“LA CIENCIA NO PIENSA”
Esta frase de Martín Heidegger pronunciada en un discurso en Friburgo guarda relación con el papel de la tecnología en el mundo y su relación con la filosofía, temas que han sido objeto de debate desde hace muchas décadas. Heidegger quiso quitarle hierro a la frase explicando que “la ciencia no se mueve en la dimensión de la filosofía” y añadiendo que nunca había pretendido demonizarla. Ortega fue un poco más allá y con más vehemencia. Reconocía, sin reservas, a la técnica, su capacidad para aumentar la libertad y la independencia del ser humano, y a la ciencia, la exactitud y el rigor de las precisiones de las verdades científicas, pero añadía inmediatamente que el mundo necesitaba una interpretación global y completa y que “el hombre de ciencia, el matemático, el científico, es quien taja la integridad de nuestro mundo”, porque según él la verdad científica es “exacta pero incompleta y penúltima” y “deja sin ver las cuestiones decisivas”.
Sirva esta introducción para poder afirmar que en los tiempos actuales hay que recomponer y reforzar la relación entre técnica, filosofía y ciencia, para adaptarnos a las nuevas realidades y a las nuevas capacidades intelectuales, superando algunos sesgos mentales que ya no tienen sentido.
Reitero a estos efectos algunas consideraciones básicas que habrá que tener en cuenta con especial esmero. Todas las revoluciones que estamos viviendo van a necesitar un referente y un objetivo básico: la mejora de los conocimientos, los sentimientos y los apetitos humanos. La búsqueda de la felicidad -a la que alude expresamente la Constitución de los Estados Unidos- debe convertirse en el objetivo fundamental, incluso en un objetivo absoluto, aun cuando pensemos inteligentemente que es un objetivo imposible. El ‘happiness per capita’ es el único índice por el que merece la pena luchar. A la pregunta: “¿Usted qué quiere ser?”, la única respuesta sensata y lúcida es: “Yo quiero ser feliz”.
Lo malo es que eso no es fácil. La técnica y la ciencia nos ofrecen juntas y por separado un futuro perfecto, prácticamente paradisíaco. Se nos asegura que desaparecerán una a una todas las enfermedades físicas e incluso las mentales; que viviremos mucho más tiempo -fácilmente hasta los 150 años, hacia la mitad de este siglo, y luego ya veremos-; y se nos dice, además, que todos esos años los viviremos en plenitud física y mental -incluyendo, desde luego, la plenitud sexual, que se alargara hasta momentos antes del final de la vida-. Y se nos garantiza, asimismo, que tendremos muchas más horas de ocio con divertimentos escapistas asegurados que reducirán a un mínimo la conciencia de culpa; alcanzaremos, por fin, el cuerpo físico exacto que queremos y además lo iremos cambiando según las circunstancias y las exigencias de la moda o las aspiraciones sentimentales. Y, por si todo lo anterior fuera poco, se nos dice que podremos llegar a cualquier sitio -aun cuando no sepamos por qué- en un lapso mínimo de tiempo.
Todo eso está realmente muy bien y además es, en gran parte, cierto. Pero -volvemos a Ortega- la tecnología ‘per se’ no puede llegar a la felicidad del ser humano ya que eso es algo externo al hombre. El problema reside, además, en que la ciencia y la técnica no son excesivamente educadas. No piden la venia ni el permiso. Crecen, se desarrollan y se multiplican, sino de una forma ciega, sí, como poco, tuertamente, sin preocuparse en exceso de los cambios que generan; pensando que la máquina es, por principio, más importante, mucho más importante, que el hombre que la maneja y utiliza; y, en general, confundiendo sin cesar medios y fines.
No podemos seguir así. Habrá que poner en marcha con rapidez una revolución cultural y una revolución ética que afronten este problema. No podemos aceptar que el resultado final del progreso científico y técnico consista en lo siguiente: producir en cadena individuos alimentados y fuertemente empobrecidos por horas y más horas de internet, televisión y teléfono móvil. Individuos que se dediquen a sustituir cada vez más las realidades físicas por las virtuales; individuos que se sometan a la homogeneización de la ciudadanía tolerando culturas perversas y dominantes que controlan a la perfección todas las técnicas de márketing, incluyendo por supuesto la utilización de los aditivos necesarios, físicos o psíquicos, para generar dependencias intensas, como hacen con excelencia algunos productores de tabaco y, así mismo, los ya incontables programas de corazón. Individuos, en definitiva, dedicados a la sacralización del consumismo como actividad justa y necesaria -además de compulsiva- para alcanzar la alegría vital y la paz del espíritu; y, por fin, individuos que eleven la belleza o la apariencia estética, el ejercicio físico, y la indigencia o la vulgaridad mental, a categorías máximas de la condición humana.
Que nadie piense que esta batalla va a ser fácil. Hay en juego demasiados intereses y escasísimas personas e instituciones dispuestas a la lucha. No podemos contar en ningún caso con un estamento político y unos políticos cada vez más radicalizados y sectarios; cada vez más cortoplacistas; cada vez más provincianos; cada vez más cansinos y aburridos. Por su parte, la intelectualidad en su conjunto se ha dejado absorber y fascinar por los descubrimientos científicos y técnicos, sobre todo en el capítulo de la biogenética, y no han querido profundizar ni en más consecuencias ni en la adecuación de los posibles resultados finales. La Iglesia, finalmente, concentra toda su atención y todos sus esfuerzos en vigilar que el desarrollo científico y tecnológico pueda cuestionar sus principios dogmáticos y complique su papel en la historia, abriendo puertas al peligroso y nefasto relativismo.
Por todas estas razones y alguna más, la ciencia no tiene otro remedio que ponerse a pensar.