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El “estupor” de los cardenales; por Rafael Navarro-Valls, catedrático y profesor de Honor de la Universidad Complutense

14/09/2022
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El día 14 de septiembre de 2022 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Rafael Navarro-Valls, en el cual el autor analiza el octavo consistorio del Papa Francisco.

EL “ESTUPOR” DE LOS CARDENALES

Han transcurrido varias semanas del octavo Consistorio de Francisco. Tiempo suficiente para hacer un balance de su resultado. La llegada de 197 cardenales, la atención de la prensa y las especulaciones sobre una posible renuncia de Francisco convirtieron el final del ferragosto italiano en un hervidero de rumores.

El más explosivo fue claramente desmentido por los hechos. El Papa despidió a los cardenales presentes en Roma sin aludir a la cuestión de la supuesta renuncia, tema sobre el que conviene decir lo que es evidente: solamente una persona lo sabe y me parece que, a corto plazo, esta persona (Francisco) ha decidido que no es el momento. De todos modos, ya entiendo que el lector desea algo de especulación antes de entrar en el fondo. Así, pues, especulemos brevemente.

Efectivamente había algunas razones que podrían haber llevado a una renuncia inmediata de Francisco. Son: a) Se daban todas las circunstancias para convertir el consistorio en un precónclave: por el gran número de cardenales presentes y los temas tratados; b) Las menciones del propio Papa a esa renuncia: “que no sería una catástrofe” y “me iría a vivir al Laterano” (Archibasílica de San Juan de Letrán, catedral de la diócesis de Roma,); c) Coincidencia con la edad en que renunció Benedicto XVI: 85/86 años ambos. De hecho, son dos de los papas más ancianos en la historia del pontificado.

Pero la realidad es muy tozuda y en contra hay razones de entidad. La primera es que parece cierto que el Papa ha encargado la elaboración de una norma que regule el estatus del Papa emérito. Hasta que esté elaborada y en vigor no parece razonable su renuncia. Tanto en su discurso al Pleno de los cardenales como en la homilía en la misa celebrada en L’Aquila -muy cerca del primer papa que renunció- no hizo la más mínima referencia a su posible renuncia. En fin, la convivencia de tres papas dentro del espacio del Estado más pequeño del mundo (44 hectáreas) no sería lo más aconsejable. No hay que olvidar que en los años en que vienen conviviendo un Papa emérito con otro efectivo no han dejado de existir malentendidos, que se han disuelto en la nada, pero que precisamente surgieron por la cercanía de uno con otro.

Dicho esto, añadamos que la reunión convocada por Francisco, aparte de los cambios de impresiones y el análisis de la reforma de la Curia, ha tenido una consecuencia importante: conocerse mejor entre ellos. Con buen humor John Allen ha observado que para la mayoría de los nuevos cardenales los pasillos del poder en Roma son tan desconocidos como la tundra del Ártico o las islas aisladas del Pacífico. Para los restantes, sus preocupaciones son muy diversas: el cardenal de Nigeria, por ejemplo, está mucho más preocupado por la corrupción, la violencia sectaria y la seguridad que por los derechos de los transexuales o la situación legal del aborto, que preocupan mucho en EEUU. A algunos de ellos, por ejemplo, les ha extrañado que una simple cuestión “técnico-canónica” -con muy pocas implicaciones en la vida diaria de las personas del Opus Dei- haya suscitado (quizá por el vacío de agosto: la serpiente de verano) un interés tan grande en los medios mainstream, e interpretaciones tan alejadas de la de la fuente de la noticia. En el contexto de la reforma de la Curia, se trata de un tema muy menor, pero ya se ve que el carisma de San Josemaría despierta atención notable.

Nadie ignora que las reformas de la normativa de la Curia no son eternas. Todas ellas, antes o después, son modificadas por papas sucesivos. Por ejemplo, esta reforma se produce sobre otra anterior de Juan Pablo II (Pastor Bonus, 1988), que a su vez modificó la promulgada en 1967 por Pablo VI (Universi regimini Ecclesiae, 1967). Cada dos papas, más o menos, se producen modificaciones de entidad. Lo cual no significa que, cuando se promulga una nueva, como es el caso de la que Francisco ha realizado con la constitución apostólica Praedicate evangelium (19 marzo 2022), no merezca la mayor atención. En especial, esta última, por varias razones. La primera es la extensión temporal de los trabajos preparatorios: cerca de nueve años de elaboración por un grupo de cardenales nombrados ad hoc. La segunda, por la propia entidad de los cambios.

Prescindiendo aquí de un análisis detenido de, por ejemplo, la creación de los nuevos dicasterios (algo así como los ministerios civiles) de la Evangelización (centro de la reforma y en el que el propio Papa es su prefecto), el de la Cultura (que subraya la entidad que para el Papa reviste el mundo de las ideas) o el dicasterio para el Servicio de la Caridad, conviene detenerse brevemente en la importante novedad de que los jefes de los dicasterios ya no tienen que ser necesariamente cardenales.

No hay que olvidar que el preámbulo de la nueva norma subraya que “todo cristiano, en virtud del Bautismo, es discípulo misionero en la medida en que ha encontrado el amor de Dios en Cristo Jesús. Esto no puede dejar de tenerse en cuenta en la actualización de la Curia, cuya reforma, por tanto, debe prever la participación de los laicos, también en funciones de gobierno y responsabilidad”.

Este último extremo ha sido objeto de polémica en el seno del consistorio, ya que la nueva reforma parece zanjar una antigua controversia en la historia de la Iglesia, a saber, si el poder de gobierno está o no necesariamente vinculado al sacramento del Orden.

Por un lado, parte de la doctrina (y parte de los cardenales) entiende que es una revolución copernicana en el gobierno de la Iglesia, que no estaría en continuidad o incluso iría en contra del desarrollo eclesiológico del Concilio Vaticano II. Hay otro sector (de la doctrina canonística y de un buen número de cardenales) que sostiene que la nueva norma puede muy bien integrar a los laicos, a las mujeres y a los religiosos y religiosas en el gobierno de la Iglesia, sin alterar su estructura jerárquica.

Como ha observado el cardenal Marc Oullett: “Era sin duda necesario que un pastor universal del ámbito carismático de la Iglesia introdujera discreta y pacíficamente esta reforma del gobierno eclesial”, que no relativiza la importancia de la Sacra Potestas, sino que la integra mejor en el marco de la eclesiología trinitaria y sacramental del Concilio Vaticano II”. Hay un punto interesante que, desde luego, si se asume, tendrá importancia para el futuro de la Iglesia. Los cardenales han sido interpelados varias veces para que sientan “el estupor” y el asombro de que unos pobres hombres sean elegidos por Dios para contribuir a la evangelización del mundo. Efectivamente, una conversión en lo más alto de la cúpula de la Iglesia que haga tomar conciencia de la pequeñez de los que han sido investidos con la púrpura y de su exclusiva misión de servicio tendrá la fuerza de una pequeña piedra lanzada sobre el lago, que levantará ondas en muchos lugares del mundo.

Es curioso que la tempestad geopolítica que vivimos haya sido calificada por Francisco como “tercera guerra mundial”. Así se lo decía a un grupo de polacos en una audiencia en los días del Consistorio. Esta idea -como ha observado el vaticanista Carlo Di Cicco- ha sido un “mantra” en las palabras de Francisco, que desde luego influirá en los cardenales en su esfuerzo por contribuir a la paz en el mundo.

Desde mi punto de vista, el Consistorio arroja un balance positivo. Aunque no ha habido tiempo material para analizar a fondo la reforma de la Curia -hay que tener en cuenta que una de las dos jornadas ha sido dedicada al Jubileo de 2025-, es evidente que, en líneas generales, la normativa presentada a estudio ha recibido el espaldarazo de la inmensa mayoría de los cardenales presentes. El propio Papa se ha sentido “confortado y contento por el clima y los resultados”, pues el encuentro ha sido sereno y sin estridencias. Y sobre todo, y este ha sido el mejor fruto, una gran ocasión de conocerse más a fondo entre los cardenales, que abre el camino a un futuro cónclave más informado.

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