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Los fines de la abundancia en un nuevo mundo; por Manuel Arias Maldonado, catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Málaga

07/09/2022
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El día 7 de septiembre de 2022, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Manuel Arias Maldonado, en el cual el autor reflexiona sobre algunos de los debates que ha puesto sobre la mesa la crisis ecológica y afirma que resulta sorprendente la ligereza con que se habla de abandonar el crecimiento: como si un mundo marcado por la escasez fuera una fiesta.

En cuanto dio por terminadas sus vacaciones, que incluyeron controvertidos paseos en moto acuática, el presidente francés Emmanuel Macron quiso advertir a los ciudadanos que “la abundancia ha terminado”. O sea: que la plenitud material que persiguen las sociedades occidentales desde hace tres siglos no puede ya darse por sentada, debido a los obstáculos que plantean la escasez energética derivada de la invasión rusa de Ucrania (problema coyuntural) y la adaptación social al cambio climático (problema estructural). No es la primera vez que se hace una afirmación semejante, aunque quizá nunca la haya hecho antes un presidente francés que sigue en su cargo; que deba abandonarlo por mandato constitucional cuando termine este quinquenio puede haberle animado a expresar lo que -incongruencias superficiales aparte- tiene el aspecto de ser la meditada convicción de un político que disfruta expresándose por medio de grandes abstracciones filosóficas. Es una vieja costumbre francesa; no en vano tienen allí todavía un bachillerato.

Para solaz de quienes están convencidos de que solo el desmantelamiento del capitalismo puede evitar que la humanidad se precipite por la pendiente de la catástrofe planetaria, Macron ha hecho suyo con una frase el principio organizador del movimiento ecologista contemporáneo. Desde el célebre Informe al Club de Roma que llamó la atención sobre los “límites del crecimiento” a comienzos de los años 70, década que se parece a la nuestra en la explosiva mezcla de histerismo e ideologización, no hemos dejado de oír que las sociedades humanas han tomado el camino equivocado empeñándose en crecer de manera indefinida sin tener en cuenta sus propios fundamentos biofísicos. Que tras publicarse este trabajo no se renunciase de inmediato al capitalismo para abrazar alguna versión de eso que ha venido en llamarse “decrecimiento” (tradición de pensamiento que tiene en Francia, y más en particular en la figura de Serge Latouche, uno de sus centros irradiadores) llevó al sociólogo Frederick Buell a decir que la crisis ecológica empieza como apocalipsis y termina como estilo de vida: almorzamos healthy mientras seguimos conduciendo el diésel. Pero algo debe de estar cambiando si todo un Macron dice que hasta aquí hemos llegado.

Se ha respondido al presidente, entre otras cosas, que no todos habían llegado: que la vida de la mayoría ha mejorado en el curso de la modernidad -divulgadores como Pinker y Rosler no se inventan sus estadísticas- en modo alguno supone que lo haya hecho en la medida suficiente. Y si introducimos en la ecuación a los habitantes de los países en desarrollo, la incompletud del progreso moderno -pleonasmo- se hace aún más evidente. ¿Diremos a la India o Nigeria que no crezcan? No harían caso. Se pone aquí de manifiesto que es injusto hablar de la “humanidad” como sujeto político, ya que ni todos los grupos sociales han contribuido por igual al deterioro ecológico ni todos los individuos han disfrutado en la misma medida de los beneficios producidos por la explotación de sus recursos. Ahora que los costes de la descarbonización empiezan a hacerse visibles, resulta obscena la diferencia entre quienes se preocupan por el fin del mundo y quienes solo piensan en llegar a fin de mes; una oposición que sirvió para explicar la revuelta de los chalecos amarillos y no ha perdido su vigencia.

Sin embargo, la cuestión más acuciante es si las democracias occidentales van a dar por perdida la causa del crecimiento entregándose al derrotismo antimoderno. Para decrecentistas y colapsólogos, no existe alternativa: quien no se sume a sus posiciones incurre en el peor de los negacionismos. No faltan quienes, dándolo todo por perdido, sostienen que nuestro pensamiento debe orientarse a diseñar el orden social posterior al descarrilamiento planetario: la civilización moderna estaría condenada y es tarde para reaccionar. Aquellos sonámbulos de los que hablaba Cristopher Clark en su libro sobre las causas de la I Guerra Mundial son meros aficionados en comparación con unos ciudadanos que acuden a las urnas seducidos por las promesas de pleno empleo o la provisión estatal de sus pensiones sin saber que solo están cavando una tumba algo más honda. Apocalipsis, colapso, escasez: el lenguaje de cada época define sus horizontes simbólicos; que Macron proclame el fin de la abundancia -tal vez para defender como gaullista lo pierde como liberal- parece estrecharlos más.

Dado que resulta muy difícil hacer política democrática prometiendo austeridad, anunciar el fin de la abundancia podría también ser el reconocimiento anticipado de un fracaso: el de unos representantes incapaces de diseñar políticas que asegurasen la sostenibilidad sin renunciar al confort que ha orientado los esfuerzos humanos desde que los primeros homínidos se pusieron en pie. Por eso resulta sorprendente la ligereza con que se habla de abandonar el crecimiento: como si un mundo marcado por la escasez fuera una fiesta. Se dirá que la alternativa es el colapso social y quién sabe si la extinción humana. Pero la cantinela malthusiana -actualizada por quienes sacan conclusiones precipitadas del libro de Jared Diamond sobre el fin de varias civilizaciones premodernas- nos habla menos de un destino inevitable que de la natural aprensión colectiva por un futuro incierto. Súmese a ello la tradicional veneración por el presunto “orden natural” y la condena moral de quien se atreve a probar el fruto del conocimiento prohibido. Aunque la música vaya cambiando, en fin, no hay quien separe a esa vieja pareja de baile que forman ilustración y romanticismo.

Por supuesto, ya no estamos en los albores de la modernidad: ese tiempo inocente y cruel durante el que los seres humanos mejor informados creían vivir en un planeta inagotable que algún dios había creado únicamente para ellos. El historiador Donald Worster ha documentado el impacto que el Descubrimiento de América produjo en la conciencia occidental: como si una segunda Tierra renovase la promesa de abundancia a la vieja Europa plagada por guerras y enfermedades. Quiere decirse que la reflexividad característica de la sociedad contemporánea exige un refinamiento del progreso material; este ya no puede ser ecológicamente insostenible. Pero de ahí no se deduce que la abundancia -como antónimo de la escasez- sea inalcanzable; aunque algunos límites naturales son absolutos, muchos otros pueden ser redefinidos gracias al ingenio y la tecnología.

Más aún: el confort material no es una variable cualquiera del bienestar humano, sino un aspecto determinante. No es casualidad que el desarrollo económico de la sociedad occidental haya coincidido con la proclamación de derechos individuales y la provisión universal de servicios públicos. Sobre todo: la abundancia material es un medio para la realización de fines tales como acabar con la pobreza, garantizar un mínimo de igualdad o permitir el ejercicio de la libertad. ¡Casi nada! Renunciar al crecimiento, ya sea por considerarlo insostenible o por juzgarlo indeseable, significa así renunciar al ideal emancipatorio de la modernidad ilustrada: en la jaula de hierro de la austeridad no sería posible desarrollar proyectos autónomos de vida personal, sino que en el mejor de los casos sería obligado resignarse a sobrellevar una uniformidad localista basada en la abnegación colectiva.

Y es que si el crecimiento causa insatisfacciones, renunciar a él no haría sino multiplicarlas. De ahí que la interpretación más constructiva de las palabras de Macron no consista en abrazar eso que Leigh Philips -desde las filas de la izquierda- ha llamado “pornografía colapsista”, sino en tomarlas como una exhortación preventiva: si queremos evitar el fin de la abundancia, conviene que espabilemos.

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