de Valladolid

27/09/2022
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El día 25 de septiembre de 2022, se ha publicado en El Imparcial, un artículo de José Luis Martínez López-Muñiz en el cual el autor opina que las principales fuerzas políticas deberían renunciar de una vez por todas a toda pretensión hegemónica sobre el nombramiento de los jueces.

NOMBRAR A LOS JUECES

Montesquieu, rebasada la mitad del siglo XVIII, construyó novedosamente la noción del Poder judicial como uno de los tres Poderes en que debería distribuirse separadamente y articularse el Estado, alterando así de manera sustantiva la propuesta de separación de Poderes que había formulado John Locke más de medio siglo antes.

Lo hizo a la vista de lo que él mismo comprobó ya implantado en el Reino Unido en los decenios precedentes, como consecuencia de una frase introducida en una ley fundamental aprobada por el Parlamento británico, al finalizar la primavera de 1701, para afianzar la sucesión de la Corona en sienes adictas a la Iglesia de Inglaterra, con exclusión absoluta y expresa de cualquier “inficcionado” de catolicismo o “papismo”: el Act of Settlement. Allí, en efecto, se aprovechó para introducir esta lacónica afirmación, al final de su ap. III: “Que () las comisiones [nombramientos] de jueces se realizarán quamdiu se bene gesserint, y se determinarán y fijarán sus salarios; ello no obstante, podrán ser legalmente removidos por deliberación de ambas Cámaras del Parlamento”. Quedaba así establecido solemnemente el principio de inamovilidad de los jueces, en garantía de su efectiva independencia en orden a hacer más segura su deseable imparcialidad. Los jueces los nombraba el Rey, pero solo podría removerlos en adelante el Parlamento, lo que comportaba la dicha inamovilidad, aun con esa limitación.

La independencia e imparcialidad de los jueces, de cada juez, y no de su conjunto -que, como tal, carece de cometidos jurisdiccionales obviamente-, se erigiría en pieza esencial de lo que acabaría denominándose el Estado de Derecho. Lo mismo que su capacidad de proteger los derechos e intereses legítimos de cualquiera sometiendo a revisión en Derecho cualquier actuación de los Poderes ejecutivos -las Administraciones públicas-, y luego también, de uno u otro modo, las leyes de los Poderes legislativos, aunque para esto, en el ámbito continental europeo, se institucionalizara un Tribunal especifico, separado del Poder Judicial, que es el Constitucional. Una vez nombrado en un puesto u órgano judicial o jurisdiccional, todo juez es inamovible, quedando así al abrigo del riesgo de posibles perjuicios personales que pudieran seguirse de sus decisiones, especialmente cuanto puedan molestar a quienes le han nombrado o a sus amigos o partidarios.

Pero nombrar a los jueces nunca ha formado parte de la función jurisdiccional, cuyo cometido es hacer cumplir y respetar el Derecho en litigios concretos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. Nombrar jueces es un acto de otro tipo, que puede corresponder al pueblo en una determinada elección, o al Parlamento, pero que, siendo como es un acto ejecutivo, se ha venido atribuyendo principalmente al Poder ejecutivo. En muchos Estados sigue siendo el Poder ejecutivo general (el Presidente en Estados Unidos y en otras repúblicas, el Gobierno y su Ministro de Justicia en otros casos) quien hace esos nombramientos, con unos u otros controles previos. A partir del final de la II Guerra Mundial se fue difundiendo por varios nuevos sistemas constitucionales (los de la IV y, con importantes variaciones, la V República francesa, el de 1947 de Italia, el de 1978 de España, o el de Polonia de 1997) la atribución de tal poder de nombramiento, en lo sustantivo, a un órgano colegiado -un Consejo de Magistratura o del Poder Judicial- aunque formalmente se asignase al Presidente de la República o al Rey. Tal órgano colegiado constituiría un nuevo Poder ejecutivo o de gobierno, sectorial, desgajado del general, que, lógicamente, habría de quedar sometido al régimen jurídico administrativo propio de todo Gobierno en un Estado de Derecho, bajo el correspondiente control jurisdiccional. Muchos lo concibieron como expresión de un autogobierno judicial, que reforzaría la independencia de los jueces. Y así se ha tratado de estructurar, al menos parcialmente, en varios de esos sistemas, haciendo que sus miembros o parte de ellos resulten de elecciones entre jueces y magistrados. Frente a esto, se ha venido sosteniendo la importancia de que ese Consejo -que ejerce función de gobierno y no jurisdiccional- se constituya con personas que, como todo Gobierno en un Estado de Derecho democrático, dependan de la confianza de la representación popular que reside en el Parlamento. Y hay propuestas variadas intermedias tendentes a tratar de preservar también un alto grado de imparcialidad política en ese Consejo llamado a designar a los jueces y, en su caso, a ejercer también la pertinente potestad disciplinaria sobre ellos.

En España, como es bien sabido, es éste asunto de notorio desencuentro desde los primeros años de aplicación de la Constitución de 1978, y estamos ahora lamentablemente enfangados más que nunca en sus consecuencias.

La solución deseable debería alejarse de apreciaciones condicionadas por situaciones transitorias que favorezcan más a unos que a otros. Es sumamente curioso que fórmulas defendidas por la izquierda para España se hayan estimado a la vez y muy agriamente contrarias a la separación de Poderes cuando se aplican en otros países en aparente beneficio a fuerzas políticas de signo contrario. Y no deja de ser sorprendente que la Unión Europea, cuyos jueces -los de su Tribunal de Justicia y su Tribunal General- son nombrados por los Gobiernos de los Estados miembros, sin otra exigencia previa que la de un examen de su “idoneidad” por un Comité designado asimismo por esos mismos Gobiernos a través del Consejo de la Unión (salvo 1 de sus 7 miembros, que lo designa el Parlamento Europeo), y que además tienen un mandato de 6 años, pero prorrogables por otros períodos ilimitados de la misma duración al arbitrio discrecional de los Gobiernos que les nombran, se haya metido en una batalla jurídica para sostener cierto modelo que evite “dudas razonables” sobre la independencia del Poder judicial respecto del Legislativo y del Judicial, si bien resulta especialmente cuestionable que tal batalla la haya venido librando en particular con alguno de los Estados miembros, aunque con ello parezcan ahora obligados en la Comisión a supervisar lo que se haga en cualquier otro, sin que de los Tratados de la Unión se desprenda con claridad y rigor tal cometido.

Resulta, por lo demás, ilusorio pensar que los jueces carecen de inclinaciones ideológicas y políticas, intelectuales y afectivas. Todos las tienen en una u otra medida. Ninguna garantía de “despolitización” del órgano de gobierno del Poder judicial derivaría de su mayoritaria elección por los propios jueces. Todo proceso electivo entre jueces activa y estimula aquellas inclinaciones. ¿De dónde proceden, si no, las distintas asociaciones de jueces que hay, por ejemplo, en España? El sistema de gobierno del Poder judicial debería, por el contrario, favorecer la máxima contención -que no su imposible e inhumana supresión- de las aludidas inclinaciones, en fidelidad de los jueces a sus deberes de imparcialidad e independencia. Y la responsabilidad de que el sistema judicial este bien y diligentemente servido por personas competentes y cumplidoras -que no otra cosa implica el gobierno del Poder judicial- no podrá dejar de encomendarse a quien pueda dar cuenta de ella ante el pueblo o sus legítimos representantes y cuente con su confianza, por más que, en la fórmula de un Consejo colegiado, puedan incluirse partícipes más directos y experimentados de la función judicial que aporten su fundado criterio, sin sesgos predeterminados o los menos posibles.

Las principales fuerzas políticas deberían renunciar de una vez por todas a toda pretensión hegemónica sobre el nombramiento de los jueces y ponerse de acuerdo para arbitrar un sistema que propenda a la máxima objetividad, imparcialidad y calidad, sin prescindirse por ello de mecanismos para un último control de todo este tan importante sector del gobierno por parte del Parlamento, en su pluralidad interna y, también, en sus distintas cambiantes mayorías.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

De donde no hay no se puede sacar; esa máxima es indiscutible. Pero cabe frenar el exceso impidiendo la concentraciòn del poder que es la madre de todas las corrupciones siempre fecunda el corrupto de turno.
Esa concentracion se hace, o se mantiene la conseguida, con ese sistema que exige el acuerdo de los dos grandes.
El sistema judicial sería más independiente, aunque derive del poder legislativo como deriva el poder ejecutivo, Pero no de arrtiba abajo, nombrar un Presidnete y que este elija a su gobierno, sino de abajo arriba.
Quienes quieran ser electos deben aceptar que los propongan en el Congreso y se remita su CV para ser electos para el CGPJ.
Entonces el Congreso elige a los candidatos por el procedimiento de un sólo voto cada Diputado para todo el conjunto de vacantes.
Eso no acabará con la ideología del juez, algo imposible, peropermitirá que en los diversos niveles de la judicatura lleguen personas con distintos puntos de vista.
Eso facilitará que haya mejor sentencias que si todos son progresisistas o todos reaccionarios.
Los que somos razonablemente progresistas nos darías por satisfechos
los que son razonalmente retrógraos también se darían por satisfechos,
Sólo quedarían insatisfechos la minoría de extemistas de cada lado.
Y eso, en principio, parece mejor.

Escrito el 28/09/2022 20:59:57 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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