75 AÑOS DE LA DEMOCRACIA MÁS POBLADA DEL MUNDO
Al inicio de la media noche del 15 de agosto de 1947, hoy hace tres cuartos de siglo, comenzó formalmente la independencia de la India. Se solemnizó a la mañana siguiente cuando el primer ministro, Jawaharlal Nehru, izó la bandera tricolor india, un acto que se celebra ininterrumpidamente desde entonces. Al dejar atrás dos siglos de dominación británica, Mahatma Gandhi y los suyos pretendían construir un estado democrático en el que pudieran desarrollarse juntos hindúes, musulmanes, sijs, cristianos y todas las demás confesiones religiosas que convivían en el subcontinente. No nació con buen pie porque ese mismo día se consumó la partición del British Raj en dos Estados, la India y Paquistán. Y no precisamente de una manera amistosa, como demuestra que, primero, 14 millones de personas tuvieron que cambiar de residencia (la mayor inmigración en masa de la Historia) y que, después, estallara entre ellos una guerra por el control de Cachemira, que tendría tres réplicas más a lo largo del siglo XX. Por no hablar de las masacres incontroladas entre hindúes y musulmanes, incluido el asesinato de Gandhi a principios de 1948.
Los años siguientes tampoco fueron especialmente tranquilos, con la incorporación por la fuerza del sultanato de Hyderabad; el permanente conflicto entre los sijs y en gobierno central en Punjab, con episodios tan violentos como la toma del Templo Dorado por el Ejército y el asesinato de Indira Gandhi; la derrota en la guerra fronteriza con China; los mínimos avances en el desarrollo social y económico del país que conseguía la política planificadora del Partido del Congreso, con la familia Nehru-Gandhi al frente, etc. En la década de 1980, los sueños de la independencia estaban lejos de cumplirse y cundía en la sociedad india la sensación de proyecto incompleto, sino fallido. Salman Rushdie logró expresar toda la distancia entre el ideal y la realidad en su fascinante Hijos de la Medianoche, que concluye con las tristes palabras de Saleem Sinai, nacido en el primer minuto de la independencia y personificación de todo el país: “es privilegio y maldición de los hijos de la medianoche ser a la vez dueños y víctimas de su tiempo”.
Sin embargo, pasados otros treinta y tantos años; cuando Narendra Modi, el primer ministro desde 2014, ice hoy la bandera por 76.ª vez y luego se dirija a la nación en un discurso televisado, podrá desgranar un buen número de logros colectivos de los más de 1.400 millones de indios repartidos en sus 28 estados federados. Así, de ser un país extremadamente pobre y atrasado en tiempos del Raj, en la actualidad es una potencia económica mundial de las de más rápido crecimiento, con una pujante clase media, un descenso continuo de la pobreza, no más del 13% de la población, y un analfabetismo que pronto será residual, solo el 12% en 2021; todo lo cual le lleva a un índice de desarrollo humano de 0,645, en la cabeza de los países de desarrollo medio. Un éxito que en mi opinión se debe en gran medida al liberalismo económico que logró introducir en los años 90 el gran economista Manmohan Singh, primero como ministro de Hacienda y luego como jefe del Gobierno del Partido del Congreso; política continuada por sus sucesores a pesar de pertenecer a su archiadversario Bharatiya Janata Party (BJP, Partido Popular Indio).
Desde el punto de vista de la organización estatal, es digno de resaltar que la India ha mantenido en todos estos años el sistema democrático con el que empezó su andadura como Estado independiente, algo que prácticamente ningún otro gran Estado surgido de la descolonización ha logrado. Más todavía, y salvo inadvertencia por mi parte, me parece que no hay ninguna otra Constitución en el Mundo que se defina como “socialista” y sea al mismo tiempo soporte de una democracia. Ni siquiera pueden comparársele Paquistán y Bangladés, que comparten un pasado común, trufadas sus vidas democráticas de golpes de Estado. La razón no puede ser únicamente que sus élites políticas y sociales han sabido mantener el legado de respeto por el rule of law que le dejó el Imperio Británico, porque entonces un buen número de estados africanos y asiáticos llevarían décadas de gobiernos democráticos ininterrumpidos. Amartya Sen, premio Nobel de Economía, ha argumentado con razones convincentes que la causa reside en un pasado de tolerancia religiosa y de pluralismo cultural que se remonta, sin dificultad, hasta los tiempos del emperador Ashoka, dos siglos antes de Cristo.
Precisamente, si en estos momentos la democracia india afronta algún riesgo importante no es otro que el crecimiento de una corriente intolerante del hinduismo, Hindutva, que quiere que la India deje de ser un estado laico y se declare hinduista, lo que convertiría a más de 200 millones de musulmanes en ciudadanos de segunda. Narendra Modi y su BJP no están lejos de esta ideología, así como de ciertas tendencias populistas autoritarias que han hecho que el Instituto Varieties of Democracy de la Universidad de Gotemburgo en su informe de 2021 calificara a la India como una “autocracia electoral”, definición que se queda muy corta con la que este mismo mes ha hecho un líder indio opositor, Uddhav Thackeray: con el gobierno del BJP la India se desliza hacia “una dictadura hitleriana”. Sus palabras suenan un tanto exageradas cuando el partido de ese mismo político, el Shiv Sena, gobierna un estado tan importante como Maharastra (donde se encuentra Bombay, la capital económica de la India y viven más de 110.000 millones de personas). Pero sí es verdad que los demócratas indios -incluidos los miembros del BJP- deben luchar por evitar que su democracia se degrade. Sin duda, le ayudará esa cultura pluralista milenaria a la que se refería Sen y que fue la razón por la que, lejos de elegir un canto guerrero, la Asamblea constituyente eligió en 1950 como himno nacional un poema de Rabindranath Tagore que alaba la unidad en la diversidad de la Madre India, donde multitud de lenguas y religiones “rezan por tus bendiciones y cantan tus alabanzas”.